—A ninguno nos apetecía dormir —replicó Makoto—. El ambiente es demasiado tranquilo, llega a resultar opresivo. La reciente tormenta, la que retrasó tu vuelta, llegó de improviso. Además, los dos últimos días hemos tenido la sensación de que nos espían. Ayer Jiro fue al bosque en busca de ñames silvestres y vio a alguien acechando tras los árboles. Es posible que los bandoleros de los que nos habló el pescador se hayan enterado de que estamos aquí y estén comprobando nuestra capacidad de defensa.
Mientras nos abríamos camino por el sendero plagado de malas hierbas, hacíamos más ruido que una yunta de bueyes. Si, en efecto, alguien nos espiaba, sin duda se habría enterado de mi regreso.
—Lo más probable es que teman que queramos plantarles cara —opiné—. En cuanto volvamos con más hombres nos libraremos de ellos; pero ahora sólo somos seis, no podemos entrar en combate. Esperaremos al amanecer y confiaremos en que no nos tiendan una emboscada en el camino de retorno a Maruyama.
Resultaba imposible calcular qué hora era ni cuánto tiempo quedaba para el alba. Los viejos edificios del templo emitían ruidos extraños que se unían al crujido de la madera y el murmullo de la techumbre de paja. Las lechuzas ululaban sin cesar desde los bosques y en una ocasión escuché las pisadas de un animal, un perro salvaje tal vez, o acaso un lobo. Intenté dormir, mas no lograba conciliar el sueño, pues me acechaban las imágenes de todos cuantos deseaban acabar con mi vida. Cabía la posibilidad de que alguno de mis enemigos hubiera averiguado mi paradero y que el retraso que había sufrido a causa de la tormenta le hubiera dado ventaja. El pescador, o incluso Ryoma, podrían haber dejado escapar información sobre mi viaje a Oshima. Bien sabía yo que la Tribu disponía de espías por todas partes. Además de la sentencia de muerte que los maestros habían decretado sobre mí, me sentía amenazado por muchos miembros de la organización que en aquellos momentos se sentirían obligados por lazos de sangre a vengar a sus parientes.
A pesar de que durante el día yo llegaba a dar por ciertas las palabras de la profecía, durante la noche, como de costumbre, las dudas me asaltaban. Poco a poco me iba acercando a mi objetivo; no soportaba la idea de morir sin haberlo cumplido con éxito. Eran tantos los que buscaban destruirme que tal vez estuviera yo tan loco como Jo—An al pensar que sería capaz de vencerlos a todos.
El sueño debió de vencerme, porque cuando abrí los ojos de nuevo el cielo había adquirido un tono gris y los pájaros iniciaban sus cantos. Jiro seguía a mi lado, dormido, con respiración profunda y uniforme, como la de un niño. Le puse la mano en el hombro para despertarle y abrió los ojos, sonriente. Entonces, cuando regresó del otro mundo, noté en su rostro la marca de la decepción y el sufrimiento.
—¿Estabas soñando? —le pregunté.
—Sí. Vi a mi hermano. Me sentía feliz de que estuviera vivo. Me llamó para que le siguiera y nos alejamos por el bosque que hay detrás de nuestra casa —con un visible esfuerzo por dominar sus emociones, Jiro se puso en pie—. Supongo que nos pondremos en camino de inmediato. Iré a preparar los caballos.
Me acordé del sueño que había tenido sobre mi madre e imaginé que los muertos querían comunicarse con nosotros. Bajo la luz del alba el templo parecía más fantasmagórico que nunca; aquél era un lugar hostil y entristecedor y deseaba abandonarlo cuanto antes.
Tras varios días de inactividad, los caballos se encontraban descansados y cabalgamos con rapidez. El tiempo seguía siendo bochornoso; el cielo estaba cubierto por nubes grises y no corría una gota de viento. Mientras ascendíamos por el sendero del acantilado, me giré para mirar la playa por si veía al pescador con su hijo; pero en las chozas no se apreciaba el menor signo de vida. Todos nos sentíamos intranquilos. Mis oídos estaban alerta del más mínimo sonido y se esforzaban por escuchar más allá del tamborileo de los cascos de caballo, el crujido y tintineo de los arneses y el monótono rugido del mar.
Me detuve un momento en la cima del acantilado y dirigí la vista a Oshima. La isla se encontraba oculta entre la bruma, pero una densa corona de nubes mostraba el lugar donde se hallaba.
Jiro se había parado junto a mí, mientras que los demás siguieron avanzando en dirección al bosque que teníamos por delante. Se produjo un instante de silencio y, acto seguido, escuché el sonido inconfundible —a medio camino entre un crujido y un suspiro— de la cuerda de un arco que se tensa.
Advertí a Jiro con un grito e intenté alcanzarle para tirar de él hacia abajo, pero
Shun
dio un brinco apartándose hacia un lado; estuve a punto de caerme del caballo y acabé agarrado al cuello del animal, Jiro volvió la cabeza y miró en dirección al bosque. La flecha pasó silbando por encima de mí y se le clavó en un ojo.
El joven emitió un espantoso grito de dolor. Se llevó las manos a la cara y luego cayó hacia delante, sobre el cuello de su montura. El animal, alarmado, relinchó, se encabritó ligeramente y salió huyendo como para alcanzara los demás caballos, mientras que su jinete se balanceaba, impotente, de un lado a otro.
Shun
estiró el pescuezo y avanzó serpenteando hacia los árboles, en busca de refugio. Makoto y sus hombres ya se habían percatado de lo que ocurría; uno de ellos espoleó a su montura y consiguió sujetar las riendas del aterrorizado caballo de Jiro.
Makoto desmontó al muchacho, pero éste murió incluso antes de que yo llegara hasta ellos. Al atravesarle la cabeza, la flecha le había destrozado la parte posterior del cráneo. Me bajé del caballo, corté el astil y extraje la flecha. Era enorme y estaba adornada con plumas de águila. Debía de haber sido lanzada con un arco gigantesco, la clase de arma que suelen utilizar los arqueros que actúan en solitario.
Me invadió una angustia casi insoportable. El ataque estaba dirigido contra mí; si yo no hubiera esquivado el dardo, Jiro seguiría con vida. Un arranque de cólera me hizo enloquecer: mataría a aquel asesino aun a costa de mi propia vida.
Makoto dijo con un susurro:
—Debe de ser una emboscada. Vayamos a refugiarnos y comprobemos cuántos son.
—No, la flecha iba dirigida a mí —repliqué yo, también en voz baja—. Es obra de la Tribu. Quedaos aquí y buscad refugio. Voy a perseguirle. Sólo será uno, dos como mucho —no quería que los hombres me acompañaran; sólo yo era capaz de moverme en absoluto silencio, yo exclusivamente podía hacerme invisible y contaba con las dotes necesarias para acercarme al asesino—. Acudid cuando os llame, quiero apresarle vivo.
Makoto sugirió:
—Si es sólo uno, más que refugiarnos debemos seguir cabalgando. Dame tu yelmo y montaré a
Shun.
Tal vez logremos confundirle. Nos seguirá y podrás atacarle por la espalda.
Yo dudaba que semejante artimaña llegase a funcionar e ignoraba a qué distancia se encontraría el arquero. Sin duda, él sabría que la flecha no me había alcanzado e imaginaría que yo le perseguiría. Pero si mis hombres cabalgaban por delante, al menos no serían un impedimento para mí. Para ese momento, mi enemigo podría encontrarse en cualquier lugar del bosque, si bien yo estaba seguro de que podía moverme más rápida y silenciosamente que él. Mientras los caballos se alejaban al trote con su triste cargamento, me hice invisible y ascendí por la ladera a toda velocidad, sorteando los árboles en mi camino. Tenía la seguridad de que el arquero no permanecería en el lugar desde donde había lanzado la mortífera flecha y pensé que se habría desplazado en dirección suroeste para cortarnos el paso donde la carretera daba un brusco giro hacia el sur. Incluso aunque siguiera observándonos, a menos que estuviera dotado con los máximos poderes de la Tribu, no podría saber dónde me encontraba yo.
Al poco rato escuché la respiración de un hombre y la ligera presión de un pie sobre la tierra blanda. Me paré en seco y contuve el aliento. El arquero pasó a unos tres metros de mí, sin acusar mi presencia.
Era Kikuta Hajime, el joven luchador de Matsue que fuera mi compañero de entrenamiento. Le había visto por última vez en la escuela de lucha libre, cuando partí con Akio hacia Hagi. Entonces había imaginado que no volveríamos a vernos; pero Akio no logró matarme, como había planeado, y ahora Hajime había sido enviado para acabar conmigo. El gigantesco arco le colgaba del hombro y, como suelen hacer los hombres corpulentos, Hajime se movía con las piernas torcidas hacia fuera para mantener el equilibrio. A pesar de su formidable tamaño, avanzaba rápida y silenciosamente. Sólo mis oídos podrían haberle detectado.
Le seguí en dirección a la carretera, donde se escuchaban los caballos, que nos precedían a medio galope. Oí cómo uno de los hombres apremiaba a Makoto para que avanzara más deprisa; le llamó "señor Otori", lo que me hizo sonreír con amargura. Mi presa y yo ascendimos por la cuesta con rapidez; a continuación, descendimos hasta llegar a un farallón de roca desde donde se divisaba con claridad la carretera situada más abajo.
Hajime asentó los pies firmemente sobre la roca y se descolgó el arco del hombro. Luego colocó una flecha en la cuerda. Aspiró con fuerza mientras tiraba de ésta hacia atrás, y los músculos de los brazos y el cuello se le tensaron de forma impresionante. Entendí que en un combate cuerpo a cuerpo no tendría la más mínima posibilidad de salir victorioso. Posiblemente podría alcanzarle con
Jato
por la espalda, pero tendría que matarle al primer golpe, y quería atraparle con vida.
Hajime permanecía de pie, inmóvil, esperando que su objetivo apareciera de un momento a otro bajo los árboles. En ese instante, apenas podía escuchar su respiración. Conocía la técnica que estaba utilizando y estaba familiarizado con el entrenamiento al que Hajime había sido sometido, por lo que reconocí su total concentración. Hombre, arco y flecha se fundían en uno. Aunque la imagen del arquero debía de ser magnífica, yo sólo era consciente de mi deseo de hacerle sufrir y, más tarde, morir. Intenté aplacar mi furia. Sólo disponía de unos instantes para pensar.
Llevaba conmigo las armas de la Tribu, entre ellas un conjunto de cuchillos arrojadizos. No era experto en su utilización, pero sabía que podrían ayudarme en mi propósito. Después de caer al agua en el puerto de los piratas, me había preocupado de secar y engrasar las hojas en forma de estrella de los cuchillos y éstos salieron de la funda con suavidad. Cuando los caballos se aproximaban por la carretera situada a nuestros pies, salí de mi escondite, aún en estado de invisibilidad, y eché a correr mientras lanzaba los cuchillos.
Los dos primeros pasaron de largo sin dar en el blanco, pero hicieron que Hajime perdiera la concentración. El luchador se giró hacia mí. Miraba por encima de mi cabeza con la misma expresión confundida que acostumbraba a mostrar cuando me hacía invisible en el pabellón de entrenamiento. Aquel recuerdo me provocó una sonrisa y, al mismo tiempo, una punzada de dolor. El tercer cuchillo le golpeó en la mejilla y sus numerosas puntas hicieron que la sangre brotara de inmediato. Hajime dio un paso involuntario hacia atrás y observé que se hallaba justo al borde del farallón. Le lancé los dos cuchillos siguientes directamente a la cara y recuperé la visibilidad justo enfrente de él. J
ato
saltó en mi mano y mi enemigo se echó hacia atrás para esquivar el golpe. Al hacerlo, cayó por el precipicio y se desplomó pesadamente justo delante de los caballos.
Hajime respiraba con dificultad a causa de la caída y sangraba de forma abundante por las mejillas, pero a pesar de ello, debido a su fortaleza, pasó un buen rato hasta que logramos reducirlo. Aunque no emitió sonido alguno, en sus ojos ardientes se apreciaban destellos de cólera y de maldad. Tenía que decidir si le mataba en el acto o le trasladaba hasta Maruyama, donde planearía una muerte lenta que pudiera consolarme del asesinato de Jiro.
Una vez que hubimos amarrado a nuestro prisionero de manera que no pudiera hacer el más mínimo movimiento, llevé a Makoto a un aparte y le pedí consejo. No lograba quitarme de la cabeza el recuerdo de cuando Hajime y yo entrenábamos juntos; habíamos llegado casi a hacernos amigos. El código impuesto por la Tribu trascendía cualquier simpatía o fidelidad personal; una prueba de ello era la traición de Kenji a Shigeru. Pero yo no podía evitar el sentimiento de horror que semejante forma de actuar me producía.
Hajime me llamó:
—¡Eh, perro!
Uno de los guardias le propinó una patada.
—¿Cómo osas a dirigirte así al señor Otori?
—Venid aquí, señor Otori —se burló el luchador—. Tengo algo que deciros.
Me acerqué a él.
—Los Kikuta tienen a tu hijo —me espetó—. Su madre ha muerto.
—¿Ha muerto Yuki?
—Cuando nació el niño, la obligaron a tragar veneno. Akio se encargará de educarle. Los Kikuta darán contigo. Los traicionaste y no te permitirán seguir con vida. Además, tienen a tu hijo.
Entonces Hajime dio un gruñido casi inhumano y, sacando la lengua al máximo, clavó en ella los dientes con tal fuerza que se la arrancó de cuajo. Sus ojos, encolerizados, parecieron salirse de las órbitas a causa del dolor; sin embargo, no volvió a emitir sonido alguno. Escupió la lengua y un chorro de sangre brotó a continuación. La sangre manaba con tanta intensidad que le inundó por completo la garganta. Aquel cuerpo gigantesco se arqueó y empezó a convulsionarse, intentando escapar de la muerte que el propio Hajime le había impuesto por propia voluntad. Pero fue en vano. Mi antiguo compañero de entrenamiento murió ahogado por su propia sangre.
Me di la vuelta atenazado por las náuseas y me embargó una profunda tristeza. Mi furia se había aplacado y tuve la impresión de cargar con un terrible peso, como si el cielo se hubiera desplomado sobre mi alma. Ordené a los hombres que arrastraran a Hajime hasta el bosque, lo decapitaran y dejaran allí el cadáver, para que sirviera de alimento a zorros y lobos.
Decidimos llevar el cuerpo de Jiro con nosotros y paramos en una aldea costera llamada Ohama. En el templo de la localidad celebramos el sepelio y pagamos al sacerdote del santuario para que mandara erigir una linterna de piedra, a la sombra de los cedros, en honor al difunto. Donamos al templo el arco y las flechas del luchador; tengo entendido que aún siguen allí, enganchados de las vigas junto a las imágenes votivas de caballos, pues el lugar sagrado estaba dedicado a la diosa de este animal.
Entre las pinturas que cuelgan en el templo se encuentran mis propios caballos. Tuvimos que permanecer en la aldea durante dos semanas: en primer lugar, para llevar a cabo los rituales funerarios y purificarnos tras la contaminación de la muerte; más tarde, para celebrar el Festival de los Muertos. Pedí prestados pinceles y un bloque de tinta al sacerdote del santuario y pinté a
Shun
sobre una tablilla de madera. En mi dibujo no sólo apliqué mi respeto y gratitud hacia el corcel que me había salvado la vida una vez más, sino también mi congoja por la muerte de Jiro, por Yuki y por mi propia vida, que parecía impulsarme a ser testigo de las muertes de otros. Acaso también plasmé mi nostalgia por Kaede, a quien añoraba con todas mis fuerzas, ya que el sufrimiento alentaba mi pasión por ella.