El brillo de la Luna (29 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

—Quedan tres batallas —dijo Jo—An—. Perderás una y ganarás dos. Entonces, gobernarás en paz, de costa a costa.

—¿Junto con mi esposa?

Jo—An desvió la mirada hacia el agua. Dos garcetas blancas pescaban junto a la presa. Un martín pescador alzó el vuelo desde un sauce y en el aire se apreció un destello naranja y azul.

—Si vas a perder una batalla, mejor será que la pierdas ahora —sentenció el paria.

—Si pierdo a mi esposa, ya nada me importa —aseguré—. Me quitaré la vida.

—Eso nos está prohibido —replicó él con precipitación—. Dios tiene un plan para ti. Tienes que seguirlo —al ver que yo no respondía, continuó—: Sí nos importa a nosotros, que hemos renunciado a todo por ti; sí les importa a aquellos que ahora padecen en las tierras Otori. Sólo podemos soportar la guerra si trae consigo la paz. No nos abandones ahora.

Inmóvil junto a las tranquilas aguas, pensé que si no recuperaba a Kaede se me partiría el corazón. Una garza gris pasó volando lentamente sobre la superficie del río, justo por encima de su propio reflejo. Dobló sus alas gigantescas y aterrizó con un ligero chapoteo. Volvió la cabeza hacia nosotros, nos observó y después, una vez que se hubo cerciorado de que no entrañábamos peligro, empezó a caminar majestuosamente por las aguas poco profundas.

Mi verdadero objetivo consistía en vengar la muerte de Shigeru y hacerme con el control de mi herencia. Entonces, la profecía se cumpliría. Pero me resultaba imposible permitir que nadie me apartara de Kaede sin oponer resistencia. No tenía más remedio que ir a buscarla, incluso si aquello suponía tirar por tierra todo por lo que yo había luchado.

Me despedido Jo—An y cabalgué de vuelta al castillo. Corría el rumor de que Hiroshi se había despertado y su estado de salud era mejor. Pedí que le trajeran a mi presencia cuanto antes. Mientras esperaba, registré la residencia en busca del arcón con los documentos, mas no encontré ni el más mínimo rastro. La ausencia de los informes de Shigeru era otra fuente de preocupación. Temí que los hubieran robado, lo que significaría que la Tribu había penetrado en el castillo y, por tanto, podría volver a hacerlo.

Hiroshi acudió a mí justo antes del anochecer. Estaba pálido y grandes círculos negros le rodeaban los ojos; por lo demás, se había recuperado rápidamente. Tanto física como mentalmente, gozaba de la resistencia de un adulto.

Le interrogué sobre cada detalle del viaje y le hice describir el terreno que rodeaba Shirakawa y la residencia de Fujiwara. El muchacho me explicó que
Raku
había muerto, y la noticia me entristeció sobremanera. Aquel caballo gris de crines negras fue el primero que poseí y además era el vínculo que me unía a Shigeru y a mi breve vida como hijo suyo en Hagi.
Raku había
sido mi regalo a Kaede, y el hermoso animal la había llevado a Terayama.

Me encontraba a solas con Hiroshi y le pedí que se acercara.

—Prométeme que nunca le hablarás a nadie de los asuntos que vamos a tratar a continuación.

—Lo juro —respondió él y, en un impulso, añadió— Señor Otori, os debo la vida. Haré cualquier cosa por ayudaros a liberar a la señora Otori.

—Lograremos rescatarla —aseguré—. Partiré mañana.

—Llevadme con vos —suplicó Hiroshi.

Estuve tentado de dar mi aprobación, pero pensé que el muchacho aún no se encontraba lo bastante recuperado.

—No, tienes que quedarte aquí.

Dio la impresión de que iba a protestar, pero se lo pensó mejor y se limitó a morderse el labio inferior.

—Los documentos que mi esposa estaba copiando... ¿se los llevó consigo en el viaje?

Hiroshi susurró:

—Llevamos los originales y las copias. Escondimos los arcones en Shirakawa, en las cuevas sagradas.

Bendije a Kaede desde el fondo de mi corazón por su prudencia y sabiduría.

—¿Sabe esto alguien más?

Hiroshi negó con la cabeza.

—¿Sabrías encontrar las cuevas?

—Claro que sí.

—Nunca le digas a nadie dónde están los documentos. Algún día viajaremos juntos para recuperarlos.

—Entonces podremos castigar a Shoji —dijo el niño, animado. Tras una pausa, añadió—: Señor Otori, ¿puedo preguntaros una cosa?

—Claro que sí.

—El día que murió mi padre, los hombres que mataron a los guardias se volvieron invisibles. ¿Podéis hacer eso vos?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que puedo hacer lo mismo?

—Las mujeres que estaban en mi habitación dijeron que sois un hechicero; perdonadme, os lo ruego. Sois capaz de hacer cosas extrañas, como dejarme dormido —Hiroshi me miró con el ceño fruncido—. No dormí como de costumbre, tuve sueños que parecían reales y entendí cosas que hasta antes desconocía. Si es que podéis haceros invisible, ¿me enseñaréis?

—Existen cosas que no pueden enseñarse —dije yo—. Son dones que nacen con la persona. Tú ya tienes muchas habilidades y has recibido una educación excelente.

Algo en mis palabras hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

—Me han dicho que Jiro ha muerto.

—Sí, le mató un asesino que me apuntaba a mí.

—¿Matasteis al asesino?

—Hice que le decapitaran, pero ya había muerto. Se arrancó su propia lengua de un mordisco.

Los ojos de Hiroshi se abrieron de par en par. Quise explicarle el dolor que había sentido ante las muertes de Hajime y de Jiro, mi repugnancia ante el interminable círculo de sangre y de venganza; pero pensé que el hijo de un guerrero no entendería mis sentimientos, ni siquiera después de haber sido sometido al sueño de los Kikuta. Además, había algo que deseaba pedirle.

—¿Son muchos los que piensan que soy un hechicero?

—Hay quien murmura sobre ello —admitió el muchacho—, sobre todo las mujeres y algún que otro necio.

—Temo que en el castillo me retiren su fidelidad; por eso quiero que te quedes aquí. Si durante mi ausencia consideras que existe algún peligro de que Maruyama se alie con Arai, envía un mensajero a comunicármelo.

Hiroshi me miró fijamente.

—Nadie en Maruyama sería desleal al señor Otori.

—Ojalá yo estuviera tan seguro como tú.

—De ser así, yo mismo cabalgaré hasta vos para comunicároslo —prometió el muchacho.

—Pero esta vez escoge un caballo tranquilo —le advertí.

Envié a Hiroshi de vuelta a casa de su tío y pedí que me trajeran algo de comer. Makoto regresó para informarme sobre los preparativos: todo estaba dispuesto para nuestra partida al amanecer. Sin embargo, una vez que hube terminado la comida, intentó disuadirme una vez más.

—Es una locura —insistió—. No volveré a dar mi opinión después de esta noche, y te acompañaré; pero el hecho de atacar a un noble a quien robaste su prometida...

—Estábamos casados legalmente —repliqué—. Es él quien ha cometido una locura.

—¿No te advertí en Terayama sobre la forma en la que el mundo juzgaría tu matrimonio? Tu propia precipitación es responsable de esta situación y, si persistes en tu actitud, te traerá la ruina.

—¿Estás seguro de que tu opinión no estaba influida entonces por los celos, al igual que ahora? Siempre te has resentido de mi amor hacia Kaede.

—Sólo porque os destruirá a los dos —replicó Makoto con calma—. Tu pasión te ciega ante cualquier circunstancia. Cometiste un error. Será mejor que te rindas e intentes hacer las paces con Arai. No olvides que posiblemente retiene a los hermanos Miyoshi como rehenes. Si atacas al señor Fujiwara, se enfurecerá aún más...

—¡No quiero oír tu consejo! —respondí furioso—. ¿Acaso debo someterme ante el hecho de que me arrebaten a mi esposa? El mundo entero me despreciaría. ¡Antes prefiero morir!

—Es probable que todos nosotros muramos —replicó él—. Lamento tener que hablarte así, Takeo, pero es mi deber. De todas formas, te he dicho muchas veces que tu causa es también la mía y que te seguiré cualquiera que sea tu decisión.

Yo estaba tan indignado que no pude seguir hablando con Makoto. Le dije que deseaba estar solo y que llamase a Manami. La criada entró con los ojos enrojecidos por el llanto. Retiró las bandejas y extendió la cama. Me di un baño, pensando que tal vez sería el último en mucho tiempo. No quería que mi furia se aplacase, pues entonces daría paso a la congoja y, peor todavía, a la preocupación. Deseaba permanecer en el intenso y oscuro estado de ánimo de mi lado Kikuta, que me hacía inmune al miedo. Me vino a la mente una de las enseñanzas de Matsuda: "Si uno lucha desesperadamente, sobrevivirá. Si intenta sobrevivir, entonces morirá".

Había llegado el momento de luchar desesperadamente, pues si perdía a Kaede ya nada me quedaría.

A la mañana siguiente Manami se encontraba aún más afligida. Mientras nos despedía, sollozaba de forma incontrolada y contagió el llanto a las demás criadas. Sin embargo, entre las tropas y las gentes de la calle reinaba un ambiente de satisfacción. Muchos de los lugareños salían a nuestro paso y lanzaban vítores y gritos de ánimo. Sólo llevé guerreros conmigo, casi todos del clan Otori y también otros que habían estado en mis filas desde la partida de Terayama. Decidí que los campesinos permanecieran en Maruyama para terminar la recolección de la cosecha, proteger sus viviendas y ayudar en la defensa de la ciudad. Casi todos los guerreros Maruyama se quedaron para proteger el castillo, pero unos cuantos vinieron con nosotros para actuar como guías y rastreadores.

Yo contaba con unos quinientos guerreros a caballo y otros tantos arqueros; algunos montados y otros a pie. El resto eran soldados de infantería, armados con palos y lanzas. Llevábamos una recua de caballos de carga así como porteadores que acarreaban las provisiones. Me sentí orgulloso de la enorme rapidez con la que mi ejército había sido reunido y equipado.

No habíamos llegado lejos y nos disponíamos a vadear el Asagawa —donde recientemente habíamos logrado una memorable victoria frente a Ilida Nariaki—, cuando me percaté de que Jo—An y un puñado de parias nos seguían. Pasado el río, tomamos la carretera que conducía al sur, hacia Shirakawa. Nunca había realizado aquel trayecto, pero sabía que tardaríamos al menos dos días en alcanzar la casa de Kaede. Makoto me había dicho que la residencia de Fujiwara quedaba a corta distancia, un poco más al sur.

Cuando paramos para tomar la comida del mediodía fui a hablar con Jo—An, consciente en todo momento de las miradas que los hombres me lanzaban. Agucé el oído para captar sus comentarios, decidido a castigar a cualquiera que murmurase en mi contra; pero ninguno se atrevió.

Jo—An se arrodilló a mis pies y yo le pedí entonces que se incorporase.

—¿Por qué has venido?

Él me ofreció una sonrisa que más bien era una mueca y dejó al descubierto su mellada dentadura.

—Para enterrar a los muertos.

Era una respuesta estremecedora que yo no deseaba escuchar.

—El estado del tiempo está cambiando —prosiguió Jo—An, al tiempo que miraba hacia una masa de nubes altas procedentes del oeste que se extendían como colas de caballo a través del firmamento—. Se avecina un tifón.

—¿Es que no tienes ninguna buena noticia que ofrecerme? —exclamé.

—Dios siempre tiene buenas noticias para ti —replicó él—. Te lo recordaré más tarde.

—¿Más tarde?

—Una vez que hayas perdido la batalla.

—¡Quizá salga victorioso!

Lo cierto es que no me imaginaba que pudiera ser derrotado. Mis tropas se mostraban descansadas, ansiosas por entrar en combate. Yo mismo me sentía empujado por la cólera que me ardía en las entrañas.

Jo—An no volvió a pronunciar palabra, pero observé que movía los labios en silencio y comprendí entonces que estaba rezando.

Makoto también parecía entonar plegarias mientras avanzábamos o tal vez se encontrase en el estado de meditación que los monjes consiguen alcanzar. Se mostraba sereno y retraído, como si hubiera cortado las ataduras que le unían a este mundo. Apenas le dirigí la palabra, pues seguía enojado con él; pero continuamos cabalgando costado con costado, como con tanta frecuencia habíamos hecho en el pasado. Cualesquiera que fueran las dudas de Makoto sobre mi campaña, yo sabía que jamás me abandonaría. Poco a poco, el ritmo de los cascos de los caballos me fue serenando y mi enfado con Makoto remitió.

El cielo se fue encapotando paulatinamente y en el horizonte se apreciaba un tinte más oscuro. En el ambiente reinaba una calma inusual. Aquella noche acampamos a las afueras de un pueblo; de madrugada, empezó a llover. Para el mediodía, la lluvia se había convertido en un aguacero que nos retrasaba en la marcha y hacía que nuestro ánimo decayera. Y, sin embargo, me consolaba yo, no corría una gota de viento; un poco de lluvia no lograría pararnos. Makoto se mostraba menos optimista y temía que nos viésemos obligados a detenernos en Shirakawa, lugar proclive a las inundaciones en aquellas condiciones meteorológicas.

Pero nunca llegamos a Shirakawa. Según nos acercábamos a los límites del dominio Maruyama, envié por delante a los rastreadores. Regresaron a media tarde y explicaron que habían divisado una tropa cuyo tamaño oscilaría entre un millar y millar y medio de hombres, acampada en la planicie que se extendía más adelante. Los estandartes mostraban el blasón de los Seishuu y también habían visto el emblema del señor Fujiwara.

—Ha salido a nuestro encuentro —le dije a Makoto—. Fujiwara sabía de antemano cuál sería mi reacción.

—Seguro que él no está aquí en persona —replicó Makoto—, pero sería capaz de dar órdenes a cualquier numero de aliados. Como me temía, te han tendido una trampa. Era fácil predecir cómo reaccionarías.

—Los atacaremos al amanecer.

Sentí alivio porque el ejército enemigo fuera tan reducido. Fujiwara no me intimidaba en absoluto; lo que temía era una confrontación con Arai y con parte de los 30.000 hombres que tenía bajo su mando. Lo último que había oído de él era que se encontraba en Inuyama, en el extremo este de los Tres Países. Pero durante todo el verano no había tenido ninguna noticia de sus movimientos; quizá hubiera regresado a Kumamoto, a menos de una jornada de viaje de Shirakawa.

Interrogué a fondo a los rastreadores acerca del terreno. Uno de ellos, llamado Sakai, conocía bien la zona, pues había crecido en sus alrededores. Consideraba que era un buen campo de batalla, o que lo sería si las condiciones de tiempo fueran más favorables. La llanura era pequeña, flanqueada por cadenas montañosas en el sur y el este, pero abierta por los demás extremos. Existía un desfiladero en el lado sur, por donde nuestros enemigos habrían llegado con toda probabilidad, así como un amplio valle que conducía al norte y se extendía hasta el camino de la costa. La carretera por la que habíamos transitado desde Maruyama se unía a ese valle tres o cuatro kilómetros antes de alcanzar los primeros farallones rocosos que bordeaban la planicie.

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