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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (24 page)

Entonces recordó en parte lo que había sucedido, pero sin nitidez; sólo era consciente de que algo le había sido arrebatado de forma violenta.

Era la hora del crepúsculo y el frescor del aire ponía fin a un día largo y caluroso. Kaede escuchaba las suaves pisadas de los sirvientes, sus voces susurrantes. Una criada entró en su alcoba portando una bandeja con comida. La joven intentó comer algo, pero el olor de los alimentos le revolvía el estómago y al poco rato llamó para que los retirasen.

La criada regresó con el té. Iba seguida por otra mujer, ésta de mediana edad, con pequeños ojos astutos y apariencia severa; por su atuendo elegante y sus modales refinados, quedaba claro que no se trataba de un miembro del servicio. ;

Hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente y dijo:

—Soy Ono Rieko, prima de la difunta esposa del señor Fujiwara. Pasé muchos años junto a la señora. Su señoría envió a buscarme para que iniciara los preparativos de la ceremonia nupcial. Os ruego que tengáis la amabilidad de aceptarme.

Dicho esto, la dama hizo otra profunda reverencia. Kaede sintió una antipatía instintiva por la mujer que tenía frente a sí. Su aspecto era agradable —Fujiwara nunca toleraría la presencia de una persona carente de atractivo—, pero se apreciaba en ella un carácter orgulloso y mezquino.

—¿Acaso tengo otra elección? —replicó Kaede con frialdad.

Rieko soltó una risita aguda a medida que se iba incorporando.

—Estoy segura de que la señora Shirakawa cambiará su opinión sobre mí. Sólo soy una humilde dama, pero tal vez pueda aconsejaros sobre algunos asuntos —empezó a servir el té y prosiguió—: El doctor Ishida desea que toméis esta infusión ahora. Y, debido a que esta noche es luna nueva, el señor Fujiwara acudirá en breve a daros la bienvenida y a contemplar la luna en vuestra compañía. Bebed el té y a continuación me aseguraré de que vuestras ropas y peinado resulten apropiados.

Kaede dio un sorbo de té y luego otro; se encontraba sedienta e hizo un esfuerzo por no vaciar el cuenco de golpe. Estaba tranquila, apenas sentía nada; sin embargo, era consciente del lento bombeo de la sangre bajo las sienes. Temía encontrarse con Fujiwara, temía el poder que mantenía sobre ella. Era la clase de poder que todo hombre, dondequiera que fuese, ejercía sobre toda mujer, en todos los aspectos de su vida. Debía de haber estado loca al pensar que sería capaz de luchar contra tal circunstancia. Recordó con claridad las palabras de la señora Naomi: "Debo aparentar que soy una mujer indefensa; de otro modo, estos guerreros me aplastarían".

Y ahora estaban aplastando a Kaede. Shizuka le había advertido que su matrimonio enfurecería a la casta militar, que nunca daría su consentimiento. Pero si hubiera escuchado a Shizuka y seguido sus consejos, Kaede nunca habría pasado aquellos meses maravillosos junto a Takeo. Al pensar en él, sintió una punzada tan dolorosa, a pesar del efecto de la infusión, que resolvió ocultar ese recuerdo en los pliegues más recónditos de su corazón, al igual que había escondido los documentos de la Tribu en las cuevas secretas del Shirakawa.

Kaede percibió que Rieko la observaba con atención. Apartó la cara con brusquedad y bebió un poco más de té.

—Vamos, vamos, señora Shirakawa —dijo Rieko con firmeza—. No debéis estar triste. Estáis a punto de contraer un excelente matrimonio —se acercó un poco, arrastrándose sobre las rodillas—. Sois tan hermosa como dicen, a pesar de vuestra altura excesiva; pero vuestro cutis tiene cierta tendencia a mostrarse cetrino y ese aspecto afligido no os sienta bien. Vuestra belleza es la más valiosa de vuestras posesiones; debemos conservarla a toda costa.

Rieko tomó el cuenco y lo colocó en la bandeja. Entonces desató las cintas que sujetaban el cabello de Kaede y empezó a peinarlo.

—¿Qué edad tenéis?

—Tengo dieciséis años —respondió Kaede.

—Creí que erais mayor, que por lo menos habríais cumplido los veinte. Debéis de ser la clase de mujer que envejece con rapidez. Habrá que tener cuidado.

El peine arañaba con fuerza el cuero cabelludo de Kaede y el dolor provocó que sus ojos se cuajaran de lágrimas. Rieko comentó:

—Debe de resultar difícil acicalaros el cabello; es muy suave.

—Suelo recogérmelo hacia atrás —replicó Kaede.

—En la capital, la moda es llevarlo apilado sobre la cabeza —explicó Rieko, al tiempo que pasaba el peine de una manera que hería a Kaede intencionadamente—. El cabello grueso y áspero resulta más adecuado.

Si Rieko se hubiera comportado de forma amable y comprensiva con Kaede, es posible que ésta se hubiera derrumbado; pero la falta de compasión de la mujer le otorgó fuerzas y le hizo tomar la determinación de no perder el control en su presencia, de no mostrarle nunca sus sentimientos. "Yo dormí en el hielo", pensó Kaede. "La diosa me hablará otra vez. Encontraré la forma de resistir hasta que Takeo venga a buscarme". Kaede sabía que él vendría o moriría en el intento. Cuando ella viera su cadáver, quedaría liberada de la promesa que le había hecho y se uniría a él en las sombras del más allá.

En la distancia, unos perros empezaron a ladrar frenéticamente de forma repentina. Instantes después, un temblor, algo más intenso y prolongado que el del día anterior, agitó la residencia.

Como en otras ocasiones, Kaede se sintió conmocionada y sobrecogida por el hecho de que la tierra pudiera temblar como la pasta de soja recién hecha; ahora también la embargó un sentimiento de alegría al comprobar que nada era definitivo ni inamovible. Nada duraba para siempre, ni siquiera Fujiwara y su casa repleta de tesoros.

Rieko soltó el peine y, no sin dificultad, se puso en pie. Las criadas llegaron corriendo hasta la puerta.

—Vamos fuera, deprisa —gritó entonces Rieko con voz alarmada.

—¿Por qué? —preguntó Kaede—. El terremoto no parece importante.

Rieko ya había huido de la habitación. Kaede escuchó cómo, presa del pánico, daba órdenes a las criadas para que apagasen todas las lámparas. Kaede permaneció inmóvil y escuchó el sonido de pies corriendo, los gritos de los sirvientes, el ladrido de los perros. Tras unos momentos, recogió el peine y terminó de desenredarse el cabello. La cabeza le dolía, por lo que decidió dejarse suelta la larga cabellera.

La túnica con la que la habían vestido parecía adecuada para contemplar la luna, para bañarse en su luz de plata y recordar cómo el astro iba y venía en el firmamento, desaparecía y después regresaba.

Las criadas habían dejado abiertas las puertas que daban a la veranda. Kaede salió al exterior y se arrodilló sobre el suelo de madera al tiempo que miraba hacia la montaña y recordaba que allí se había sentado con Fujiwara, envuelta en pieles de oso, mientras caía la nieve.

Se produjo otro ligero temblor, pero Kaede no sintió miedo. Percibió cómo la montaña se estremecía bajo el cielo color violeta. Las oscuras siluetas de los árboles del jardín se mecían, a pesar de la ausencia de viento; los pájaros, desconcertados, lanzaban sus cantos como si del alba se tratase. Poco a poco, los trinos se fueron amortiguando y los perros dejaron de ladrar. La fina guadaña dorada de la luna nueva pendía del cielo junto al lucero de la tarde, justo por encima de las cumbres. Kaede cerró los ojos.

Olió la fragancia de Fujiwara antes de escucharle. Percibió el sonido de sus pasos, el murmullo de la seda de su manto. Entonces, abrió los ojos.

Fujiwara se quedó de pie a un par de metros de distancia, y le clavaba la vista con aquella mirada extasiada y codiciosa que a Kaede le resultaba tan familiar.

—Señora Shirakawa.

—Señor Fujiwara.

Kaede sostuvo la mirada del noble más tiempo del que debiera y después se inclinó lentamente hasta dar con la frente en el suelo.

Fujiwara salió a la veranda seguido por Mamoru, quien acarreaba alfombras y almohadones. No fue sino hasta que el aristócrata se hubo acomodado que le dio permiso a Kaede para que se incorporase. Luego, alargó la mano y con los dedos rozó la túnica de seda de la joven.

—Es muy favorecedora; pensé que lo sería. Murita se llevó un buen susto cuando llegasteis cabalgando. Estuvo a punto de clavaros una lanza, por error.

Kaede creyó que iba a desmayarse a causa de la cólera que de repente emergió a través de la tranquilidad que las hierbas le habían otorgado. La sola idea de que Fujiwara pudiera aludir de forma tan ligera, bromeando, al asesinato de sus hombres; de Amano, a quien Kaede conocía desde que eran niños...

—¿Cómo osáis a hacerme esto? —estalló. Mamoru, atónito, ahogó un grito—. Me casé hace tres meses con Otori Takeo en Terayama. Mi esposo os castigará...

Kaede se interrumpió e hizo un esfuerzo por recobrar el control sobre sí misma.

—Pensé que disfrutaríamos de la contemplación de la luna antes de conversar —replicó Fujiwara, sin dar respuesta a la forma insultante en la que Kaede se había dirigido a él—. ¿Dónde están vuestras mujeres? ¿Por qué estáis aquí, sola?

—Salieron corriendo cuando la tierra tembló —respondió Kaede.

—¿No os asustasteis?

—No tengo nada de lo que asustarme. Ya nada peor podría sucederme.

—Al parecer, la conversación ha comenzado —dijo el aristócrata—. Mamoru, trae vino y después encárgate de que nadie nos moleste.

Fujiwara, meditabundo, se quedó mirando la luna durante los minutos siguientes, hasta que Mamoru regresó. Cuando el joven se hubo alejado de nuevo a través de las sombras, el noble hizo una seña a Kaede para que sirviera el vino. Bebió y, a continuación, dijo:

—Vuestro matrimonio con la persona que se hace llamar Otori Takeo ha sido anulado. Se llevó a cabo sin autorización y se ha declarado inválido.

—¿Quién dio la orden?

—El señor Arai; vuestro lacayo principal, Shoji, y yo mismo. Los Otori han desheredado a Takeo y han declarado ilegal su adopción. La opinión generalizada era que debíais morir por vuestra desobediencia a Arai y vuestra infidelidad hacia mí, sobre todo una vez que vuestra implicación en la muerte de Ilida se conoció con más detalle.

—Hicimos un acuerdo por el que no confiaríais mis secretos a nadie.

—También teníamos un acuerdo que nos obligaba a contraer matrimonio.

Kaede no podía responder sin insultarle aún más y las palabras de Fujiwara la habían asustado. Era consciente de que el aristócrata podía ordenar su muerte en cualquier momento. Nadie osaría desobedecer tal orden ni a juzgarle después por ella.

Fujiwara prosiguió:

—Sabéis de la alta estima en la que os tengo. Conseguí efectuar una suerte de transacción con Arai. Aceptó perdonaros la vida si me casaba con vos y os mantenía recluida. Apoyaré su causa ante el emperador a su debido tiempo. A cambio, le envié a vuestras hermanas.

—¿Se las entregasteis a Arai? ¿Están en Inuyama?

—Considero que es bastante frecuente entregar mujeres como rehenes —replicó él—. Por cierto, Arai se enfureció cuando cometisteis el atrevimiento de retener al sobrino de Akita. Podría haber sido una buena táctica, pero lo echasteis todo a perder con vuestra precipitada actuación en la primavera. Lo único que conseguisteis fue ofender todavía más al señor Arai y a sus lacayos. Arai os protegió en el pasado. Fue muy irreflexivo por vuestra parte tratarle de manera tan ruin.

—Ahora sé que Shoji me traicionó —dijo Kaede con amargura—. Él nunca debería haber dejado marchar al sobrino de Akita.

—No debéis ser severa con Shoji —Fujiwara hablaba con voz calmada—. Con su forma de actuar buscaba lo mejor para vos y vuestra familia, al igual que todos nosotros. Deseo que nuestro matrimonio se celebre lo antes posible, tal vez antes de que termine la semana. Rieko os instruirá acerca de vuestro atuendo y modo de proceder en el ritual.

Kaede notó que la desesperación caía sobre ella como la red del cazador sobre el ánade salvaje.

—Todos los hombres que se han relacionado conmigo han muerto, excepto mi legítimo marido, e! señor Otori Takeo. ¿No sentís miedo?

—Se dice que mueren aquellos que os desean, y yo nunca he sentido deseo alguno por vos. Tampoco ambiciono más hijos. Nuestro matrimonio se celebrará para salvaros la vida. No llegará a consumarse —Fujiwara bebió otro sorbo de vino y colocó el cuenco en el suelo—. Ahora resultaría apropiado que mostraseis vuestra gratitud.

—¿Pasaré a convertirme en una de vuestras preciadas posesiones?

—Señora Shirakawa, sois una de las escasas personas, y la única mujer, con quienes he compartido mis tesoros. Sabéis que me agrada mantenerlos alejados de los ojos del mundo, aislados, ocultos.

El corazón de Kaede dio un vuelco. Permaneció en silencio.

—Y no abriguéis la esperanza de que Takeo acuda a rescataros. Arai está decidido a castigarle. En estos momentos organiza una campaña en su contra. Los dominios de Maruyama y Shirakawa serán tomados en vuestro nombre y entregados a mí, como esposo vuestro —Fujiwara miró a Kaede con avidez, como si deseara recoger hasta la última gota del sufrimiento de la joven—. El amor de Takeo por vos ha sido su perdición. Morirá antes de la llegada de las nieves.

Kaede había observado a Fujiwara durante los meses del invierno anterior y conocía todas las expresiones de su rostro. A él le agradaba creer que resultaba impasible, que siempre controlaba sus emociones a la perfección; pero Kaede había aprendido a descifrarlas. Percibió el matiz de crueldad en la voz del noble y captó el placer que éste sentía al hablar. En días pasados, había detectado semejante placer cuando Fujiwara mencionaba el nombre de Takeo. Mientras la nieve cubría la tierra con su manto y de los aleros colgaban enormes carámbanos de hielo, Kaede le había desvelado sus secretos y llegó a pensar que Fujiwara se sentía atraído por su amado. Había observado un destello de deseo en sus ojos, la ligera distorsión de los labios, la forma en la que la lengua del noble pronunciaba el nombre del joven con deleite. Ahora Kaede cayó en la cuenta de que Fujiwara deseaba la muerte de Takeo. Le proporcionaría placer y al mismo tiempo le liberaría de su obsesión. Y Kaede no tenía duda de que su propio sufrimiento aumentaría el goce del aristócrata.

En aquel mismo momento, tomó dos decisiones: no compartiría con Fujiwara ningún sentimiento y conservaría su vida a toda costa. Se sometería a la voluntad del noble, de manera que éste no tuviera ninguna excusa para matarla antes de que Takeo acudiera en su busca; pero nunca le daría al aristócrata ni a la malvada mujer que le había asignado la satisfacción de contemplar su profundo sufrimiento.

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