Ambos se negaron en redondo a abandonarme y no disponíamos de tiempo para discutir. Los hombres ya se habían despertado y se encontraban dispuestos para la marcha. Todavía llovía con fuerza, si bien el viento había amainado ligeramente, lo que renovaba mis esperanzas de que lo peor de la tormenta hubiera pasado. Debido a la oscuridad, avanzábamos tan lentos como bueyes. Los hombres situados en la vanguardia acarreaban antorchas que dejaban ver la carretera, pero con frecuencia la lluvia apagaba las llamas. Así, medio a ciegas, fuimos avanzando.
Existen numerosas leyendas de los Otori, muchas baladas y crónicas acerca de sus hazañas, pero ninguna de ellas ha capturado la imaginación en mayor medida que esta huida penosa y desesperada a través de aquel entorno hostil. Éramos jóvenes y contábamos con la energía y la locura propias de nuestra edad. Nos movíamos más deprisa de lo que nadie pudiera haber imaginado en semejantes circunstancias, pero no lo suficiente. Yo siempre cabalgaba en la retaguardia, apremiando a mis hombres hacia delante, sin permitir que ninguno de ellos se quedase atrás. El primer día repelimos dos ataques desde la retaguardia, ganando así un tiempo precioso para que el cuerpo principal de nuestro ejército pudiese avanzar. Entonces tuvimos la impresión de que la persecución había cesado. Imagino que nadie pensó que seguiríamos adelante, pues nos dirigíamos hacia el vórtice de la tormenta.
El temporal nos había facilitado la huida, pero yo sabía que si empeoraba toda esperanza de escapar en barco se desvanecería. En la segunda noche,
Shun
se encontraba tan cansado que apenas podía levantar una pata detrás de otra. A medida que progresábamos fatigosamente, dormitaba sobre su lomo y soñaba que los muertos cabalgaban junto a mí. Escuché que Amano llamaba a Jiro y oí cómo el muchacho respondía entre risas. Entonces tuve la impresión de que Shigeru montaba a mi lado y que yo iba a lomos de
Raku.
Nos dirigíamos al castillo de Hagi, como el día de mi adopción. Vi a Ando, el enemigo de Shigeru, el hombre con un solo brazo, y también escuché las traidoras voces de los señores de los Otori. Volví la cabeza para advertir a Shigeru y le vi tal y como le había visto con vida por última vez, a orillas del río de Inuyama. Sus ojos se mostraban oscurecidos por el dolor y desde la boca le corrían hilos de sangre.
—¿Tienes a
Jato? —
me preguntó en el sueño, como había hecho entonces.
Me desperté de repente. Estaba tan empapado que tuve la sensación de que me había convertido en un espíritu del río y respiraba agua en vez de aire. Delante, mis tropas se movían como fantasmas. Entonces escuché el rumor del oleaje y cuando llegó el alba nos mostró la costa barrida por el viento.
Todas las islas cercanas al litoral quedaban ocultas por densas cortinas de lluvia y la intensidad del viento aumentaba por momentos. Cuando el vendaval chocaba contra los acantilados donde Hajime me había esperado lanzaba espantosos aullidos, como un demonio atormentado. El viento había arrancado dos pinos, que yacían de un lado a otro de la carretera. Tuvimos que levantarlos y apartarlos del camino para que los caballos pudieran pasar.
Me adelanté hasta la vanguardia para dirigir a mis tropas hasta el templo de Katte Jinja. Uno de los edificios había perdido la techumbre y la paja formaba remolinos en el jardín. El caballo de Makoto estaba allí atado con una correa, de espaldas al viento y con la cabeza agachada, junto a otro corcel que no reconocí. El propio Makoto se encontraba en el interior, en la sala principal, junto a Ryoma.
Antes de que ellos articularan palabra, supe que no había esperanzas. De hecho, me sorprendía que Makoto hubiera logrado llegar hasta allí y parecía un milagro que hubiese conseguido encontrar a Ryoma. Abracé a ambos, profundamente agradecido por su lealtad. Más tarde me enteré de que Fumio había ordenado a Ryoma que acudiese al templo y me esperase con el mensaje de que se encontrarían conmigo en cuanto el estado del tiempo mejorase.
No habíamos fallado por falta de previsión, de valentía ni de resistencia; nos habían derrotado los elementos, las grandes fuerzas de la naturaleza, el propio destino.
—Jo—An está aquí —dijo Makoto—. Tomó uno de los caballos sin jinete en el campo de batalla y me siguió.
Yo apenas había pensado en Jo—An durante nuestra huida hacia la costa, pero no me sorprendió que estuviera allí. Era como si hubiera dado por sentado que el paria iba a presentarse otra vez, de esa forma casi sobrenatural en la que solía; aparecer en mi vida. Pero en aquel preciso momento no quise hablar sobre él. Estaba demasiado exhausto para pensaren nada que no fuera poner a los hombres al abrigo de los diversos edificios del templo, proteger a los caballos en la medida de lo posible y salvar lo que quedase de nuestras empapadas provisiones. Después, no podíamos hacer más que esperara que el tifón remitiese.
Duró dos días. Me desperté en la noche del segundo; día y caí en la cuenta de que era el silencio lo que me había despertado. El viento había cesado y, aunque el agua aún goteaba de los aleros, ya no llovía. A mi alrededor, los hombres dormían profundamente. Me levanté y salí al jardín. Las estrellas relucían como lámparas y el aire era limpio y frío. Me dispuse a comprobar el estado de los caballos. Los guardias me saludaron en voz baja.
—El tiempo ha mejorado —dijo uno de ellos con alegría.
Pero pensé que ya era demasiado tarde.
Me dirigí caminando al viejo cementerio. Jo—An apareció como un fantasma en el jardín arruinado y me escrutó la cara.
—¿Estás bien, señor?
—Tengo que decidir si actuar o no como un guerrero —repliqué yo.
—Deberías dar gracias a Dios —respondió él—. Ahora que ha pasado la batalla que tenías que perder, ganarás las demás.
Yo le había dicho lo mismo a Makoto, pero entonces el viento y la lluvia no habían acabado todavía conmigo.
—Un auténtico guerrero se clavaría el cuchillo en el vientre —dije yo, pensando en alto.
—Tu vida no te pertenece, no te está permitido acabar con ella. Dios tiene otros planes para ti.
—Si no acabo con mi vida, tendré que rendirme a Arai. Le tengo pisándome los talones y no existe posibilidad alguna de que los Terada puedan alcanzarnos antes que él.
La noche era hermosa. Escuché el rumor amortiguado de las alas de una lechuza y el croar de una rana desde el estanque. El estrépito de las olas contra los guijarros de la playa iba disminuyendo.
—¿Qué harás ahora, Jo—An? ¿Volverás a Maruyama?
Abrigaba la improbable esperanza de que los parias fueran tratados adecuadamente una vez que yo ya no estuviera allí para protegerlos. Con el país en guerra, la posición de la más ínfima de las castas sería más vulnerable que nunca; serían tratados como chivos expiatorios, denunciados por los aldeanos, perseguidos por los guerreros. Entonces, Jo—An dijo:
—Me siento muy próximo a Dios. Creo que pronto me llamará a su presencia —no supe qué responder ante sus palabras, y Jo—An prosiguió—: Liberaste a mi hermano de su sufrimiento en Yamagata. Si llegara el momento, ¿harías lo mismo por mí?
—No digas eso —repliqué yo—. Me has salvado la vida, ¿cómo puedes pedirme que te arrebate la tuya?
—Dime, ¿lo harías? No temo la muerte, lo que temo es el dolor.
—Regresa a Maruyama —le apremié—. Llévate el caballo en el que viniste y mantente alejado de las carreteras. Si me es posible, enviaré a buscarte; pero ya sabes que, posiblemente, Arai me matará. No creo que volvamos a vemos.
Jo—An me mostró una de sus fugaces sonrisas.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí —añadí.
—Todo lo que ha sucedido formaba parte del plan de Dios. Es al Secreto a quien debes dar las gracias.
Caminé junto a Jo—An hasta las hileras de caballos y hablé con los centinelas, quienes observaron, atónitos, cómo yo desataba las riendas de uno de los animales y Jo—An lo montaba de un salto.
Una vez que el paria hubo desaparecido entre las sombras, me tumbé de nuevo, mas no logré conciliar el sueño. Pensé en Kaede, en cuánto la amaba. Medité sobre mi extraordinaria vida. Me alegraba de haber vivido de aquella manera, a pesar de mis errores. Sólo lamentaba la pérdida de quienes habían muerto antes que yo. La madrugada llegó y me pareció la más brillante y hermosa que jamás había presenciado. Me lavé y me arreglé el cabello lo mejor que pude y, cuando mis desaliñadas tropas despertaron, ordené que hicieran lo mismo. Llamé a Ryoma, le di las gracias por sus servicios y le pedí que esperase allí al menos hasta que se enterase de mi muerte. Después, debía acudir a Oshima para comunicarle la noticia a Fumio. A continuación, reuní a los hombres y les dije:
—Voy a rendirme al señor Arai. A cambio, tengo te confianza de que os perdonará la vida y os aceptará a su servicio. Os doy gracias por vuestra fidelidad. Ningún señor ha sido mejor servido que yo.
Les pedí que esperaran en el templo, a las órdenes de sus respectivos capitanes, e invité a Makoto, Sakai e Hiroshi a que me acompañaran. Makoto portaba el estandarte de los Otori, y Sakai, el de Maruyama; ambas banderolas estaban rasgadas y manchadas de barro. Los caballos, rígidos por el frío, avanzaban con lentitud; pero a medida que cabalgábamos el sol salió y calentó ligeramente a los animales. Una bandada de patos salvajes atravesó el firmamento y un ciervo baló desde el bosque. A través del mar se divisaban las nubes que coronaban la isla de Oshima; por lo demás, el cielo se encontraba despejado y mostraba un intenso tono azul.
Pasamos junto a los pinos caídos. La tempestad había reblandecido el terreno y había minado el acantilado donde Hajime se hubiera apostado. Las rocas se habían despeñado por un pequeño declive y, a medida que los caballos avanzaban con precaución para sortearlas, me vino a la memoria el joven luchador. Si su flecha hubiese alcanzado el objetivo previsto, Jiro seguiría con vida, al igual que muchos otros. Me acordé del cadáver de Hajime, tumbado, sin enterrar, no lejos de allí; pronto obtendría su venganza.
No habíamos llegado lejos cuando escuché por delante el estruendo de cascos de caballo. Levanté una mano y los cuatro nos detuvimos. Los jinetes se acercaban al trote; era un grupo de unos cien. Dos de ellos, situados a la cabeza, portaban sendos estandartes con el blasón de Arai. Al vernos en la carretera, pararon en seco.
El capitán cabalgó hacia delante. Portaba coraza completa y el intrincado yelmo estaba rematado con una cornamenta de ciervo.
Me sentí agradecido por la calidez del sol, pues como no sentía frío pude expresarme con firmeza:
—Soy Otori Takeo. Éste es Sugita Hiroshi, sobrino del señor Sugita, de Maruyama. Os pido que le perdonéis la vida y le permitáis regresar a salvo al clan del que procede. Sakai Masaki es su primo y le acompañará.
Hiroshi permaneció en silencio. Me sentí orgulloso de él.
El capitán del pelotón inclinó la cabeza ligeramente, lo que tomé como señal de consentimiento.
—Soy Akita Tsutomu —dijo él—. Tengo orden de llevar al señor Otori a la presencia del señor Arai. Desea conversar con vos.
—Estoy dispuesto a rendirme al señor Arai —repliqué— con la condición de que perdone la vida a mis hombres y los acoja a su servicio.
—Pueden acompañaros si lo hacen de forma pacífica.
—Enviad a varios de vuestros hombres con Kubo Makoto —dije yo—. Él les pedirá que se rindan sin mostrar oposición. ¿Dónde está su señoría?
—No lejos de aquí. Nos instalamos en Shuho en espera de que el tifón remitiese.
Makoto partió con la mayoría de los guerreros en dirección al templo. Mientras tanto Sakai, Hiroshi y yo, en silencio, emprendimos la marcha junto a Akita.
La primavera había dado paso al verano; la siembra había finalizado. Comenzaron las lluvias de la ciruela. Las semillas crecieron y los campos de cultivo adquirieron un brillante color verde. El estado del tiempo mantenía a Shizuka en el interior de la casa, desde donde observaba cómo el agua caía de los aleros mientras ella ayudaba a su abuela a trenzar sandalias y capas para la lluvia con la paja de arroz y a cuidar de los gusanos de seda, protegidos de la humedad en el desván.
A veces se dirigía al cobertizo de los telares y pasaba allí una hora o dos. En la casa, siempre había trabajo por hacer: coser, teñir, preparar conservas, cocinar... Aquellas labores domésticas proporcionaban a Shizuka un sentimiento de tranquilidad. Aunque se sentía aliviada por haber dejado a un lado su vida anterior y le agradaba encontrarse junto a sus parientes y sus hijos, a menudo la embargaba el desaliento. Nunca había sido temerosa, pero ahora la intranquilidad la asediaba. Descansaba mal y se despertaba ante el sonido más insignificante; cuando lograba quedarse dormida, los muertos aparecían en sus sueños.
El padre de Kaede acudía a ella con frecuencia y le clavaba sus ojos vacíos. Shizuka solía acudir al santuario a realizar ofrendas con la esperanza de aplacar el espíritu de Shirakawa; pero las pesadillas no cesaban. Añoraba a Kaede y a Ishida, y anhelaba que Kondo retornara con noticias sobre ellos; pero, al mismo tiempo, temía su regreso.
Las lluvias terminaron y llegaron los húmedos días de la mitad del verano. Los melones y pepinos maduraron y las mujeres de la casa los encurtieron con sal y hierbas silvestres. A menudo, Shizuka recorría las montañas en busca de setas, artemisa para elaborar moxa o granza, y consuelda para fabricar los tintes. También recolectaba otras plantas más letales con las que Kenji preparaba veneno.
Shizuka observaba a sus hijos y a otros niños mientras realizaban su entrenamiento y se maravillaba al ver cómo las dotes extraordinarias de la Tribu empezaban a aflorar en ellos. Desaparecían y volvían a aparecer ante su vista, y a veces se apreciaba la imagen trémula y borrosa de los pequeños a medida que aprendían a desdoblarse en dos cuerpos.
Zenko, el mayor de sus hijos, gozaba de menos poderes que su hermano. Sólo le restaba un año para convertirse en un hombre y sus dotes deberían haber surgido hacía tiempo. Pero Shizuka se daba cuenta de que su primogénito estaba más interesado en los caballos y en el arte de la espada; sin duda, se parecía a su padre. Shizuka se preguntaba si Arai querría hacerse cargo de él o si, por el contrario, intentaría proteger a su hijo legítimo librándose del que no lo era.
Zenko la preocupaba en mayor medida que Taku. Ya se apreciaba que el menor de los hermanos iba a contar con poderes sobresalientes; permanecería en la Tribu y alcanzaría una posición privilegiada. Kenji no contaba con hijos varones, por lo que Taku podría llegar a convertirse algún día en el maestro de la familia Muto. Su talento era precoz; conseguía la invisibilidad con notable desenvoltura y su agudeza de oído resultaba extraordinaria. Con la llegada de la pubertad, podría llegar a ser como Takeo. Al igual que su madre, Taku era ágil y flexible; lograba replegarse e introducirse en los espacios más reducidos y permanecer allí oculto durante horas. Le gustaba hacer trucos a las criadas, escondiéndose en un barril de encurtidos vacío o en una cesta de bambú y dando un salto repentino para asustarlas, como el
tanuki
travieso de los cuentos tradicionales.