—¿Quién es? —preguntó Kaede en voz baja.
—Ichiro, mi maestro en Hagi; también fue precepto de Shigeru.
Me sentía tan compungido que fui incapaz de proseguir. Los ojos se me cuajaron de lágrimas mientras me venía a la mente nuestro último encuentro. Ojalá le hubiera demostrado entonces todo mi respeto y agradecimiento. Me pregunté cómo habría muerto; ¿habría sido su muerte lenta y humillante? Deseé que aquellos ojos se abrieran, que aquellos labios inertes hablaran. ¡Cuan irrecuperables son los muertos! ¡Qué alejados se encuentran de nosotros...! Incluso cuando sus espíritus regresan, nunca hacen mención a sus propias muertes.
Yo nací y fui educado entre los Ocultos, quienes creen que sólo aquellos que siguen los mandamientos del dios secreto se encontrarán de nuevo en la otra vida, mientras todos los demás se consumirán en las llamas del infierno. No sabía yo a ciencia cierta si mi padre adoptivo había compartido tales creencias. Sin duda, estaba familiarizado con las enseñanzas de los Ocultos, ya que entonó sus oraciones a la hora de morir y también mencionó el nombre del Iluminado. Ichiro, su consejero y lacayo principal, nunca había mostrado señal alguna al respecto; más bien parecía contrario a los seguidores del Secreto. Desde mi llegada a Hagi, Ichiro había sospechado que Shigeru me había rescatado de la persecución que sufrían los Ocultos por parte del señor Iida Sadamu, y me había observado como un cormorán en busca de algún gesto que me delatara.
Yo ya no seguía las enseñanzas de mi niñez y me resultaba imposible creer que un hombre de la integridad y fidelidad de Ichiro fuera a arder en el infierno. Me sentía indignado ante la injusticia de aquel asesinato y caí en la cuenta de que tenía otra muerte más que vengar.
—Pagaron por ello con sus vidas —indicó Kaede—. ¿Por qué matar a un anciano y tomarse la molestia de acudir hasta el templo para entregarte su cabeza? —prosiguió, mientras lavaba los últimos restos de sangre y envolvía la cabeza en un paño blanco.
—Imagino que los señores de los Otori quieren provocar mi salida del templo —repliqué—. No desean atacar Terayama; de hacerlo, se toparían con los soldados de Arai. Supongo que abrigan la esperanza de hacerme llegar hasta la frontera para enfrentarse allí conmigo.
Yo deseaba aquel encuentro para castigarlos de una vez por todas. Las muertes de los guerreros habían calmado momentáneamente mi cólera, pero notaba que ésta aún bullía en lo más profundo de mi corazón. Sin embargo, tenía que ser paciente: mi estrategia consistía en desplazarme a Maruyama en primer lugar y fortalecer allí mis tropas. Nadie iba a impedir que continuara con mis planes.
Hice una reverencia hasta tocar la hierba con la frente, en señal de despedida a mi maestro. Manami llegó desde los aposentos de invitados y se arrodilló a nuestras espaldas, a cierta distancia.
—Señora, he traído una caja —susurró.
—Dámela —ordenó Kaede.
Era una caja pequeña, elaborada con ramas de sauce y tiras de cuero teñidas de rojo. La tomó en sus manos y, al abrirla, surgió un intenso olor a aloe. Kaede introdujo en su interior el bulto envuelto en el paño blanco y colocó las flores de aloe a su alrededor. Entonces, puso la caja sobre el suelo y los tres hicimos otra reverencia en memoria de Ichiro.
Una curruca entonó su canto de primavera y un cuco respondió desde las profundidades del bosque; era el primero del año.
Celebramos los ritos funerarios al día siguiente y enterramos la cabeza de Ichiro al lado de la tumba de Shigeru Ordené que se erigiera una lápida para mi antiguo preceptor. Me encontraba ansioso por saber qué habría sido de la anciana Chiyo y de los demás sirvientes de la casa de Hagi. me atormentaba la idea de que la vivienda ya no existiera, que hubiera sido arrasada por el fuego. Me vinieron a la mente el pabellón del té, la sala de la planta superior —donde con tanta frecuencia nos habíamos sentado a contemplar el jardin— y el suelo de ruiseñor, tal vez ahora destruido y su canto silenciado para siempre. Sentí deseos de salir corriendo hacia Hagi para reclamar mi herencia antes de que me fuera arrebatada, pero sabía que eso era precisamente lo que los Otori deseaban.
En el enfrentamiento a las puertas del templo, cinco campesinos habían perdido la vida en el acto; otros dos murieron más tarde. Dos de los caballos habían sido heridos y Amano los mató para evitarles mayores sufrimientos; los otros dos resultaron ¡lesos. Uno de éstos me gustaba en especial; se trataba de un hermoso semental negro que me recordaba a
Kyu,
el caballo de Shigeru; tal vez fuese hijo de la misma yegua. Ante la insistencia de Makoto, también celebramos los funerales de los guerreros con todos los ritos habituales, y rezamos para que sus espíritus, ofendidos ante una muerte tan innoble, no permanecieran entre nosotros para perseguirnos.
Aquel atardecer el abad se acercó al pabellón de invitados y estuvimos conversando hasta bien entrada la noche. Makoto y Miyoshi Kahei, uno de mis aliados y amigos procedentes de Hagi, se encontraban con nosotros. En cambio Gemba, el hermano menor de Kahei, había sido enviado a Maruyama para comunicar a Sugita Haruki, el lacayo principal, nuestra inminente partida. El invierno anterior, Sugita le había asegurado a Kaede que apoyaba su reclamación del dominio. Kaede no se reunió con nosotros —por varias razones; entre otras, porque ella y Makoto no se encontraban a gusto uno en presencia del otro y Kaede le evitaba siempre que le resultaba posible—, pero yo le había pedido previamente que se sentara tras la mampara para escuchar la conversación, pues deseaba conocer su opinión al respecto. En el breve periodo transcurrido desde nuestro matrimonio, había llegado a hablar con mi esposa como nunca antes lo hiciera con nadie. Había pasado tanto tiempo de mi vida en silencio que no me cansaba de compartir mis pensamientos con ella. Me fiaba de su juicio y su sabiduría.
—De modo que ahora estás en guerra —aseguró el abad—, y tu ejército ya ha tenido ocasión de enfrentarse a la primera escaramuza.
—¿Ejército? —se asombró Makoto—. Más bien una turba de campesinos... ¿Cómo vas a castigarlos?
—¿A qué te refieres? —repliqué.
—A los granjeros no les está permitido matar a los guerreros —explicó Makoto—. Cualquier otro en tu situación los castigaría con crueldad. Serían crucificados, hervidos en aceite, quizá desollados vivos.
—Lo serán si los Otori los atrapan —masculló Kahei.
—Lucharon en mi nombre —tercié yo. En mi fuero interno, consideraba que los guerreros merecían aquel final ignominioso, aunque lamentaba no haberlos matado con mis propias manos—. No pienso castigarlos. En realidad me preocupa cómo protegerlos.
—Acabas de abrir la jaula de un ogro —sentenció Makoto—. Esperemos que consigas detenerlo.
El abad bajó la vista hasta el cuenco de vino que sujetaba en las manos y sonrió. Durante todo el invierno me había instruido en el arte de la estrategia y conocía mis sentimientos con respecto a los campesinos, porque yo le había relatado mis teorías sobre la toma de Yamagata y otras campañas militares.
—Los Otori quieren provocarme para que abandone el templo —le expliqué, al igual que había hecho antes con Kaede.
—Es cierto, no debes caer en esa tentación —replicó Makoto—. Como es natural, tu primer instinto es el ansia de venganza; pero, aunque derrotaras a su ejército en una confrontación, se batirían en retirada y regresarían a Hagi. Un asedio prolongado sería un desastre. La ciudad es prácticamente inexpugnable y antes o después tendrías que enfrentarte con las fuerzas de Arai a tu retaguardia.
Arai Daiichi era el señor de la guerra procedente de Kumamoto que había aprovechado el derrocamiento de los Tohan para hacerse con el control de los Tres Países. Estaba furioso conmigo a causa de mi desaparición junto a la Tribu el año anterior; aparte de eso, mi matrimonio con Kaede le habría enfurecido aún más. Arai contaba con un inmenso ejército y yo no deseaba enfrentarme a él antes de fortalecer mis tropas.
—Por tanto, primero tenemos que ir a Maruyama, tal y como hemos planeado. Pero, si dejo el templo sin protección, los monjes y las gentes de la comarca pueden sufrir el castigo de los Otori —me lamenté.
—Podemos traer al templo a muchos hombres —rebatió el abad—. Tenemos armas y provisiones suficientes para defendernos de los Otori en caso de ataque, aunque personalmente no creo que llegue a producirse. Arai y sus aliados no renunciarán a Yamagata sin una lucha prolongada y muchos miembros de los Otori serían reacios a destruir este templo, lugar sagrado para el clan. En todo caso, estarán más preocupados por perseguirte a ti —Matsuda hizo una pausa; tras unos instantes, añadió con cierto matiz de reproche—: A la hora de librar una guerra hay que estar preparado para el sacrificio. Parte de tus hombres morirán en combate; si pierdes, muchos de ellos y tú mismo seréis asesinados de la forma más cruel. Los Otori no reconocen tu adopción, desconocen tu linaje; por lo que a ellos concierne, tan sólo eres un impostor, no perteneces a su clase. Por otra parte, tampoco puedes negarte al enfrentamiento, porque muchos morirían como resultado de tu decisión. ¡Hasta tus campesinos lo saben! Siete de ellos han muerto hoy, pero los que han sobrevivido no están tristes. Celebran su victoria sobre quienes te insultaron.
—Lo sé —dije, y miré fugazmente a Makoto.
Éste apretaba los labios con fuerza y, aunque su rostro no mostraba expresión alguna, yo percibía su desaprobación. Una vez más, tomé conciencia de mi debilidad como caudillo. Temía que Makoto y Kahei, criados según la tradición de la casta de los guerreros, llegasen a despreciarme.
—Nos unimos a ti por decisión propia, Takeo —continuó el abad—, debido a nuestra lealtad hacia Shigeru y porque consideramos que tu causa es justa.
Incliné la cabeza como señal de que aceptaba sus palabras de amonestación y juré que Matsuda nunca más se vería en la necesidad de hablarme de aquella forma.
—Pasado mañana partiremos hacia Maruyama.
—Makoto viajará con vosotros —informó Matsuda—. Como sabes, ha hecho de tu causa la suya.
Los labios de Makoto se curvaron ligeramente mientras aprobaba con la cabeza.
* * *
Más tarde, sobre la segunda mitad de la hora de la Rata, me encontraba a punto de acostarme junto a Kaede cuando escuché voces que provenían del exterior. Momentos después, Manami nos llamó para comunicarnos que un monje procedente de la garita de los guardias había llegado con un mensaje.
—Tenemos un prisionero —me informó cuando salí a encontrarme con él—. Le descubrieron escondido tras los arbustos situados al otro lado de las puertas del templo. Los guardias le persiguieron y le habrían matado allí mismo de no ser porque mencionó tu nombre y aseguró que era de los tuyos.
—Iré a hablar con él —repliqué, al tiempo que recogía a
Jato
.
Sospechaba que se trataba de Jo—An, el paria. Me había visto en Yamagata cuando, por medio de la muerte, libere a su hermano y a otros miembros de los Ocultos. Fue Jo—An quien me otorgó el apelativo de Ángel de Yamagata. Más tarde, el invierno anterior, me salvó la vida en mi desesperado viaje hacia Terayama. Le había dicho que enviaría a buscarle en la primavera y que debería esperar a tener noticias mías, pero él siempre actuaba de manera impredecible, por lo general en respuesta a los mandatos que, según decía, le imponía la voz del dios secreto.
Era una noche cálida y en el aire se apreciaba una humedad más propia del verano. Una lechuza ululaba desde el bosque de cedros. Jo—An estaba tumbado sobre el suelo, delante de las puertas del templo. Le habían amarrado toscamente, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y las manos atadas a la espalda. Tenía el rostro sucio y manchado de sangre; el cabello, enmarañado. Movía los labios levemente, mientras rezaba en silencio. Dos monjes le observaban desde una prudente distancia con expresión de desprecio.
Mencioné su nombre y, cuando abrió los ojos, percibí en ellos un destello de alivio. Al intentar ponerse de rodillas cayó hacia delante; al tener las manos atadas, la cara le golpeó contra el suelo.
—Desatadle —ordené.
Uno de los monjes advirtió:
—Es un paria. No debemos tocarle.
—Si es así, ¿quién le ha atado?
—En ese momento aún no nos habíamos dado cuenta —respondió el otro monje.
—Podéis limpiaros más tarde si lo deseáis. Este hombre me salvó la vida. ¡Desatadle!
De mala gana, se acercaron a Jo—An, le incorporaron y desataron las cuerdas. El paria se arrastró hacia delante y se postró a mis pies.
—Incorpórate, Jo—An —le pedí—. ¿Qué haces aquí?
Te dije que mandaría a buscarte. Tienes suerte de que no te hayan matado... ¡Cómo se te ocurre aparecer en el templo de forma tan inesperada!
La última vez que había visto a Jo—An, mis ropas eran casi tan andrajosas como las que él llevaba ahora; entonces yo era un fugitivo, agotado y hambriento. De repente, tomé conciencia de mi lujosa túnica; de mi cabello, peinado al estilo de los guerreros; del sable bajo mi cinturón. Sabía que los monjes quedarían conmocionados al verme hablar con un paria. Una parte de mí se vio tentada a hacer que le expulsaran del templo, a negar que existiese relación alguna entre nosotros y, de esa forma, apartarle de mí. Si yo daba aquella orden a los guardias, le matarían de inmediato. No fui capaz. Jo—An me había salvado la vida; además, en honor a los lazos que nos unían —ambos procedíamos de los Ocultos—, no podía tratarle como a un paria, sino como a un hombre.
—Nadie me matará hasta que el Secreto me reclame —murmuró Jo—An, mientras levantaba los ojos y me miraba—. Hasta ese momento, mi vida te pertenece.
Sólo nos iluminaba la débil luz de la lámpara que un monje había traído de la garita, pero observé que los ojos de Jo—An ardían como brasas. Me pregunté, como otras tantas veces, si realmente estaba vivo, si acaso procedía del mundo de los muertos.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Tengo algo muy importante que decirte. Te alegrarás de que haya venido.
Los monjes se habían apartado para no contaminarse ante la presencia del paria, pero podían oírnos desde donde se hallaban.
—Tengo que hablar con este hombre —les comuniqué—. ¿Dónde podemos ir?
Los monjes se miraron el uno al otro con expresión de angustia, y el más mayor de ellos sugirió:
—¿Tal vez el pabellón del jardín?
—No hace falta que me acompañéis.