Yo había perdido por completo el sentido del tiempo. Debía de ser alrededor del mediodía. Mientras comíamos, la temperatura empezó a descender mientras un viento cortante llegaba desde el noroeste. El frío repentino provocó que Arai decidiera pasar a la acción. Resolvió partir con la primera luz del día siguiente, encontrarse con el resto de su ejército y marchar cuanto antes hacia Hagi. Yo llevaría a mis hombres de regreso a la costa con el fin de establecer contacto con Terada y realizar las disposiciones necesarias para el ataque por mar.
Concertamos que la batalla tendría lugar en la siguiente luna llena, la del décimo mes. Si para entonces yo no hubiera logrado realizar mi travesía por mar, Arai abandonaría la campaña para después consolidar el territorio que había conquistado hasta entonces y, más tarde, retirarse a Inuyama, donde yo me uniría a él. Ninguno de nosotros dio mucho crédito al segundo plan. Estábamos decididos a conseguir nuestro objetivo antes de la llegada del invierno.
Kahei fue llamado a mi presencia y nos saludamos con alegría, pues ambos habíamos temido no volver a vernos. Decidí que, ya que no podía llevar a todos mis hombres por mar, les permitiría descansar un día o dos antes de enviarlos hacia el este, al mando de Kahei. Recordé que éste me había hablado de su escasa experiencia en la navegación por el mar.
Una vez reunidos, Kahei y yo nos encargamos de organizar asuntos tales como el acuartelamiento y el alimento de las tropas en aquella comarca, cuya situación de por sí era lamentable. Noté algo en su mirada —tal vez lástima, o acaso compasión—, pero no quise hablarle de mis sentimientos, no deseaba compartirlos con nadie. Para cuando todo hubo estado dispuesto de la mejor manera posible y regresé al lago, ya era media tarde. Los restos mortales de Jo—An habían desaparecido. Tampoco estaban allí los demás prisioneros, ya ejecutados y enterrados con poca ceremonia. Me pregunté quién les habría dado entierro. Jo—An me había acompañado para enterrar a los muertos, pero ¿quién haría lo mismo por él?
Al pasar junto a las filas de caballos, decidí comprobar el estado de mis monturas. Allí estaban Sakai e Hiroshi dando de comer a los animales, satisfechos por poder disfrutar de un día más de descanso.
—Quizá debieras partir junto al señor Arai mañana —le dije a Sakai—. Ahora estamos en el mismo bando que Maruyama; puedes llevar a Hiroshi a casa.
—Perdonadme, señor Otori —replicó él—, pero preferiría quedarme a vuestro lado.
—Los caballos ya se han acostumbrado a nosotros —intervino Hiroshi, dando una palmada al cuello corto y musculoso de
Shun
mientras que el animal comía con deleite—. No me enviéis de vuelta, os lo ruego.
Yo me encontraba demasiado cansado para discutir; además, prefería mantener a mi caballo y al niño bajo el cuidado de mis hombres. Me despedí de ellos y me encaminé hacia el templo, pues sentía que tenía que meditar sobre la muerte de Jo—An y el papel que yo había jugado en ella.
Me enjuagué la boca y las manos en el aljibe, imploré ser purificado de la contaminación de la muerte y solicité la bendición de la diosa.
Me senté durante un rato mientras el sol se ocultaba tras los cedros y contemplé el asombroso tono azul del lago. Pequeños peces plateados nadaban en las zonas poco profundas y una garza llegó agitando sus grandes alas grises en busca de alimento. Permaneció en pie, paciente y silenciosa, con la cabeza ladeada y los ojos negros, inmóviles. Entonces, clavó el pico en el agua. El pececillo se retorció brevemente antes de desaparecer.
El humo de las hogueras se elevaba en el aire, mezclándose con la bruma que surgía de las aguas del lago. Las primeras estrellas aparecían en el firmamento, que recordaba a la seda color gris perla. No habría luna aquella noche. El viento tenía el sabor del invierno. El pueblo entonaba la melodía del atardecer, cuando los hombres eran alimentados por sus mujeres; el olor a comida llegó hasta mí.
No tenía apetito; de hecho, casi todo el día había sentido náuseas. Me había forzado a comer y beber con los hombres de Arai y sabía que pronto debería unirme a ellos de nuevo para seguir brindando por nuestra victoria compartida. Pero retrasaba el momento y seguía contemplando el lago a medida que iba perdiendo su color y se tornaba tan gris como el cielo.
La garza, más sabia que yo, alzó el vuelo con un batir de alas para emprender el regreso a casa.
A medida que caía la oscuridad, conseguí pensaren Jo—An sin sentirme culpable. Me preguntaba si su alma estaría con su dios, con el Secreto que todo lo ve y a todos nos juzga. Yo no creía en la existencia de una deidad semejante. Si existía en realidad, ¿por qué abandonaba a sus seguidores? ¿Por qué permitía que los Ocultos sufrieran semejante persecución? De ser cierta su existencia, seguro que para entonces yo ya estaba condenado.
"Tu vida ha quedado al descubierto y ya no te pertenece". Jo—An había creído en la profecía. "La paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre". A pesar de la doctrina de los Ocultos, que prohibía matar, Jo—An lo había sabido y lo había aceptado. Yo estaba más decidido que nunca a traer aquella paz, de tal manera que su sangre derramada por mi culpa no fuera desperdiciada.
Me dije que no era conveniente seguir allí sentado, sumido en mis pensamientos, y me disponía a levantarme cuando escuché la voz de Makoto en la distancia. Alguien respondió y entendí que se trataba de Shiro. En una de esas pasadas que juega la memoria, me había olvidado por completo de haberle visto con anterioridad. Mi encuentro con Arai y los acontecimientos posteriores habían arrojado una gruesa capa sobre mi retentiva. Ahora el recuerdo volvió a mí y pude reconocer su voz gritando mi nombre y el silencio que había caído sobre el pueblo cuando atravesé a caballo la calle principal.
Makoto me llamó:
—¡Takeo! Este hombre te buscaba. Quiere que vayas a su casa.
Shiro mostró una amplia sonrisa.
—Sólo hemos reparado la mitad del tejado, pero tenemos comida de sobra y leña para el fuego. Sería un honor.
Me sentí agradecido a Shiro y pensé que su espontaneidad y su sentido práctico de la vida eran justo lo que yo necesitaba.
Makoto me preguntó en voz baja:
—¿Te encuentras bien?
Yo me limité a asentir, pues de repente temí que la voz se me quebrara.
—Siento mucho la muerte de Jo—An —dijo Makoto.
Era la segunda vez que mencionaba el nombre del paria.
—No merecía morir—repliqué.
—Tal vez fue más de lo que merecía: una muerte rápida a tus manos. Podría haber sido mucho peor.
—No hablemos de ello, ya ha pasado.
Me volví hacia Shiro y le pregunté cuándo había abandonado Hagi.
—Hace más de un año —respondió—. La muerte del señor Shigeru fue un duro golpe para mí, y no deseaba servir a los Otori una vez que él y tú os habíais marchado. Éste es mi pueblo natal; fui a Hagi como aprendiz cuando tenía diez años, hace más de treinta.
—Me sorprende mucho que te dejaran marchar —comenté yo.
En efecto, los maestros carpinteros de la calidad de Shiro solían ser muy valorados y los clanes solían retenerlos celosamente.
—Les pagué —replicó Shiro entre risas—. El feudo no dispone de dinero; permiten a cualquiera marcharse siempre que les dé suficientes monedas a cambio.
—¿No tienen dinero? —pregunté sorprendido—. ¡Pero si el clan de los Otori era uno de los más ricos de los Tres Países! ¿Qué ha ocurrido?
—La guerra, la mala administración, la ambición... Los piratas tampoco han sido de gran ayuda y el comercio por mar se encuentra paralizado.
—La situación nos favorece —opinó Makoto—. ¿Pueden permitirse mantener un ejército?
—A duras penas —respondió Shiro—. Los hombres están bien equipados; casi todo el capital del feudo se ha invertido en corazas y armas. Pero siempre falta comida y los impuestos son altísimos. Entre la población reina el descontento. Si el señor Takeo regresa a Hagi, calculo que la mitad del ejército se unirá a él.
—¿Se sabe allí que tengo planes para regresar? —pregunté.
Me hubiera gustado estar al corriente de cuántos espías trabajaban para los Otori y de lo que la noticia de la nueva alianza tardaría en llegarles. Aunque yo ya no pudiera contratar a la Tribu, sin duda los Kikuta trabajarían para los señores de los Otori sin cobrarles nada.
—Todos confían en tu regreso —replicó Shiro—. Ya que el señor Arai no te quitó la vida, como todos pensábamos que haría...
—¡Yo también lo creía! —exclamó Makoto—. A mi llegada al pueblo pensé que era la última vez que te vería.
Shiro desvió la mirada hacia el tranquilo lago, ya totalmente gris bajo la mortecina luz.
—El agua se habría teñido de rojo —dijo con calma—. Había más de un arquero con su arma apuntando al señor Arai.
—No digas eso —le advertí—, ahora somos aliados.
Le he reconocido como mi señor.
—Tal vez —gruñó Shiro—, pero no fue Arai quien escaló los muros del castillo de Inuyama para vengar al señor Shigeru.
Shiro y su familia —su esposa, dos hijas y los maridos de éstas— nos acomodaron en la zona de la casa recién reparada. Cenamos juntos y después, con Makoto, me dirigí al templo a beber vino con Arai. El ambiente era animado, incluso bullicioso; mi nuevo aliado estaba convencido de que el último baluarte de oposición estaba a punto de caer.
¿Qué ocurriría después? Yo no quería pensar detenidamente acerca del futuro. Arai deseaba verme instalado en Hagi, donde yo llevaría a los Otori a una alianza con él y los tíos de Shigeru serían convenientemente castigados. Pero yo aún abrigaba la esperanza de recuperar a mi esposa y, si es que estaba destinado a gobernar de costa a costa, en algún momento tendría que enfrentarme con Arai en combate. Y, sin embargo, le había jurado mi fidelidad...
Bebí sin medida, agradecido por el consuelo que el vino me otorgaba y confiando en que me entumeciera los sentidos por un tiempo.
La noche fue corta. Antes de la madrugada, las primeras tropas de Arai empezaron a prepararse para el largo viaje. Para cuando llegó la hora del Dragón ya había partido todo el ejército, y el pueblo se sumió en el silencio hasta que el sonido de las reparaciones comenzó de nuevo. Sakai e Hiroshi habían pasado la noche sin separarse de los caballos. Por fortuna, puesto que Hiroshi, indignado, fue testigo de cómo dos guerreros por separado intentaron llevarse a
Shun
afirmando que les pertenecía. Al parecer, la reputación de mi cabalgadura había ido en ascenso, al igual que la mía.
Pasé el día elaborando planes. Escogí a los hombres que sabían nadar y a quienes tenían conocimientos sobre el mar y la navegación, entre ellos mis guerreros procedentes del clan Otori y algunos hombres de la zona que se habían unido a nosotros tras nuestra llegada a la costa. Revisamos las corazas y las armas y equipamos a los marineros lo mejor que nos fue posible. Envié a los lanceros al bosque a cortar palos y lanzas para los hombres que marcharían con Kahei. A los soldados que quedaron inactivos se les ordenó ayudar con las reparaciones de los destrozos producidos por la tormenta y salvar lo que se pudiera de la cosecha. Makoto partió en dirección a la costa para encontrarse con Ryoma y transmitir a los Terada los detalles de nuestra campaña. La marcha de Arai por tierra duraría el doble de tiempo que nuestra travesía por mar, por lo que disponíamos de varios días para prepararnos a conciencia.
Para mi alivio, la población de Shuho disponía de almacenes ocultos que habían pasado inadvertidos a los hambrientos hombres de Arai, y los lugareños mostraron su deseo de compartir los alimentos con nosotros. Me impresionaba cuántos sacrificios se hacían por mi causa, lo mucho que se ponía en juego en aquel asalto desesperado. ¿Qué ocurriría el invierno siguiente? ¿Condenarían estas luchas por el poder a miles de personas a la muerte por inanición?
No tenía alientos para pensar en ello. Había tomado una decisión y tenía que seguir adelante con ella.
Aquella noche me reuní con Shiro y sus yernos y estuvimos conversando sobre sus labores de construcción. No sólo habían trabajado en la casa del señor Shigeru, sino que también habían construido la mayor parte de las casas de Hagi y habían realizado todos las tareas de carpintería en el castillo de la ciudad. Me mostraron planos del interior de la fortaleza, lo que me sirvió para completar la información que me faltaba del día en el que fui adoptado y entré a formar parte del clan Otori. Además, me hablaron sobre los suelos secretos, las puertas ocultas y los compartimentos escondidos que habían instalado por orden de Masahiro.
—Recuerda a una casa de la Tribu —comenté.
Los carpinteros se cruzaron miradas sagaces.
—Bueno, quizá ciertas personas tuvieron algo que ver con el diseño —dijo Shiro mientras servía otra ronda de vino.
Cuando me eché a dormir, medité sobre los Kikuta y la conexión de la Tribu con los señores de los Otori. Tal vez en aquel momento me esperasen en Hagi, conscientes de que no tenían que perseguirme más, que yo iría hasta ellos. No habían pasado muchas semanas desde el último intento de acabar con mi vida, en aquella zona, y no dormí profundamente; a menudo me incorporaba para escuchar los sonidos de la noche de otoño y del pueblo adormecido. Estaba solo en una pequeña alcoba situada al fondo de la casa; Shiro y su familia se encontraban en el cuarto adyacente. Mis guardias estaban apostados fuera, en la veranda, y había perros en todas las casas de la calle. Parecía imposible que nadie lograse acercarse hasta mí. Sin embargo, alrededor de la hora más oscura de la noche me desperté de mi inquieto amodorramiento y escuché que alguien respiraba en la habitación.
No tenía duda de que se trataba de un miembro de la Tribu, pues quienquiera que fuese respiraba de la forma lenta y casi imperceptible en la que yo había sido entrenado. Pero había algo diferente en aquel aliento: era ligero y no parecía el de un hombre. La oscuridad era total, no se veía nada; pero me hice invisible al instante, ya que cabía la posibilidad de que el intruso tuviera más habilidad que yo para ver sin luz. Me alejé del colchón en silencio y me agaché en un rincón de la habitación.
Por los minúsculos sonidos y un ligero cambio en el aire, supe que mi enemigo se aproximaba al lecho. Me pareció apreciar su olor, pero no era el de un hombre. ¿Es que los Kikuta habían enviado a una mujer, tal vez a un niño, en mi contra? Por un instante, sentí repugnancia por tener que matar a un crío; entonces, localicé el lugar donde se encontraría su nariz y me acerqué en esa dirección.