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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (44 page)

Me tumbé y agucé el oído durante un rato. La sala empezó a iluminarse a medida que amanecía. Decidí que no ocurría nada inusual y que ¡ría a las letrinas antes de intentar conciliar el sueño durante un par de horas más. Me levanté sin hacer ruido y bajé las escaleras lentamente; abrí la puerta corredera y salí al jardín.

No me molesté en enmascarar mis pasos, pero en cuanto el suelo empezó a cantar caí en la cuenta de lo que había oído con anterioridad: una ligera pisada sobre las tablas. Alguien había intentado entrar en la casa y el suelo de ruiseñor le había disuadido. ¿Dónde estaría ahora el intruso?

Estaba yo pensando: "Tengo que despertar a Kenji, hacerme al menos con un arma", cuando de repente el maestro Kotaro emergió del jardín cubierto por la bruma y se plantó frente a mí.

Hasta aquella noche, sólo le había visto con viejas ropas azuladas y desvaídas, el disfraz que solía utilizar en sus viajes. Ahora vestía el negro atuendo de combate de la Tribu y el inmenso poder que habitualmente mantenía oculto quedaba revelado en su ademán y en su rostro. El maestro Kikuta, experto, cruel e implacable, era la encarnación de la hostilidad que la Tribu sentía hacia mí.

Kotaro dijo:

—Tengo entendido que tu vida ya no me pertenece.

—Rompiste el vínculo que nos unía al ordenar a Akio que me matara —repliqué yo—. Fue entonces cuando quedaron anulados todos nuestros compromisos. Además, no tenías derecho a demandar nada de mí cuando nunca me dijiste que eras tú quien mató a mi padre.

Kotaro sonrió con desprecio.

—Tienes razón, yo maté a Isamu —convino él—. Ahora sé qué le hizo ser desobediente a él también: la sangre Otori que ambos compartíais.

Kotaro se llevó la mano a la casaca y yo me moví con rapidez, pensando que iba a sacar un cuchillo para atacarme; pero lo que él sujetaba en la mano era un palo de pequeño tamaño.

—Teníamos que elegir y yo saqué esta vara —dijo—. Obedecí las órdenes de la Tribu, a pesar de que Isamu y yo éramos primos y amigos, y aunque él se negó a defenderse. En eso consiste la auténtica obediencia.

Kotaro me clavaba los ojos en la cara, con la esperanza de sumirme en el sueño de los Kikuta; yo tenía la seguridad de poder soportar su mirada, pero tampoco creía que pudiera hacerle dormir, como aquella vez en Matsue. Nos sostuvimos la mirada el uno al otro durante un rato y ninguno de los dos logró imponerse.

—Le asesinaste —le acusé—. También contribuiste a la muerte de Shigeru. ¿Y de qué sirvió la muerte de Yuki?

Kotaro siseó con impaciencia de aquella forma que yo recordaba y, rápido como el rayo, arrojó la varita al suelo y sacó un puñal. Yo salté hacia un lado, al tiempo que gritaba con todas mis fuerzas. No me hacía ilusiones sobre mi habilidad para enfrentarme a él solo y desarmado. Tendría que luchar con mis propias manos, como en su día había hecho con Akio, hasta que alguien acudiera en mi ayuda.

Kotaro se plantó a mi lado de un salto, esgrimiendo el puñal, y con un movimiento fulminante se colocó detrás de mí para agarrarme por el cuello; pero yo, que había previsto sus intenciones, me desembaracé de su brazo, giré con rapidez y le propiné una fuerte patada en la espalda. Le alcancé justo encima del riñon y oí cómo Kotaro gruñía de dolor. Entonces, de un salto me subí encima de su espalda y, con la mano derecha, le golpeé en el cuello.

Kotaro impulsó el puñal hacia arriba y la hoja atravesó el puño de mi mano derecha. Me arrancó de cuajo los dedos meñique y anular y me cruzó la palma de lado a lado, provocándome una profunda hendidura. Era la primera herida importante que sufría y el dolor era terrible, el peor que jamás había experimentado. Me hice invisible durante un momento, pero la sangre, que caía a chorros sobre el suelo de ruiseñor, me delataba. Volví a gritar a pleno pulmón, llamando a Kenji y a los guardias, y acto seguido me desdoblé. Mi segunda imagen salió rodando por el suelo mientras que intenté propinar un puñetazo a Kotaro con la mano izquierda.

Ladeó la cabeza para esquivar el golpe y entonces le pegué una patada en la mano que sujetaba el cuchillo. Con increíble velocidad, dio un prodigioso salto y, aún en el aire, trató de patearme la cabeza. Esquivé la patada justo a tiempo y, cuando Kotaro cayó al suelo, salté hacia arriba haciendo un esfuerzo por ignorar la conmoción y el dolor que el ataque de mi adversario me había producido, pues temía que si me rendía ante ellos, aunque sólo fuera por un momento, podía morir. Me disponía a atacarle de forma parecida, cuando escuché que alguien abría la ventana de la sala superior y vi cómo un pequeño cuerpo invisible era lanzado desde lo alto.

A Kotaro le pilló desprevenido y escuchó el sonido segundos más tarde. En ese momento, ya sabía yo que era Taku. Pegué otro salto para amortiguar su caída, pero dio la impresión de desplomarse casi directamente sobre Kotaro, lo que le distrajo por unos momentos. Aún en el aire, me giré y alargué una pierna, con la que propiné una fuerte patada en el cuello al maestro Kikuta.

Cuando puse los pies en tierra, Kenji gritó desde arriba:

—¡Takeo, aquí!

Entonces, me lanzó a
Jato.
Agarré mi sable con la mano izquierda. Kotaro asió a Taku, le elevó por encima de su cabeza y le lanzó con fuerza en dirección al jardín. Escuché cómo el niño ahogaba un grito al caer sobre el suelo.

Blandí a
Jato
en el aire, pero mi mano derecha sangraba a borbotones y la hoja cayó sin la fuerza suficiente. Fallé el golpe y al mismo tiempo Kotaro se hizo invisible. Ahora que yo estaba armado, se mostraba más precavido. Tuve un momento de respiro, que aproveché para arrancarme el fajín y envolvérmelo alrededor de la mano, empapada de sangre.

Kenji saltó desde la ventana de la planta superior y aterrizó de pie, como un gato; al instante, se hizo invisible. Yo podía discernir vagamente a los dos maestros y, naturalmente, ellos se veían el uno al otro. Yo había luchado junto a Kenji con anterioridad y sabía lo verdaderamente peligroso que podía llegar a ser, pero me di cuenta de que nunca antes le había visto combatir contra nadie que tuviera dotes parecidas a las suyas. Kenji blandía una espada corta, de mayor tamaño que el puñal de Kotaro, lo que le daba una ligera ventaja; pero éste, además de excelente espadachín, actuaba movido por la fuerza que otorga la desesperación. Con compás trepidante, armas blancas en ristre, ambos se desplazaban de un lado a otro del suelo de ruiseñor, que gritaba bajo sus pies. Por un instante Kotaro perdió el paso, pero cuando Kenji se acercó recobró el equilibrio y le propinó una patada en las costillas. Ambos se desdoblaron a la vez. Yo me lancé contra el segundo cuerpo de Kotaro mientras Kenji hacía una pirueta en el aire para alejarse de él. Kotaro se giró para enfrentarse a mí y escuché el silbante sonido de un cuchillo arrojadizo. Kenji se lo había lanzado al cuello. La primera de las hojas en forma de estrella se le clavó en la carne y percibí que la visión de Kotaro empezaba a vacilar. Tenía los ojos clavados en mi cara. En vano, hizo un último esfuerzo por clavarme el puñal, pero
Jato
se anticipó y encontró el camino hasta su cuello. Mientras moría, intentó maldecirme; pero tenía la tráquea cortada de lado a lado y la sangre que manaba a chorros ahogó sus palabras.

Para entonces había amanecido; cuando bajamos la mirada al cadáver de Kotaro bajo los pálidos rayos de sol, parecía difícil creer que aquel hombre de apariencia frágil hubiera gozado de semejante fortaleza física. Kenji y yo habíamos tenido que hacer enormes esfuerzos para reducirle; yo había quedado con una mano destrozada y Kenji había sufrido magulladuras y la rotura de varias costillas, según nos enteramos más tarde. Taku estaba herido y conmocionado, pero por fortuna había logrado sobrevivir. Los guardias, que llegaron corriendo ante mis gritos, se quedaron tan sobrecogidos como si un demonio nos hubiera atacado. Los perros, rabiosos, gruñían y mostraban los dientes.

Yo había perdido dos dedos y tenía una terrible herida en la palma de la mano. Una vez que el terror y el fragor de la lucha hubieron remitido, el dolor resurgió con toda su intensidad y estuve a punto de desmayarme.

Kenji dijo:

—La hoja del cuchillo debía de estar envenenada.

Tenemos que amputarte el brazo hasta el codo, para salvarte la vida.

La cabeza me daba vueltas y en un primer momento pensé que bromeaba, pero su semblante denotaba seriedad y su tono de voz me alarmó. Le hice prometerme que no lo haría. Preferiría estar muerto antes que perder lo que me quedaba de mi mano derecha. Pensé con lástima que jamás volvería a blandir un sable ni a sujetar un pincel.

Kenji me lavó la herida de inmediato, le pidió a Chiyo que trajera carbón ardiendo y, mientras los guardias se colocaban de rodillas sobre mi cuerpo para evitar que me moviera, cauterizó los muñones de mis dedos y los bordes de la herida. Entonces me vendó la mano tras aplicarme un ungüento que, según dijo, esperaba fuera un antídoto.

En efecto, la hoja estaba envenenada. Caí en una especie de infierno, atenazado por el dolor y la fiebre, y me sumí en la desesperación. A medida que pasaban los largos y atormentados días, me daba cuenta de que todos pensaban que iba a morir. Yo no lo creía, pero no me era posible hablar ni, por tanto, consolar a los que me rodeaban. Yacía en la sala de la planta superior, sudando y sin dejar de moverme agitadamente, mientras balbuceaba a los muertos, que pasaban por delante de mí. Fueron llegando a mi presencia aquellos a quienes yo había matado, y también los que habían muerto por mi causa. Contemplé a mi familia, en Mino; a los Ocultos, en Yamagata; a Shigeru e Ichiro; a los hombres que yo había asesinado siguiendo las órdenes de la Tribu; a Yuki y Amano; a Jiro; a Jo—An.

Deseaba que cobraran vida otra vez, ansiaba verlos en carne y hueso y escuchar sus voces. Uno a uno, se despidieron de mí y me abandonaron, dejándome solo y desconsolado. Anhelaba seguirlos, pero no me era posible encontrar el camino que habían tomado.

En el peor momento de mi delirio, abrí los ojos y vi a un hombre en la sala. Nunca antes le había visto, pero al instante supe que era mi padre. Vestía ropas de campesino, igual que los hombres de mi aldea, y no portaba armas. Las paredes parecieron desvanecerse y me encontré en Mino otra vez. La aldea no había ardido y los campos de arroz se veían de un verde brillante. Observé a mi padre trabajando en los campos, absorto en su labor, con actitud serena. Le seguí hasta el sendero de la montaña y nos adentramos en el bosque. Supe entonces lo mucho que le gustaba vagar por allí, entre los animales y las plantas; era lo que más me gustaba hacer a mí también.

Le vi girar la cabeza y aguzar el oído con el peculiar gesto de los Kikuta, mientras captaba algún sonido distante. Pronto reconocería los pasos de su primo y amigo, que venía a ejecutarle. Kotaro apareció en el sendero, delante de él.

Vestía las oscuras ropas de combate de la Tribu, al igual que cuando había venido a buscarme a mí. Los dos hombres se quedaron de pie, inmóviles, ante mis ojos, cada uno con su ademán característico. Allí estaba mi padre, quien había jurado no volver a matar, y el futuro maestro Kikuta, entregado a su misión de terror y de muerte.

Mientras Kotaro sacaba su puñal, yo emití un grito de advertencia. Intenté levantarme, pero unas manos me lo impidieron. La visión se desvaneció y me dejó embargado por la angustia. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero, a pesar de la intensidad de la fiebre, era consciente de que el conflicto aún estaba por resolver. Por mucho que los hombres desearan el fin de la violencia, parecía que no podían escapar a ella. Seguiría presente para siempre, a menos que yo encontrara un camino intermedio, una forma de traer la paz, y la única que se me ocurría era reservar toda violencia para mí mismo, en el nombre de mi país y de mi pueblo. Tendría que continuar mi violento recorrido para que quienes de mí dependían pudieran vivir en paz, de la misma forma en la que no debía creer en nada para que todos los demás fueran libres de seguir sus propias doctrinas. La idea no me agradaba. Quería seguir a mi padre, abandonar las armas y vivir de la forma que mi madre me había enseñado. La oscuridad me envolvió y supe que si me rendía ante ella podría seguir a mi padre y mi conflicto terminaría para siempre. Un finísimo velo me separaba del otro mundo, pero entonces una voz resonó a través de las sombras.

"Tu vida no te pertenece. La paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre".

Tras las palabras de la anciana profetisa escuché a Makoto, que pronunciaba mi nombre. No sabía yo si seguía vivo o si había muerto. Deseaba explicarle lo que había aprendido durante mi delirio. Quería contarle que no podía resistir la idea de cumplir con mi sangriento deber, por lo que había decidido marcharme con mi padre; pero cuando intenté hablar mi lengua deformada era incapaz de dar salida a las palabras y tan sólo lograba emitir balbuceos inconexos. Yo me revolvía a causa de la frustración, pensando que nos separaríamos para siempre antes de que yo pudiera comunicarme con mi amigo.

Makoto me agarraba las manos con fuerza. Se inclinó hacia delante, juntó sus labios a mi oído y me dijo:

—Lo sé, Takeo, te entiendo. Todo irá bien. Tendremos paz, pero sólo tú puedes conseguirla. No debes morir. ¡Quédate con nosotros! Tienes que quedarte con nosotros para traernos la paz.

Makoto siguió habiéndome así durante el resto de la noche. Su voz alejaba a los fantasmas que me acechaban y unía mi espíritu con este mundo. Llegó la madrugada y la fiebre remitió. Caí en un profundo sueño, y cuando desperté había recobrado la lucidez. Makoto seguía a mi lado y lloré de alegría porque estuviera vivo. La mano aún me dolía, pero con el dolor corriente de una herida, no con la feroz agonía del veneno. Kenji me dijo más tarde que pensaba que yo había heredado de mi padre algún tipo de inmunidad que me había protegido del veneno del maestro Kotaro. Fue entonces cuando le repetí las palabras de la profecía, le expliqué cómo mi propio hijo estaba destinado a matarme y cómo yo creía que no moriría hasta entonces. Kenji permaneció en silencio durante un buen rato.

—Bueno —dijo por fin—, eso queda muy lejos. Lo solucionaremos cuando llegue el momento.

Mi hijo era el nieto de Kenji, lo que aportaba mayor crueldad a la profecía. Sentí ganas de llorar, pues todavía me encontraba débil y las lágrimas me brotaban con facilidad. La fragilidad de mi cuerpo me enfurecía. Rasaron siete días hasta que pude caminar al exterior para ir a las letrinas y dos semanas hasta que logré volver a montarme a lomos de un caballo. La luna llena del onceavo mes llegó y se fue. Pronto sería el solsticio y, con la llegada del nuevo año, caerían las nieves. Mi mano empezó a curarse. La cicatriz, ancha y de aspecto desagradable, tapaba casi por completo la marca plateada de mi palma —producida por la quemadura que recibí el día que Shigeru me salvó la vida— y la línea recta de los Kikuta.

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