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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

El caballero errante

 

En el gran continente de Poniente, desde las rojas arenas de Dorne en el sur hasta las heladas montañas y gélidos valles del norte, las estaciones duran años y muchas veces décadas. En las novelas de la saga Canción de hielo y fuego, George R.R. Martin ha dotado de vida a este turbulento y extraño lugar. El caballero errante se sitúa unos cien años antes del principio de Juego de Tronos, durante el mandato del buen rey Daeron, con el reino en paz y la dinastía Targaryen en su mejor momento. Cuenta la historia del primer encuentro entre Dunk, el escudero de un caballero errante, y Egg, un niño que es mucho más de lo que aparenta. Cuando acudan al gran torneo del Prado de Ashford, los pondrá a prueba su pasado, su presente y su futuro.

George R. R. Martin

El caballero errante

Cuentos de Dunk y Egg

ePUB v1.1

Demes
17.06.11

Título original:
El caballero errante

George R. R. Martin, Mayo de 2011.

Traducción: Raul Sastre Letona

Diseño/retoque portada: Lightniir

Editor original: Demes (v1.0)

Corrección de erratas: Lightniir

ePub base v2.0

D
unk no tuvo dificultad en cavar la fosa, porque las lluvias primaverales habían ablandado la tierra. Eligió la ladera occidental de una colina, por respeto a la afición del anciano a las puestas de sol. «Ya ha pasado otro día —comentaba en vida, suspirando—. A saber qué nos deparará el de mañana, ¿eh, Dunk?» Pues bien, uno les había deparado lluvias que los habían calado hasta los huesos, el siguiente viento racheado y húmedo, y el tercero frío. Amanecido el cuarto, el viejo ya no tenía fuerzas para montar. Ahora estaba muerto. Pocos días atrás, a lomos de su caballo, cantaba todavía la canción aquella sobre ir a Gulltown a ver a una hermosa joven, sólo que cambiando Gulltown por Vado Ceniza. «A Vado Ceniza camino, a ver a mi zagala, de cabellos de lino», recordó Dunk, cavando con tristeza.

Cuando consideró que el agujero ya era bastante hondo, cogió en brazos el cadáver del anciano y lo llevó al borde. Había sido un hombre bajo y delgado, y ahora que ya no llevaba cota de mallas, yelmo ni cincho para la espada pesaba lo que un saco de hojas secas. Dunk poseía una estatura descomunal para su edad; a sus dieciséis o diecisiete años (nadie sabía de cierto cuántos) su cuerpo larguirucho y poco grácil frisaba los dos metros, y aún tenía que fornirse. El viejo había dedicado muchos elogios a su fortaleza. Siempre había sido pródigo en ellos. No tenía nada más que dar.

Dunk lo depositó en la fosa y aguardó un poco a cubrirla. El aire volvía a oler a lluvia. Se imponía rellenarla antes de que cayeran las primeras gotas, pero no era fácil cubrir de tierra aquel rostro viejo y cansado. Debería haber un sacristán, pensó Dunk, para dedicarle unas oraciones; pero sólo me tiene a mí. El viejo le había comunicado toda su ciencia sobre espadas, escudos y lanzas, pero no había sido buen profesor de palabras.

—Os dejaría vuestra espada, pero se oxidaría —dijo al fin, como quien pide perdón—. Yo creo que os darán otra los dioses. Ojalá no hubieras muerto, Ser —Enmudeció unos instantes, por ignorancia de lo que quedaba por decir. No sabía ninguna oración entera. El viejo no había sido hombre de oraciones—. Erais un caballero cabal, y jamás me golpeasteis sin yo merecerlo —logró decir al cabo—, salvo aquella vez en Estanque de la Dama. Ya os dije que el pastel de la viuda se lo había comido el mozo de la posada, no yo. En fin, ya no importa. Id con los dioses, Ser. Echó tierra con el pie. Después llenó la fosa metódicamente, sin mirar lo que yacía al fondo. Ha tenido una vida larga, pensó. Seguro que le faltaba poco para cumplir sesenta años. ¿Cuántos podían presumir de lo mismo? Al menos había visto otra primavera.

Dio de comer a los caballos con el crepúsculo en ciernes. Había tres: el jamelgo de Dunk, el palafrén del anciano y Trueno, su caballo de batalla, un semental zaino reservado para torneos y guerras. Trueno había perdido la rapidez y fuerza de antaño, pero guardaba el coraje, el brillo en la mirada, y era la posesión más valiosa de Dunk. Si vendiera a Trueno y al viejo Castaño, pensó el muchacho, con sillas y bridas, me darían plata, suficiente para… Frunció el entrecejo. Sólo conocía una vida, la de caballero errante: cabalgar de castillo en castillo, servir a tal o cual señor, luchar en sus batallas, comer en sus salones hasta el final de la guerra y proseguir el viaje. De vez en cuando también había torneos, si bien con menor frecuencia. Dunk sabía que en inviernos crudos algunos caballeros errantes se dedicaban al robo. No había sido el caso del anciano.

Podría buscarme otro caballero errante que necesitase un escudero para cuidarle las bestias y limpiarle la cota, pensó; o ir a alguna ciudad, Lannisport o Desembarco del Rey, y unirme a la guardia. También podría…

Había dejado amontonadas las pertenencias del viejo al pie de un roble. El monedero de tela contenía tres monedas de plata, diecinueve peniques de cobre y un granate mellado. La mayor parte de las riquezas terrenales del anciano se había gastado en caballos y armas, como era norma entre los caballeros errantes. Ahora Dunk era dueño de varias cosas: una cota de mallas de la que había quitado mil veces la herrumbre, un morrión de hierro con barra nasal ancha y una muesca en la sien izquierda, un cincho de cuero agrietado, una espada larga con funda de madera y cuero, una daga, una navaja de afeitar, una piedra de afilar, grebas, gola, una lanza de dos metros y medio (de fresno, con dura punta de hierro) y un escudo de roble con ribete mellado de metal y las armas de Arlan de Pennytree: un cáliz con alas, plata sobre marrón.

Contempló el escudo, cogió el cinturón y volvió a mirar el primero de ambos objetos. El cincho había sido confeccionado para las caderas estrechas del anciano, y a Dunk le iba tan pequeño como la cota. Ató la funda a una cuerda de cáñamo, se la pasó por la cintura y desenvainó la espada.

La hoja era recta y pesaba mucho: buen acero forjado en el castillo. La guarnición era de cuero blando sobre madera, y el pomo una piedra negra pulida. Con toda su sencillez, la espada era de buen coger, y Dunk conocía su filo por haberlo aguzado muchas noches con piedra de afilar y hule, antes de acostarse. Pensó: la cojo con la misma facilidad que él, y en el prado de Vado Ceniza se celebra un torneo.

El trote de Pasoquedo era más ágil que el del viejo Castaño. Aun así, cuando divisó la posada (una construcción alta de madera y adobe), Dunk estaba cansado y dolorido. La cálida luz amarilla que se derramaba por las ventanas era tan acogedora que fue incapaz de pasar de largo. Se dijo: tengo tres monedas de plata, lo suficiente para una buena cena y toda la cerveza que me venga en gana.

Mientras desmontaba vio llegar del río a un niño desnudo y mojado, que empezó a secarse con una capa marrón de tela basta.

—¿Eres el mozo de cuadra? —preguntó. Enclenque, paliducho y con barro hasta los tobillos, el chico no aparentaba más de ocho o nueve años. Lo más raro que tenía era el pelo, por inexistente—. Me gustaría que me cepillasen el palafrén y les pusieran avena a los tres. ¿Te encargas tú?

El niño miro a Dunk con descaro.

—Si quiero.

Dunk frunció el entrecejo.

—No me hables así, que soy un caballero. No me obligues a demostrártelo.

—No lo parecéis.

—¿Son todos iguales?

—No, pero vos no lo parecéis. Lleváis una cuerda por cinturón.

—Lo importante es que aguante la funda. Venga, llévate los caballos. Si me los cuidas bien te daré una moneda de cobre, y si no un sopapo en la oreja.

Dio media vuelta, ignorando la reacción del mozo, y abrió la puerta con un hombro.

A aquellas horas lo previsible era encontrar llena la posada, pero el comedor estaba casi vacío. En una de las mesas roncaba un hidalguillo con buen manto de damasco, sobre un charco de vino derramado. Por lo demás ni un alma. Dunk miró la sala sin saber qué hacer, hasta que salió de la cocina una mujer baja, rechoncha y blanca de piel que le dijo:

—Sentaos donde queráis. ¿Qué os sirvo, cerveza o comida?

—Las dos cosas.

Dunk escogió una silla al lado de la ventana, lejos del joven que dormía.

—Hay cordero asado con hierbas, que está muy rico, y mi hijo ha cazado unos cuantos patos. ¿Qué os apetece?

Hacía más de medio año que Dunk no comía en una posada.

—Las dos cosas.

La mujer se rió.

— Tamaño no os falta —Llenó una jarra de cerveza y la llevó a la mesa de su nuevo cliente—. ¿También queréis habitación?

—No —Dunk soñaba con dormir bajo techo en blando colchón de paja, pero había que administrar las monedas con prudencia. Se conformaría con el suelo—. En cuanto tenga comida y cerveza en el estómago seguiré el viaje a Vado Ceniza. ¿Cuánto falta?

—A caballo un día. Cuando lleguéis al molino quemado y veáis que el camino se bifurca id hacia el norte. ¿Y vuestros caballos? ¿Os los cuida el niño o ha vuelto a escaparse?

—No, ya me los cuida —dijo Dunk—. Veo poca clientela.

—Media ciudad ha ido a ver el torneo. Los míos también querían, pero se lo he prohibido. Cuando me muera les dejaré la posada, pero el niño prefiere hacer el golfo con la soldadesca, y la niña… Cada vez que ve pasar a un caballero sólo sabe reír tontamente y suspirar. ¡Os juro que no lo entiendo! Son como los demás hombres, y no sé de ninguna justa que haya cambiado el precio de los huevos —Puso en Dunk una mirada curiosa. La espada y el escudo eran indicio de algo, que desmentían el cinturón de cuerda y la túnica de tela basta—. ¿También vais para el torneo?

Antes de contestar, Dunk tomó un trago de cerveza. Era de color tostado, algo pastosa al paladar, como le gustaban a él.

—Sí —dijo—. Quiero ser paladín.

—¿De veras? —preguntó educadamente la posadera.

El hidalgo del fondo levantó la cabeza del charco de vino. Tenía el pelo enmarañando, la cara con mal color y la incipiente barba mas rubia que el cabello.

Después de pasarse la mano por la boca miró a Dunk y dijo:

—Acabo de soñar contigo —Lo señaló con mano temblorosa—. No te me acerques, ¿eh? Quédate bien lejos.

Dunk lo miró con semblante perplejo.

La posadera se agachó para decirle algo.

—No le hagáis caso. Se pasa el día bebiendo y hablando de sus sueños. Voy por la comida.

Y se alejó.

—¿Comida? —El hidalgo pronunció la palabra como si le diera asco. Después se levantó con dificultad, apoyándose en la mesa con una mano—. Estoy a punto de vomitar —declaró. Tenía la parte delantera de la túnica cubierta de manchas viejas de vino—. Quería una puta, pero no queda ninguna. Se han ido todas a Vado Ceniza.

Necesito vino.

Salió del comedor con pasos vacilantes. Dunk le oyó subir las escaleras con una canción en los labios.

«Qué espectáculo», pensó. Pero ¿por qué ha creído reconocerme? Lo meditó entre tragos de cerveza.

El cordero era de los mejores que había probado, pero el pato, hecho con cerezas, limón y menos grasa de lo habitual, lo superaba. La posadera también trajo guisantes con mantequilla, y un pan de avena que aún estaba caliente. «Ser caballero es esto —se dijo Dunk, chupando los huesos con ahínco—: buena comida, cerveza a pedir de boca y nadie que te dé coscorrones». Pidió tres jarras más: una para el resto de la cena, otra para digerir y la cuarta porque no se lo impedía nadie. Cuando se dio por satisfecho pagó una moneda de plata a la posadera, y aun recibió todo un puñado de las de cobre. Al salir de la posada descubrió que era de noche. Tenía la barriga llena y el monedero un poco más liviano, pero se dirigió al establo con una sensación de bienestar. Oyó un relincho.

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