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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

El caballero errante (10 page)

—Y yo —dijo Raymun, enfadado—. Lo único que quería decir…

Lo interrumpió su primo.

—¿Qué otros caballeros luchan en nuestro bando, Ser Duncan?

Dunk tendió las palmas con desesperanza.

—No conozco a nadie más; sólo a Ser Manfred Dondarrion, y no quiso responder de mi condición de caballero. Mucho menos querrá arriesgar su vida.

Ser Steffon no parecía afectado.

—En ese caso necesitamos a cinco hombres más que sepan pelear.

Afortunadamente mis amistades no se reducen a cinco. Leo Longthorn, la Tormenta que Ríe, lord Caron, los Lannister, Ser Otho Bracken… Ah, y los Blackwood, aunque es imposible hacer coincidir en el mismo bando a los Blackwood y los Bracken. Iré a hablar con algunos de ellos.

—Se tomarán a mal que los despiertes —objetó su primo.

—Tanto mejor —declaró Ser Steffon—. Enojados lucharán con más denuedo. Confiad en mí, Ser Duncan. Primo, si amanece y no he vuelto tráeme mi armadura y haz lo necesario para tenerme ensillado y embardado a Cólera. Nos reuniremos en el cercado de los retadores —Ser Steffon rió—. Preveo una jornada memorable.

Su expresión, al salir de la tienda, casi era de alegría. No así la de Raymun.

—Cinco caballeros —dijo con voz sorda al quedarse a solas con Dunk—. No quisiera ir en contra de vuestras esperanzas, Duncan, pero…

—Si vuestro primo consiguiera a los hombres de quienes acaba de hablar…

—¿A Leo Longhorn? ¿A la Bestia de Bracken? ¿A la Tormenta que Ríe? —Raymun se levantó—. No pongo en duda que los conozca, pero sí que el conocimiento sea recíproco. Esto para Steffon es una oportunidad para adquirir renombre, pero vos os jugáis la vida. Deberíais buscaros vos mismo a vuestros hombres. Os ayudaré. Más vale que sobren paladines que falten. —Oyó algo fuera y volvió la cabeza—. ¿Quién va?

Entro un niño, seguido por un hombre delgado que llevaba una capa negra mojada.

—¡Egg! —Dunk se puso en pie—. ¿Qué haces tú aquí?

—Soy vuestro escudero —dijo el niño—. Necesitareis a alguien que os arme, señor.

—¿Sabe tu padre que has salido del castillo?

—¡No lo quieran los dioses!

Daeron Targaryen abrió la fíbula y dejó caer la capa de sus hombros estrechos.

—¡Vos! ¿Qué locura es ésta de venir aquí? —Dunk desenfundó la daga—. Debería clavaros esto en la tripa.

—Es probable —admitió el príncipe Daeron—, aunque personalmente preferiría una copa de vino. Miradme las manos.

Tendió una, que temblaba.

Dunk se acercó a él con mirada iracunda.

—¿Qué me importan vuestras manos? Dijisteis mentiras sobre mí.

—¡De alguna manera tenía que justificar el paradero de mi hermano menor ante mi padre! —repuso el príncipe. Después se sentó, en nada intimidado por Dunk y su cuchillo—. A decir verdad, ni me había dado cuenta de que se hubiera marchado. No estaba al fondo de mi copa de vino, que era el único lugar donde miraba…

Suspiró.

—Señor —intervino Egg—, mi padre piensa sumarse a los siete acusadores. He intentado disuadirlo pero no me escucha. Dice que es la única manera de rescatar el honor de Aerion y el de Daeron.

—Que yo sepa —dijo amargamente el príncipe Daeron— nunca le he pedido a nadie que rescate mi honor. Quien lo tenga que se lo quede. Pero en fin, aquí estamos. No sé si es gran consuelo, Ser Duncan, pero de mí no temáis nada. Lo único que me gusta menos que los caballos son las espadas. Pesan mucho y cortan una barbaridad. En la primera carga me esforzaré por mantener las apariencias, pero a partir de ahí… Digamos que podríais darme una buena lanzada en un lado del yelmo; que hiciera ruido, pero no demasiado. No sé si me entendéis. En cuestión de luchas, bailes, ideas y libros, mis hermanos me llevan la delantera, pero no hay ninguno que me iguale en el arte de quedarse inconsciente en el barro.

Dunk se vio impelido a mirar fijamente al príncipe y preguntarse si pretendía tomarle el pelo.

—¿A qué venís?

—A avisaros de lo que se avecina —dijo Daeron—. Mi padre ha ordenado a la guardia real que luche de su lado.

—¿La guardia real? —dijo Dunk, consternado.

—Sólo a los tres que están aquí. Por fortuna el tío Baelor dejó a los otros cuatro en Desembarco del Rey, con nuestro abuelo el rey.

Egg pronunció sus nombres:

—Ser Roland Crakehall, Ser Donnel de Duskendale y Ser Willem Wylde.

—No tienen elección —dijo Daeron—. Han jurado proteger las vidas del rey y la familia real, y mis hermanos y yo somos del linaje del dragón.

Dunk contó con los dedos.

—Ya son seis. ¿Quién es el séptimo?

El príncipe Daeron se encogió de hombros.

—Ya se las arreglará Aerion para encontrar a alguien. En caso de necesidad comprará a un paladín. Si algo le sobra es oro.

—¿Vos de quien disponéis? —preguntó Egg.

—Del primo de Raymun, Ser Steffon.

Daeron hizo una mueca.

—¿Sólo uno?

—Ser Steffon ha salido en busca de unos amigos.

—Yo puedo conseguiros gente —dijo Egg—. Caballeros.

—Egg —dijo Dunk—, voy a luchar con tus hermanos.

—Sí, pero a Daeron no le haréis ningún daño —dijo el niño—. Acaba de deciros que se tirará al suelo. En cuanto a Aerion… Recuerdo que de pequeño venía a mi dormitorio en plena noche y me ponía el cuchillo entre las piernas. Decía que le sobraban hermanos varones, y que quizá alguna noche me convirtiera en hermana porque así podríamos casarnos. Además tiró a mi gato al pozo. Él lo niega, pero es un mentiroso.

El príncipe Daeron se encogió cansinamente de hombros.

—No miente el niño, no: Aerion es un verdadero monstruo. Se cree un dragón en forma humana. Por eso se enojó tanto con las titiriteras. Lástima que no sea de la familia Fossoway, porque entonces se creería manzana y estaríamos todos más tranquilos. En fin, que se le va a hacer… —Se agachó para recoger la capa caída y le sacudió la lluvia—. Tengo que volver al castillo en secreto antes de que se extrañe mi padre de que tarde tanto en afilar la espada. Antes, sin embargo, me gustaría deciros algo a solas, Ser Duncan. ¿Salimos a dar un paseo?

La reacción inicial de Dunk fue de recelo.

—Como deseéis, excelencia. —Enfundó la daga—. Tengo que ir a buscar mi escudo.

—Egg y yo buscaremos caballeros —prometió Raymun.

El príncipe Daeron se ató la capa al cuello y se puso la capucha. Dunk salió con él a la llovizna, y caminaron en dirección a los carromatos de los mercaderes.

—Soñé con vos —dijo el príncipe.

—Eso dijisteis en la posada.

—¿De veras? Pues era cierto. Mis sueños no son como los vuestros, Ser Duncan.

Los míos son reales. Me dan miedo y me dais miedo vos. Soñé con vos y con un dragón muerto; una bestia enorme, con alas tan inmensas que podían cubrir todo este prado. Se os había caído encima, pero vos estabais vivo y el dragón muerto.

—¿Lo había matado yo?

—Lo ignoro, pero ahí estabais los dos, vos y el dragón. Antaño los Targaryen éramos señores de dragones. Ahora no queda ninguno, pero nosotros sí. Yo no quiero morir. El motivo sólo lo saben los dioses, pero así es. Os pido pues un favor: aseguraos de que a quien matéis sea a mi hermano Aerion.

—Yo tampoco quiero morir —dijo Dunk.

—No seré yo quien os mate. Retiraré mi acusación, pero de nada servirá si no hace lo propio Aerion. —El príncipe suspiró—. Es posible que mi mentira sea la causa de vuestra muerte. Lamentaría que así fuera. Sé que estoy condenado a alguna clase de infierno, donde sospecho que no habrá vino.

Tuvo un escalofrío. A continuación se separaron, debajo de una lluvia fresca y lenta.

Los vendedores habían dejado sus carromatos en el margen occidental del prado, al pie de un bosquecillo de abedules y fresnos. Bajo esos mismos árboles, Dunk contempló con impotencia el espacio vacío donde había estado el carro de los marionetistas. Se han marchado, pensó. Quedaban confirmados sus temores. Si no fuera tan duro de mollera yo también huiría. Se preguntó cómo conseguir otro escudo.

Probablemente le alcanzara el dinero, siempre que hubiera alguno a la venta.

—¡Ser Duncan! —lo llamó alguien desde la oscuridad. Al volverse, Dunk reconoció al armero Pate con una linterna de hierro en la mano. Llevaba una capa corta de cuero; desnudo de cintura para arriba, exhibía la negra pelambrera de su torso y sus brazos—. Si venís buscando vuestro escudo, me lo dejó la chica. —Miró a Dunk de pies a cabeza—. Dos Manos y dos pies. ¿Conque será un juicio por combate?

—Un juicio de siete. ¿Cómo lo habéis adivinado?

—Pues… Podrían haberos dado besos y un feudo, pero no parecía lo más probable. En caso contrario os faltaría algún miembro. Seguidme.

El carro del armero se reconocía fácilmente por la espada y el yunque pintados en su flanco. Dunk entró detrás de Pate. El armero colgó la linterna en un gancho, se quitó la capa mojada sin ayuda de las manos y se pasó una túnica de tela basta por la cabeza. Después abatió una tabla sujeta con bisagras a la pared, tabla que servía de mesa.

—Sentaos —dijo acercando a Dunk un taburete. Dunk obedeció.

—¿Adónde se ha marchado?

—Iban hacia Dorne. El tío de la chica es un hombre prudente. La mejor es esfumarse y así no se acuerda de ti el dragón. Tampoco le parecía conveniente que se quedara ella a veros morir. —Pate fue al fondo del carro, revolvió en la oscuridad y volvió con un escudo—. El marco era de acero viejo y barato. Estaba oxidado y se rompía fácilmente. Os he confeccionado uno nuevo con el doble de grosor y he puesto cintas en el reverso. Ahora pesará más pero será más resistente. La pintura es de la chica.

Dunk no esperaba un trabajo de tanta calidad. Hasta a la luz de la linterna aparecían vivos los colores del crepúsculo, y era alto, fuerte y noble el árbol. La estrella fugaz era una pincelada luminosa en un cielo rojizo. No obstante, al verlo de cerca, Dunk tuvo la impresión de que había un error. En lugar de pasar la estrella caía. ¿Qué emblema era aquél? ¿Caería él con la misma rapidez? El crepúsculo, además, anuncia la llegada de noche.

—Debería haberme quedado con el cáliz —dijo entristecido—. Al menos tenía alas para salir volando, y decía Ser Arlan que la copa estaba llena de fe, compañerismo y cosas buenas para beber. Parece que este escudo represente la muerte.

—El alma está vivo —señaló Pate—. ¿Veis lo verdes que son las hojas? Sin duda es un follaje de verano. Yo además he visto escudos con calaveras, lobos y cuervos; hasta con ahorcados y cabezas ensangrentadas, y sirvieron bien a sus dueños. Éste también lo hará. ¿Conocéis la cancioncilla del escudo? Protegedme, roble y hierro…

—…o acabaré en el infierno —terminó Dunk. Hacía muchos años que no se acordaba de ella. Se la había enseñado el viejo tiempo atrás—. ¿Cuánto os debo por el marco nuevo y las correas? —preguntó a Pate.

El armero se rascó la barba.

—Por tratarse de vos una moneda de cobre.

Al despuntar a oriente los primeros resplandores la lluvia casi había cesado, pero no sin haber hecho su trabajo. Los hombres de lord Ashford habían retirado las barreras y el terreno de justas quedaba como una gran ciénaga, mezcla de barro y hierba arrancada. Dunk se encaminó hacia el lugar del torneo en compañía de Pate. Se enroscaban en sus pies volutas de niebla semejantes a serpientes.

La tribuna empezaba a llenarse de nobles y damas que se arrebujaban en sus capas para protegerse del frío matinal. También acudía el pueblo llano, en forma de cientos de personas alineadas a lo largo de las vallas. ¡Cuánto público para verme morir!, pensó Dunk con amargura; pero era injusto. A pocos pasos de él exclamó una mujer: —¡Buena suerte!

Se acercó un anciano a darle la mana.

—Que los dioses os den fuerza —dijo.

A continuación, un fraile mendicante de raído hábito marrón bendijo su espada, y una joven le dio un beso en la mejilla. Están de mi lado, pensó Dunk.

—¿Por qué? —preguntó a Pate—. ¿Qué ven en mí?

—A un caballero que recordó sus votos —contestó el armero.

Encontraron a Raymun fuera del recinto de los retadores, en el extremo sur del terreno de justas, donde esperaba con los caballos de su primo y Dunk. Trueno soportaba mal el peso de la barda. Pate la examinó y dijo que era de buena calidad, aunque la hubiera forjado otra persona. Dunk se alegró de tenerla, aunque desconociera su procedencia.

Vio entonces a los otros: el tuerto de barba entrecana y el joven caballero con sobreveste a rayas amarillas y negras y colmenas en el escudo. Robyn Rhysling y Humfrey Beesbury, pensó con asombro; y también Ser Humfrey Hardyng. Este último iba montado en el corcel rojo de Aerion, cuya barda había sustituido por la suya, de rombos rojos y blancos.

Fue hacia ellos.

—¿Cómo pagaros esta deuda, Sers?

—El que está en deuda es Aerion —repuso Ser Humfrey Hardyng—, y pretendemos hacérsela pagar.

—Me dijeron que teníais la pierna rota.

—Y no os mintieron —dijo Hardyng—. No puedo caminar, pero mientras esté en condiciones de montar podré combatir.

Raymun llamó a Dunk y le dijo:

—Esperé que Hardyng quisiera la revancha sobre Aerion, y así es. Da la casualidad de que el otro Humfrey es cuñado suyo. Ser Robyn es cosa de Egg, que lo conoce de otros torneos. Por lo tanto sois cinco.

—Seis —dijo Dunk con cara de sorpresa, señalando a alguien. Un caballero entraba en el recinto, seguido por el escudero que tiraba del caballo—. La Tormenta que Ríe. —Ser Lyonel, que le llevaba una cabeza a Ser Raymun y casi igualaba la estatura de Dunk, llevaba sobreveste de brocado con el ciervo coronado de la casa de Baratheon, y sostenía el yelmo con astas bajo el brazo. Dunk le tendió la mano—. Ser Lyonel, no hay palabras suficientes para agradeceros vuestra presencia, ni a Ser Steffon el haberos traído.

—¿Ser Steffon? —Ser Lyonel quedó perplejo—. Quien ha venido a buscarme es vuestro escudero, Aegon. El mío quiso ahuyentarlo, pero el crío se le metió entre las piernas y derramó una copa de vino encima de mi cabeza. —Rió—. ¿Sabíais que hace más de cien años que no se celebra un juicio de siete? Por nada del mundo me habría perdido la oportunidad de pelear contra los caballeros de la guardia real, y de paso retorcerle la nariz al príncipe Maekar.

—Seis —dijo Dunk a Ser Raymun con tono esperanzado, mientras Ser Lyonel se unía los demás—. Seguro que vuestro primo trae al que falta.

La multitud se alborotó. Por el extremo norte del prado, salida de la niebla del río, llegaba al trote una columna de caballeros. La encabezaban los tres de la guardia real, que con sus armaduras esmaltadas de blanco y sus largas capas del mismo color parecían fantasmas. Hasta sus escudos eran completamente blancos, como recién nevados. Trotaban detrás el príncipe Maekar y sus hijos. Aerion montaba un caballo pinto que a cada paso dejaba entrever por la coraza destellos grises, anaranjados y rojos. El corcel de su hermano era zaino, más pequeño y acorazado con escamas negras y doradas. El yelmo de Daeron llevaba una pluma verde de seda. No obstante, el aspecto más sobrecogedor lo ofrecía su padre: tenía en los hombros, la cimera y la espalda sendos colmillos de dragón, negros y curvos. La maza con pinchos sujeta a su silla de montar era un arma de aspecto tan mortífero que Dunk no recordaba haber visto ninguna igual.

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