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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

El caballero errante (11 page)

—¡Seis! —exclamó Raymun de repente—. Sólo son seis.

Dunk vio que era cierto, y pensó: tres caballeros negros y tres blancos. También les falta un hombre. ¿Sería posible que Aerion no hubiera sido capaz de encontrar al séptimo? ¿Qué significaba? ¿Lucharían seis contra seis de no encontrar ninguno de ellos al séptimo? Mientras trataba de resolver el enigma apareció Egg a su lado.

—Es hora de que os pongáis la armadura, señor.

—Gracias, escudero. Si eres tan amable…

Pate ayudó al niño. Cota de mallas, gola, grebas, guantelete, cofia, bragueta de armar… Lo convirtieron en un ser metálico, comprobando tres veces la firmeza de cada hebilla y cada cierre. Ser Lyonel, que estaba sentado, afilaba su espada con piedra de amolar, mientras los Humfreys hablaban en voz baja, Ser Robyn rezaba y Raymun Fossoway se paseaba inquieto, preguntándose por el paradero de su primo.

Cuando llegó Ser Steffon, Dunk estaba completamente armado.

—¡Raymun! —dijo—. Mi cota de mallas, por favor.

Se había puesto un jubón acolchado para llevar debajo del peto.

—Ser Steffon —dijo Dunk—, ¿qué hay de vuestros amigos? Para ser siete necesitamos otro caballero.

—Temo que necesitéis a dos —dijo Ser Steffon.

Raymun le enlazó la parte trasera de la cota.

—¿Dos, decís?

Dunk no lo entendía.

Ser Steffon cogió un guantelete de excelente acero, metió en el su mano izquierda y flexionó los dedos.

—Yo veo cinco —dijo, mientras le ataba el cinturón Raymun—. Beesbury, Rhysling, Hardyng, Baratheon y vos.

—Y vos —dijo Dunk—. Sois el sexto.

—Yo soy el séptimo —dijo Ser Steffon, sonriendo—, pero del otro bando. Lucho con el príncipe Aerion y los acusadores.

Raymun, que estaba a punto de entregar el yelmo a su primo, quedo en suspenso.

—¡No!

—Sí. —Ser Steffon se encogió de hombros—. Seguro que Ser Duncan lo entiende.

Tengo un deber para con mi príncipe.

—Le dijiste que se fiara de ti.

Raymun se había puesto blanco.

—¿De veras? —Ser Steffon cogió el yelmo de manos de su primo—. Seguro que en el momento de decirlo era sincero. Tráeme mi caballo.

—Ve a buscarlo tú —dijo Raymun, furioso—. Si crees que estoy dispuesto a tomar parte en algo así es que eres tan necio como vil.

—¿Vil? —Ser Steffon hizo chasquear la lengua—. Vigila esa lengua, Raymun. Los dos somos manzanas del mismo árbol, y tú eres mi escudero. ¿No habrás olvidado tus votos?

—No. ¿Y tú los tuyos? Juraste ser un caballero.

—Antes de que acabe el día habré dejado de ser un simple caballero para convertirme en lord Fossoway. Me gusta como suena.

Sonriente, se puso el otro guantelete, dio media vuelta y cruzó el recinto en dirección a su caballo. Los demás defensores lo miraban con desprecio, pero no hubo ninguno que intentara detenerlo.

Dunk vio que Ser Steffon llevaba a su corcel de un lado a otro del prado. Apretó los puños, pero tenía la garganta demasiado contraída para hablar. De todos modos, pensó, la gente de esa calaña no se inmuta por nada.

—Armadme caballero. —Raymun puso una mano en el hombro de Dunk y le hizo darse la vuelta—. Ocuparé yo el lugar de mi primo. Armadme caballero, Ser Duncan.

Se apoyó en una rodilla.

Dunk, ceñudo, se llevó la mano al puño de la espada, pero después vaciló.

—Raymun… No estaría bien.

—Es necesario. Sin mí sólo sois cinco.

—Tiene razón —dijo Ser Lyonel Baratheon—. Hacedlo, Ser Duncan. Todo caballero tiene derecho a armar a otro.

—¿Dudáis de mi valor? —preguntó Raymun.

—No —dijo Dunk—, por supuesto que no, pero…

Seguía titubeando.

La neblina matinal vibró con una fanfarria. Llegó corriendo Egg.

—Os llama lord Ashford, señor.

La Tormenta que Ríe sacudió la cabeza con impaciencia.

—Id, Ser Duncan. Me ocuparé yo de armar a Raymun. —Deslizó la espada fuera de la vaina y apartó a Dunk con el hombro—. Raymun de Fossoway —pronunció solemnemente, tocando al escudero en el hombro derecho con la hoja—, en el nombre del Guerrero os ordeno ser valiente. —La espada se traslado del hombro derecho al izquierdo—. En el nombre del Padre os ordeno ser justo. —De nuevo al derecho—. En el nombre de la Madre os ordeno defender a los jóvenes y los inocentes. —Izquierdo—. En el nombre de la Doncella os ordeno proteger a todas las mujeres…

Dunk los dejó en aquel punto, sintiéndose tan aliviado como culpable. Sigue faltándonos uno, pensó, mientras Egg le sujetaba a Trueno. ¿Dónde encontraré a otro hombre? Dio la vuelta al caballo y trotó hacia la tribuna, donde aguardaba lord Ashford. El príncipe Aerion fue a su encuentro desde el lado norte.

—Ser Duncan —dijo alegremente—, parece que sólo tenéis cinco paladines.

—Seis —dijo Duncan—. Ser Lyonel está armando caballero a Raymun Fossoway.

Lucharemos seis contra siete.

Conocía casos de victorias en desventaja mucho mayor.

Lord Ashford, sin embargo, negó con la cabeza.

—No está permitido, señor. Si no halláis a otro caballero que se ponga de vuestro lado se os declarará culpable de los delitos que se os imputan.

Culpable, pensó Dunk. Culpable de haber aflojado un diente, y por ese delito debo morir.

—Os pido unos instantes.

—Concedidos.

Se desplazó a lo largo de la valla. La tribuna estaba atestada de caballeros.

—Nobles señores —exclamó—, ¿hay alguien aquí que recuerde a Ser Arlan de Pennytree? Yo fui escudero suyo y servimos a más de uno de los presentes. Comimos en vuestras mesas y dormimos en vuestras salas. —Vio a Manfred Dondarrion sentado en la fila superior—. Ser Arlan fue herido al servicio de vuestro padre. —Lejos de prestarle atención, el caballero dijo algo a la dama que tenía al lado. Dunk no tuvo más remedio que seguir—. Lord Lannister, en cierta ocasión Ser Arlan os derribó en torneo. —El León Gris se miró las manos enguantadas, haciendo estudio de no levantar la vista—. Era un hombre bueno y me enseñó las artes de la caballería. No sólo espada y lanza, sino honor. Decía que los caballeros defienden a los inocentes. No es más que lo que hice. Necesito a otro caballero que luche de mi lado. Sólo uno. ¿Lord Caron? ¿Lord Swann?

Lord Swann contestó con una risa disimulada al comentario que le susurraba lord Caron al oído.

Dunk tiró de las riendas a la altura de Ser Otho Bracken y dijo en voz más baja:

—Ser Otho, vuestras dotes guerreras son de todos conocidas. Os ruego que os unáis a nosotros. Os lo ruego en nombre de los dioses antiguos y de los nuevos. Mi causa es justa.

—Quizá —dijo la Bestia de Bracken, que al menos tuvo la cortesía de responder—, pero es vuestra, no mía. Yo a vos no os conozco, joven.

Dunk, abatido, dio media vuelta a Trueno e hizo varias pasadas delante de las hileras de hombres de tez clara, hasta que la desesperación le arranco un grito.

—¿No hay caballeros de verdad entre vosotros?

Por única respuesta obtuvo el silencio.

Al fondo del prado rió el príncipe Aerion.

—¡Del dragón no se burla nadie! —exclamó.

Entonces se oyó otra voz.

—Yo lucharé en el bando de Ser Duncan.

La niebla del río se abrió para dar paso a un corcel negro, montado por un jinete del mismo color. Dunk vio el escudo del dragón y la cimera de tres cabezas esmaltada de rojo. El Joven Príncipe, pensó. ¿Es posible que se trate de él?

Lord Ashford cometió el mismo error.

—¿Príncipe Valarr?

—No, mi señor. —El caballero negro se levantó la visera—. Como no había previsto participar en las justas, no traje armadura. Mi hijo ha tenido la bondad de prestarme la suya.

El príncipe Baelor sonrío casi con tristeza.

Dunk reparó en la confusión que reinaba entre los acusadores. El príncipe Maekar espoleó a su montura.

—¿Has perdido el juicio, hermano? —Señaló a Dunk con un dedo cubierto de malla—. Este hombre atacó a mi hijo.

—Este hombre —replicó el príncipe Baelor— protegió a los débiles, como es el deber de cualquier caballero que se precie. Que decidan los dioses si tuvo o no razón. Dio un tirón a las riendas, hizo dar la vuelta al descomunal caballo negro de batalla de Valarr y trotó hacia el lado sur del prado.

Dunk lo siguió a lomos de Trueno, y los demás defensores se reunieron en torno a los dos: Robyn Rhysling, Ser Lyonel y los Humfreys. Excelentes caballeros, pensó Dunk, pero ¿serán bastante buenos?

—¿Y Raymun?

—Ser Raymun, con vuestro permiso. —El joven llegó a medio galope, sonriendo forzadamente bajo el yelmo emplumado—. Os pido disculpas, señor. Me he visto obligado a introducir ciertos cambios en mi escudo de armas, a fin de no ser confundido con mi poco honorable primo. —Enseñó a todos el escudo. El campo de oro seguía como antes; también la manzana de los Fossoway conservaba su lugar, pero no su color, convertido en verde—. Temo no estar todavía maduro, pero mejor estar verde que agusanado, ¿verdad?

Ser Lyonel rió, y Dunk no pudo evitar una sonrisa. Hasta el príncipe Baelor parecía complacido.

El capellán de lord Ashford, que se había colocado delante de la tribuna, alzó su copa de cristal, llamándolos a todos a oración.

—Escuchadme todos —dijo Baelor en voz baja—: en la primera carga los acusadores irán armados con pesadas lanzas de batalla. Son de fresno, con una longitud de ocho pies, protegidas con cintas de posibles roturas y dotadas de una punta de acero lo bastante afilada para que el peso de un corcel le permita horadar una armadura.

—Nosotros usaremos las mismas —dijo Ser Humfrey Beesbury.

Detrás de él, el capellán invocaba a los Siete, pidiéndoles que juzgaran aquel pleito y otorgasen la victoria a aquellos caballeros cuya causa fuera justa.

—No —dijo Baelor—. Nosotros lucharemos con lanzas de torneo.

—Están hechas para romperse —objetó Raymun.

—Sí, pero aparte de eso tienen doce pies de longitud. Si damos nosotros en el blanco ellos no podrán tocarnos. Apuntad al yelmo o al peto. En los torneos es galante romper la lanza contra el escudo del enemigo, pero aquí podría significar la muerte. Si logramos derribarlos y seguir montados la ventaja será nuestra. —Miró a Dunk—. En caso de que muera Ser Duncan se considerará que los dioses lo han juzgado culpable y finalizará el combate. Lo mismo ocurrirá si mueren sus dos acusadores o retiran sus acusaciones. En los demás casos, para que acabe el juicio deben morir los siete caballeros de un bando u otro.

—El príncipe Daeron no luchará —dijo Dunk.

—O en todo caso mal —dijo Ser Lyonel, divertido—. En contrapartida tenemos como oponentes a tres de las Espadas Blancas.

Baelor se lo tomó con calma.

—Fue un error por parte de mi hermano ordenar a la guardia real que luchara por su hijo. Su voto les prohíbe herir a un príncipe de sangre real. Tenemos la fortuna de que yo lo sea. —Esbozó una sonrisa—. Si lográis alejarme de los otros me ocuparé de la guardia real.

—¿Se ajusta a caballería lo que decís, excelencia? —preguntó Ser Lyonel Baratheon, al tiempo que el capellán terminaba su invocación.

—Nos lo harán saber los dioses —dijo Baelor Rompelanzas.

Se había apoderado del prado de Vado Ceniza un silencio profundo y cargado de expectación.

El corcel de Aerion, situado a setenta metros, relinchaba de impaciencia y piafaba en el barro. En comparación, Trueno estaba muy quieto. Era un caballo más viejo, veterano de medio centenar de batallas, y sabía lo que se esperaba de él. Egg entregó el escudo a Dunk.

—Que os acompañen los dioses, señor —dijo.

La visión del olmo y la estrella fugaz dio ánimos a Dunk, que metió el brazo por la correa y apretó con fuerza el asidero. Protegedme, roble y hierro, o acabaré en el infierno. Pate le trajo la lanza, pero Egg insistió en que debía ser él quien la pusiera en manos de Dunk.

Los compañeros de éste, que formaban a ambos lados, asieron las suyas y se alinearon a lo ancho. Dunk tenía a su derecha al príncipe Baelor y a su izquierda a Ser Lyonel, pero la estrechez de la ranura limitaba su visión a lo que tenía justo delante. Desaparecida la tribuna, invisible el público apretujado contra la valla, sólo quedaba el campo enfangado y la niebla lechosa en movimiento, el río, la ciudad y el castillo al norte, y el príncipe con su corcel gris, llamas en el yelmo y dragón en el escudo. Dunk le vio coger de manos de su escudero una lanza de batalla de ocho pies y color negro. Si puede, pensó, me la clavará en el corazón.

Sonó un clarín.

Por un instante brevísimo, y a pesar de que todos los caballos hubieran salido al galope, Dunk guardó la misma inmovilidad que una mosca en ámbar. Se sintió atravesado por una punzada de pánico, y pensó enloquecidamente: se me ha olvidado todo. Me cubriré de vergüenza y lo perderé todo.

Fue salvado por Trueno. El corcel castaño conocía mejor que su amo lo que tocaba, e inició un trote lento. Entonces se impuso la formación de Dunk, que dio al caballo un suave toque de espuelas y bajó la lanza. Al mismo tiempo levantó el escudo hasta cubrirse casi toda la mitad izquierda del cuerpo y le imprimió el ángulo necesario para desviar los golpes. Protegedme, roble y hierro, o acabare en el infierno.

Los gritos del público se escuchaban distantes como el oleaje. Trueno cambió de trote a galope y adquirió tal velocidad que Dunk apretó inconscientemente las mandíbulas. Entonces aplicó todo su peso a los estribos, tensó las piernas y dejó que su cuerpo participase del movimiento del caballo. Soy Trueno, pensó, y Trueno es yo; somos un solo animal; estamos unidos y somos uno. Dentro del yelmo el aire se había calentado tanto que casi le impedía respirar.

De tratarse de un torneo habría tenido a su contrincante a mano izquierda, viéndose forzado a pasar la lanza por encima del cuello de Trueno. El ángulo propiciaba la rotura del asta. Aquello, sin embargo, no era un torneo, sino un juego mortal. A falta de barreras que los separasen, los corceles cargaban de frente. El del príncipe Baelor, grande y negro, era mucho más rápido que Trueno, y Dunk lo vio por la ranura, galopando por delante. Al resto más que verlo lo intuía. No tienen importancia, pensó; sólo la tiene Aerion. Sólo él.

Vio aproximarse al dragón. Los cascos del corcel gris del príncipe Aerion salpicaban barro. Dunk vio ensancharse las fosas nasales del animal. La lanza negra seguía apuntando hacia arriba. El caballero que sostiene la lanza en alto y apunta en el último momento siempre corre el riesgo de bajarla demasiado. Eso le había dicho el viejo. Con la suya, Dunk apuntó al centro del peto del príncipe. Mi lanza forma parte de mi brazo, se dijo. Es mi dedo, un dedo de madera. Sólo tengo que tocarlo con mi largo dedo de madera.

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