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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

El caballero errante (6 page)

—E igual de fuerte, si no miente vuestro aspecto —dijo Baelor Rompelanzas—. En pie, que no habéis dicho nada malo.

Dunk obedeció, dudando entre mantener la cabeza gacha o mirar al príncipe a la cara. Tengo delante, pensó, a Baelor Targaryen, príncipe de Rocadragón, Mano del Rey y heredero del Trono de Hierro de Aegon el Conquistador. Como simple caballero errante ¿qué osaría decir a semejante personaje?

—Re… recuerdo que le devolvisteis su caballo y su armadura y no le pedisteis ningún rescate —balbuceó—. El viejo, Ser Arlan… Me dijo que erais la personificación de la caballería, y que un día los Siete Reinos estarían a salvo en vuestras manos.

—Rezo por que no sea pronto —dijo el príncipe Baelor.

—No, claro —dijo Dunk, horrorizado. Estuvo a punto de añadir que no lo había dicho en el sentido de querer ver muerto al rey, pero se contuvo a tiempo—. Os pido perdón… excelencia.

Se acordó con retraso de que el hombre robusto de barba plateada se había dirigido al príncipe Baelor como
hermano
, y pensó: también lleva la sangre del dragón, tonto de mí. Sólo podía ser el príncipe Maekar, menor de los cuatro vástagos del rey. El príncipe Aerys era un gran erudito, y el príncipe Rhaegel un loco cobarde y enfermizo. Parecía difícil que alguno de los dos cruzara medio reino para presenciar un torneo. Maekar, en cambio, tenía fama de temible guerrero por derecho propio, aunque siempre a la sombra de su hermano mayor.

—¿Deseáis pues inscribiros en las justas? —preguntó el príncipe Baelor—. La decisión está en manos del maestro de justas, pero yo no veo ninguna razón para negároslo.

El mayordomo inclinó la cabeza.

Dunk trató de dar las gracias con palabras balbucientes, pero lo cortó el príncipe Maekar.

—Sí, ya vemos que sois hombre agradecido, pero marchaos de una vez.

—Debéis perdonar a mi noble hermano —dijo el príncipe Baelor—. Le extraña la tardanza de dos de sus hijos, y teme por ellos.

—Las lluvias primaverales han engrosado muchos ríos —dijo Dunk—. Quizá se trate de un simple retraso.

—No he venido a escuchar los consejos de un caballero errante —comunicó el príncipe Maekar a su hermano.

—Podéis marcharos —dijo a Dunk el principie Baelor con tono bastante amable.

—Sí, mi señor.

Dunk hizo una reverencia y dio media vuelta. Cuando estaba a punto de salir oyó que lo llamaba el príncipe.

—Otra cosa. ¿No sois descendiente de Ser Arlan?

—Sí, mi señor… ¡Qué digo! No, no lo soy.

El príncipe señaló con la cabeza el maltrecho escudo que llevaba Dunk y el cáliz alado de su faz.

—Manda la ley que sólo los hijos legítimos puedan heredar las armas de un caballero. Tendréis que buscaros otro emblema, uno que sólo sea vuestro.

—Así lo haré —dijo Dunk—. De nuevo muchas gracias, excelencia. Os aseguro que combatiré con valentía.

Para valentía, decía el viejo a menudo, la de Baelor Rompelanzas.

Los marchantes de vino y salchichas estaban consiguiendo ganancias rápidas, y las meretrices se paseaban con descaro entre los puestos de venta y los pabellones. Las había bastante guapas, sobre todo una pelirroja. Dunk no pudo evitar una mirada a sus pechos, que se bamboleaban bajo la tela suelta del vestido. Se acordó de las monedas que llevaba en la bolsa y pensó: si quisiera podría tenerla para mí. Le gustaría mucho el tintineo de mis monedas. Podría llevármela al campamento y yacer con ella toda la noche.

Nunca se había acostado con ninguna mujer, y nada impedía que muriese en su primera justa. Los torneos eran peligrosos… pero también las prostitutas, según le había advertido el anciano. Podría robarme mientras duermo, pensó Dunk, y entonces ¿qué? Cuando la pelirroja le lanzó una mirada por encima del hombro, Dunk negó con la cabeza y se alejó.

Encontró a Egg entre los espectadores de las marionetas, cruzado de piernas en el suelo, con la capucha de la capa puesta para esconder su calvicie. Atribuyó el temor del niño a entrar en el castillo a una mezcla de timidez y vergüenza. No se considera digno de alternar con nobles y damas, pensó, y menos con príncipes. A él de pequeño le había pasado lo mismo: más allá del sucio barrio de Lecho de pulgas el mundo le parecía tan intimidador como fascinante. Egg sólo necesita tiempo, pensó. Por el momento juzgó más considerado darle unas monedas de cobre y dejar que se divirtiese en la feria que arrastrarlo al castillo contra su voluntad.

Las titiriteras representaban la historia de Florian y Junquilla. La gruesa mujer dorna manejaba a Florian, con su armadura multicolor, mientras la joven alta tiraba de los hilos de Junquilla.

—¡Tú no eres caballero! —decía al ritmo con que la marioneta abría y cerraba la boca—. Te conozco: eres Florian el Bufón.

—Razón tenéis, señora —contestaba la otra marioneta, puesta de rodillas—. No ha habido bufón mayor ni caballero más valiente.

—¿Bufón y caballero a la vez? —decía Junquilla—. En mi vida oí tal cosa.

—Gentil señora —decía Florian—, en cuestión de mujeres todos los hombres son bufones y caballeros.

El espectáculo era una mezcla lograda de tristeza y fantasía. No faltaba el duelo a espada final, ni un gigante muy bien pintado. A su término, la mujer gorda se paseó por el público recogiendo monedas, mientras la chica guardaba los títeres.

Dunk recogió a Egg y fue a verla.

—¿Sí, señor? —dijo ella, mirando de reojo y sonriendo a medias.

Pese a llevarle una cabeza, Dunk nunca había visto una chica tan alta.

—Ha estado muy bien —dijo Egg, entusiasmado—. Me gusta mucho la manera de moverlos: Junquilla, el dragón… El año pasado vi unas marionetas, pero se movían a sacudidas. Las vuestras no.

—Gracias —dijo la chica educadamente.

—Sí, y hay que decir que tenéis figuras muy bien talladas —intervino Dunk—; sobre todo el dragón, que es una bestia horrible. ¿También los fabricáis?

La chica asintió con la cabeza.

—Las esculpe mi tío y yo las pinto.

—¿Podríais pintarme algo a mi? Os pagaría. —Se bajó el escudo del hombro para enseñárselo—. Necesito que me pinten algo encima del cáliz.

Primero la chica miró el escudo, y después a su dueño.

—¿Qué queréis que os pinten?

Dunk no se lo había planteado. ¿Qué escoger aparte del cáliz alado del viejo?

Tenía la cabeza hueca. Más duro de mollera que muralla de castillo—. Pues… No estoy seguro. —Se dio cuenta, abatido, de que se le enrojecían las orejas—. Debo de pareceros un tonto integral.

La chica sonrió.

—Todos los hombres son bufones y caballeros.

—¿Qué colores tenéis? —preguntó él, con la esperanza de que le diera una idea.

—Con mezclas puedo conseguir el que queráis.

A Dunk, el marrón del viejo siempre le había parecido muy soso.

—El campo debería tener el color de una puesta de sol —dijo de pronto—. Al viejo le gustaban. En cuanto al emblema…

—Un olmo —dijo Egg—. Un olmo grande como el del río, con el tronco marrón y las ramas verdes.

—Sí —dijo Dunk—, no estaría mal. Un olmo… pero con una estrella fugaz encima.

¿Podríais?

La chica asintió.

—Dadme el escudo y os lo pintaré esta misma noche. Lo tendréis a primera hora.

Dunk se lo tendió.

—Me llamo Ser Duncan el Alto.

—Yo Tanselle. —La chica se rió—. De niña me llamaban
la giganta
.

—No lo sois —dijo Dunk sin pensar—. Tenéis la estatura perfecta para…

Al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir se puso como un tomate.

—¿Para qué? —preguntó Tanselle, ladeando la cabeza inquisitivamente.

—Para las marionetas —dijo él para salir del paso.

El primer día del torneo amaneció claro y soleado. Dunk compró comida para llenar todo un saco, lo cual les permitió desayunarse con huevos de oca, pan frito y tocino. No obstante, una vez preparada la comida, Dunk se halló sin apetito. Se notaba la barriga dura como una piedra, aun sabiendo que no era el día de su estreno como justador. El derecho a retar por primera vez a los paladines recaía en los caballeros de cuna más noble y mayor renombre, así como a los señores terratenientes, sus hijos y los paladines de otros torneos.

Egg habló sin parar durante todo el desayuno, haciendo comentarios y previsiones sobre tal y cual caballero. Lo de que conocía a todos los mejores caballeros de los Siete Reinos no era ninguna broma, pensó Dunk, atribulado. Encontraba humillante prestar tanta atención a las palabras de un huérfano mal alimentado. No obstante, si llegaba la hora de enfrentarse con alguno de aquellos caballeros los conocimientos de Egg podían serle útiles.

El prado era un hervidero de gente, a quién más decidido a hacerse con un buen puesto de observación. Los codazos de Dunk no tenían nada que envidiar a los ajenos. Poseía además la ventaja de su estatura. Avanzó hasta subirse a un montículo a cinco metros de la valla. Cuando Egg se quejó de que sólo veía culos Dunk se lo puso encima de los hombros. La tribuna, que estaba al otro lado del prado, se llenaba de señores y damas de alta alcurnia, a los que había que sumar unos cuantos burgueses y una veintena de caballeros que habían decidido retrasar su entrada en liza. Dunk no vio al príncipe Maekar, pero sí reconoció al príncipe Baelor, sentado junto a lord Ashford.

El sol arrancaba destellos dorados de la fíbula con que se sujetaba el príncipe la capa en el hombro, y de la diadema que ceñía sus sienes. Por lo demás, el atavío de Baelor era más sencillo que el de los demás nobles. La verdad, pensó Dunk, es que con ese pelo negro no parece un Targaryen; y se lo dijo a Egg.

—Dicen que salió a su madre —le recordó el niño—, que era una princesa de Dorne.

Los cinco paladines habían montados sus pabellones en el borde septentrional del terreno de justas, muy cerca del río. Las dos más pequeñas eran de color naranja, y los escudos expuestos a la entrada llevaban el emblema del sol y el cheurón blancos. Debían de Ser Androw y Robert, hijos de lord Ashford y hermanos de la hermosa zagala. Dunk nunca había oído comentar sus proezas a ningún caballero, señal de que tenían muchas posibilidades de ser los primeros en caer.

Al lado de los pabellones de color naranja había otro mucho más grande, de un verde saturado. Lo remataba un estandarte con la rosa de Altojardín, emblema que también adornaba el gran escudo verde puesto al lado de la entrada.

—Es Leo Tyrell, señor de Altojardín —dijo Egg.

—Ya lo sé —repuso Dunk, irritado—. Serví con el viejo en Altojardín cuando tu ni siquiera habías nacido. —Personalmente apenas se acordaba, pero Ser Arlan le había hablado mucho del señor de Altojardín: incomparable en los torneos, y eso que ya peinaba canas—. El de al lado de la tienda, vestido de verde y oro y con barba gris, debe de ser lord Leo.

—Sí —dijo Egg—. Lo vi una vez en Desembarco del Rey. No os conviene enfrentaros con él.

—Mira, niño, para saber a quién retar no me haces falta tú.

El cuarto pabellón estaba hecho de trozos de tela en forma de rombo, unos rojos y otros blancos. Dunk no reconoció los colores, pero Egg dijo que pertenecían a un caballero del valle de Arryn, un tal Humfrey Hardyng.

—El año pasado, en Estanque de la Dama, ganó en un combate de todos contra todos. También derribó a Ser Donnel de Duskendale en combate singular, y a los señores de Arryn y Royce.

El último pabellón era el del príncipe Valarr. Estaba confeccionado con seda negra y una franja de pendones puntiagudos de color rojo que colgaban del techo como largas llamas. El escudo expuesto era de un negro lustroso, con el dragón de tres cabezas de la casa de Targaryen. Lo acompañaba un miembro de la guardia real, cuya armadura, blanca y resplandeciente, contrastaba duramente con lo negro de la seda. Al verlo Dunk se preguntó si habría algún caballero que se atreviera a tocar con la lanza el escudo el dragón. Valarr, a fin de cuentas, era nieto del rey, e hijo de Baelor Rompelanzas.

Su inquietud era infundada. Cuando sonaron los clarines que convocaban a los retadores, los cinco paladines de la hija de lord Ashford fueron llamados en su defensa. Dunk oyó el murmullo de entusiasmo con que acogía la multitud la llegada de los retadores, que desfilaron uno a uno por el extremo sur del campo de justas. Los heraldos proclamaron sus nombres a cada aparición. Los caballeros hicieron un alto delante de la tribuna, donde bajaron las lanzas en saludo a lord Ashford, el príncipe Baelor y la hermosa zagala, y siguieron hacia el norte del prado, donde elegirían oponente. El León Gris de Roca Casterly tocó el escudo de lord Tyrell, al tiempo que su rubio heredero, Ser Tybolt Lannister, desafiaba al hijo mayor de lord Ashford. Lord Tully de Aguasdulces aplicó el borne al escudo de rombos de Ser Humfrey Harding. Ser Abelar Hightower tocó el de Valarr, y el menor de los Ashford recibió el desafío de Ser Lyonel Baratheon, llamado la Tormenta que Ríe.

Los retadores trotaron de nuevo hacia el margen sur del terreno de justas, donde aguardaron la llegada de sus enemigos: Ser Abelar, de plata y gris, con el emblema de una torre de piedra coronada por el fuego; los dos Lannister de rojo, con el león dorado de Roca Casterly; la Tormenta que Ríe de oro, con un ciervo negro en el peto y el escudo, y una cornamenta de hierro por cimera; y por último lord Tully, cuya capa azul y roja se sujetaba en ambos hombros gracias a sendas truchas plateadas. Los cinco levantaron sus lanzas, de casi cuatro metros de longitud, mientras el viento hacia restallar los pendones.

En el extremo norte del campo los escuderos sujetaban a los corceles, de vistosas bardas, para que montasen los paladines. Estos se pusieron los yelmos y tomaron lanzas y escudos, iguales en esplendor a los de sus contrincantes: las sedas anaranjadas de los Ashford, los rombos rojos y blancos de Ser Humfrey, los jaeces de raso verde con rosas doradas del caballo de lord Leo… Destacaba, por supuesto, Valarr Targaryen. El corcel del Joven Príncipe era negro como la noche, a juego con el color de su armadura, lanza, escudo y guarnición. La cimera era un dragón tricéfalo con las alas abiertas, esmaltado de rojo. Otro dragón, igual al primero, figuraba en la brillante superficie del escudo. Cada paladín llevaba anudada al brazo una cinta de seda naranja, prenda de la hermosa zagala.

En el momento en que los paladines ocuparon sus puestos, el prado de Vado Ceniza enmudeció. Después sonó un clarín y estalló sin transición la algarabía. Diez pares de espuelas plateadas se hincaron en los flancos de diez grandes corceles; mil voces prorrumpieron en gritos y jaleos, cuarenta cascos herrados golpearon y arrancaron la hierba, diez lanzas quedaron fijas en posición horizontal, vibró todo el prado, y entre fragores de madera y metal se verificó el encontronazo de los paladines y los retadores. Poco después las parejas se habían separado y los caballeros daban media vuelta para otra acometida. Lord Tully se tambaleó en su silla, pero logró no caerse. Cuando el público se dio cuenta de que se habían roto las diez lanzas estalló en una gran ovación, espléndido augurio para el éxito del torneo y testimonio de la destreza de los competidores.

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