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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

El caballero errante (3 page)

Caminaba entre matojos, barruntando sus posibilidades de victoria, cuando entrevió una hoguera por la vegetación. ¿Qué sería? Desenvainó la espada sin pensárselo dos veces y avanzó por los hierbajos.

Emergió de ellos profiriendo palabras malsonantes, pero frenó en seco al ver junto a la hoguera al niño de la posada.

—¿Tú? —Bajó la espada—. ¿Qué haces tú aquí?

—Pescado a la brasa —dijo el crío, siempre lenguaraz—. ¿Os apetece?

—Lo que te pregunto es como has llegado aquí. ¿Has robado un caballo?

—Subido al carro de un hombre que llevaba corderos al castillo para la despensa del señor de Vado Ceniza.

—Pues ya puedes ir averiguando si sigue por aquí o buscándote otro carro, porque yo no te quiero.

—No podéis obligarme —dijo el niño con impertinencia—. Ya estoy harto de la posada.

—Basta de insolencias —advirtió Dunk—. Lo que debería hacer es echarte a lomos de mi caballo y devolverte a casa ahora mismo.

—Os perderíais el torneo —dijo el niño—, porque soy de Desembarco del Rey.

Dunk sospechó una tomadura de pelo, pero aquel rapaz no podía saber que él también era nativo de Desembarco del Rey. Seguro que es otro pobre diablo de Lecho de pulgas, pensó. No me extraña nada que quisiera marcharse.

Se sintió ridículo con la espada en la mano delante de un huérfano de ocho años.

La envainó con mala cara, para que el niño se diera cuenta de que no toleraría más desplantes. Pensó que debería darle unos azotes, pero le daba demasiada lástima. Echó un vistazo a la redonda. La hoguera ardía con fuerza en su círculo de piedras. Los caballos habían sido cepillados y la ropa puesta a secar en el olmo, por encima del fuego.

—¿Qué hace mi ropa colgando?

—La he lavado —contestó el niño—. También he limpiado los caballos, he encendido el fuego y he pescado esto. Quería plantaros la tienda pero no la he encontrado.

—Mi pabellón es esto.

Dunk levantó el brazo, señalando las ramas que los cubrían.

—Eso es un árbol —dijo el niño, impasible.

—A un caballero de verdad no le hace falta ningún otro pabellón. Preferiría dormir con las estrellas por techo que en una tienda llena de humo.

—¿Y si llueve?

—Me protegerá el árbol.

—Traspasa.

Dunk se rió.

—Es verdad. Te seré sincero: no tengo con qué pagar un pabellón. Y ya que estamos, te aconsejo que des la vuelta al pescado o lo tendrás chamuscado por un lado y crudo por el otro. No sirves para pinche.

—Si quisiera sí —dijo el niño.

Aun así giró el pescado.

—¿Qué te ha pasado en el pelo? —preguntó Dunk.

—Me lo raparon los médicos.

El niño se puso la capucha de su capa marrón, como si de repente le diera vergüenza.

Dunk había oído contar que era un remedio contra los piojos o determinadas enfermedades.

—¿Estás enfermo?

—No —dijo el niño—. ¿Cómo os llamáis?

—Dunk.

El pobre rapaz se rió a carcajadas, como si fuera lo más divertido que hubiera oído en toda su vida.

—¿Dunk? —repitió—. ¿Ser Dunk? No es nombre de caballero. ¿Es una abreviación de Duncan?

¿Una abreviación? Dunk no recordaba haber sido llamado de otra manera por el viejo, ni guardaba demasiados recuerdos de su vida anterior.

—Sí —contestó—. Ser Duncan de… —No tenía apellido ni linaje. Ser Arlan lo había encontrado viviendo por los lupanares y los callejones de Lecho de pulgas, simple golfillo que no conocía a sus padres. ¿Qué contestar?
Ser Duncan de Lecho de pulgas
no sonaba muy caballeresco. Podía ponerse de Pennytree, pero ¿y si le preguntaban dónde estaba? Dunk nunca había estado en Pennytree, ni sabía mucho de la población por boca del viejo. Frunció el entrecejo, guardó silencio y acabó por añadir—: Ser Duncan el Alto.

Lo de alto no podía discutírsele, y sonaba imponente.

El renacuajo no dio muestras de compartir su opinión.

—Es la primera vez que oigo el nombre de Ser Duncan el Alto.

—¿Conque conoces a todos los caballeros de los Siete Reinos?

El niño lo miró con descaro.

—A los buenos sí.

—Yo no estoy por debajo de nadie. Al final del torneo habrán quedado convencidos. ¿Y tú, ladrón? ¿Te llamas de alguna manera?

El niño titubeó, hasta decir:

—Egg.
[2]

Dunk evitó reírse. Pensó: es verdad que tiene una cabeza que parece un huevo.

Los niños pequeños pueden ser muy crueles, igual que las personas mayores.

—Egg —dijo—, debería darte una buena zurra y despacharte, pero la verdad es que no tengo pabellón ni escudero. Si juras cumplir mis órdenes te permitiré servirme en lo que dure el torneo. Después veremos. Si decido que me convienen tus servicios irás vestido y comido. Puede que la ropa que te dé sea muy tosca, y la comida salazones de carne y pescado con alguna que otra pieza de caza cuando no haya guardias forestales rondando, pero hambre no pasarás. Además prometo no pegarte si no te lo mereces.

Egg sonrió.

—Sí, mi señor.

—Ser —lo corrigió Dunk—. Sólo soy un caballero errante.

Se preguntó si lo estaría viendo el viejo desde las alturas, y dirigiéndose a él pensó: Le enseñaré las artes de la batalla, Ser; las que me enseñasteis vos a mí. Parece de buena pasta y no hay que descartar que llegue a caballero.

El pescado, cuando lo comieron, resultó estar un poco crudo por dentro, y el mozo no había quitado todas las espinas, pero no dejaba de ser una exquisitez en comparación con la dureza de la carne en salmuera.

Egg no tardó en caer dormido junto a las ascuas. Dunk se tendió de espaldas a poca distancia con las manos en la nuca, contemplando el firmamento estrellado.

Llegaba a sus oídos la música del prado, que quedaba a un kilómetro y medio. Las estrellas se contaban por millares. Vio caer una, trazando un rastro verde que brilló y desapareció.

Las estrellas fugaces dan suerte a quien las ve, pensó; pero a estas horas los demás caballeros están en sus pabellones, viendo seda en lugar de cielo. La suerte, por lo tanto, es toda mía.

Lo despertó por la mañana el canto de un gallo. Egg seguía acurrucado debajo de la peor de las dos mantas del viejo. No ha aprovechado la noche para escapar, pensó Dunk. Por algo se empieza. Lo despertó con el pie.

—Arriba, que hay trabajo. —El niño se levantó con rapidez, frotándose los ojos—. Ayúdame a ensillar a Pasoquedo.

—¿Y el desayuno?

—Hay ternera salada, pero será para después.

—Preferiría comerme al caballo —dijo Egg—. Ser.

—Si no obedeces te comerás mi puño. Ve a buscar los cepillos. Están en la alforja. Esa, sí.

Cepillaron juntos la gualdrapa del palafrén, le echaron al lomo la mejor silla de Ser Arlan y ataron las correas. Dunk comprobó que cuando Egg se concentraba era buen trabajador.

—Calculo que estaré fuera todo el día —le dijo después de montar—. Tú quédate, arregla el campamento y cerciórate de que no merodee ningún otro ladrón.

—¿Me dejáis una espada para ahuyentarlos? —preguntó Egg.

Dunk reparó en que tenía los ojos azules y muy oscuros, casi violetas. Su calvicie hacía que parecieran enormes.

—No —contestó—. Bastará con un cuchillo. Y más vale que te encuentre aquí a mi regreso, ¿eh? Como me robes y escapes juro que te perseguiré. Con perros.

—No tenéis —señaló Egg.

—Ya los conseguiré —dijo Dunk—. Solo para ti.

Dirigió a Pasoquedo hacia el prado y salió al trote, confiando en que la amenaza persuadiera al zagal. A excepción de la ropa que llevaba, la armadura de la alforja y el caballo que montaba, dejaba todas sus pertenencias en el campamento. Ha sido una sandez fiarme tanto del niño, pensó, pero el viejo hizo lo mismo por mí. Ha debido de enviarlo la Madre para darme la oportunidad de saldar mi deuda.

Al cruzar el prado oyó martillazos a la orilla del río. Eran carpinteros montando barreras y una tribuna de altura considerable. También estaban siendo erigidos algunos pabellones más, mientras los caballeros que ya estaban aposentados descansaban de la juerga nocturna o tomaban el desayuno. Dunk olió a humo y tocino.

Al norte del prado corría el río Cockleswent, afluente del caudaloso Mander. La ciudad y el castillo estaban al otro lado del vado, de escasa profundidad. Durante sus viajes con el anciano Dunk había visto varias ciudades de mercado. Vado Ceniza se contaba entre las más hermosas. Las casas encaladas, con techumbre de paja, presentaban un aspecto acogedor. De pequeño Dunk siempre había tenido curiosidad por saber cómo se vivía en tales lugares: dormir siempre bajo techo y despertarse cada mañana entre los mismos muros. Es posible, pensó, que no tarde en descubrirlo. Yo y Egg. ¿Por qué no? Cosas más raras se veían a diario.

El castillo de Vado Ceniza era una construcción de piedra con forma triangular, dotada de torres redondas de diez metros de altura en cada ángulo y un grueso recinto amurallado que las conectaba entre sí. En sus almenas había estandartes anaranjados con el blasón de su señor (un sol y un cheurón blancos). Guardaban las puertas del castillo varios alabarderos con librea anaranjada y blanca, que observaban a la gente y parecían menos ocupados en mantenerla a distancia del portón que en cruzar bromas con alguna lechera de buen ver. Dunk tiró de las riendas delante del individuo bajo y con barba a quien tomó por el capitán de todos ellos, y preguntó por el maestro de justas.

—Tienes que hablar con Plummer, el mayordomo. Sígueme.

Una vez que estuvo en el patio de armas Dunk dejó a Pasoquedo en manos de un mozo de cuadra, se echó al hombro el escudo mellado de Ser Arlan y siguió al capitán de la guardia desde el establo a una torrecilla cobijada en un ángulo de la muralla. Los escalones que llevaban al camino de ronda eran muy empinados.

—¿Vienes a inscribir a tu señor para el torneo? —preguntó el capitán durante el ascenso.

—No, quiero inscribirme yo.

—¿De veras? —Le pareció ver una sonrisa burlona en el rostro del capitán, pero no estaba seguro—. Es aquella puerta. Yo vuelvo a mi puesto.

Dunk abrió la puerta y encontró al mayordomo sentado a una mesa de caballete, escribiendo a pluma en un pergamino. Tenía el pelo blanco, con entradas, y una expresión muy seria.

—¿Si? —dijo al levantar la cabeza—. ¿Qué quieres? —Dunk cerró la puerta.

—¿Sois Plummer, el mayordomo? Vengo por el torneo. A apuntarme en la lista.

Plummer apretó los labios.

—El torneo de mi señor está reservado a los caballeros. ¿Lo sois vos?

Dunk asintió con la cabeza, preguntándose si se le habrían puesto rojas las orejas.

—¿Y por fortuna tenéis nombre?

—Dunk. —¿Cómo se le ocurría?—. Ser Duncan, El Alto.

—¿Y de dónde procedéis, Ser Duncan el Alto?

—De todas partes. He sido escudero de Ser Arlan de Pennytree desde los cinco o seis años. Este es su escudo. —Lo enseñó al mayordomo—. Veníamos al torneo, pero se resfrío y murió. Antes del último suspiro me armó caballero con su propia espada.

Dunk desenvainó el arma y la dejó sobre la castigada mesa de madera.

El maestro de justas apenas la miró.

—No cabe duda de que es una espada, aunque debo decir que desconocía al tal Arlan de Pennytree. ¿Erais pues su escudero?

—Siempre dijo que se proponía verme armado caballero. Antes de morir pidió su espada e hizo que me arrodillara. Después me tocó una vez en el hombro derecho, otra en el izquierdo y pronunció unas palabras. Cuando me levanté dijo que ya era caballero.

—Mmm. —El tal Plummer se rascó la nariz—. Es cierto que cualquier caballero tiene derecho a armar a otro, si bien lo habitual, antes de hacer los votos, es someterse a una vigilia y ser ungido por un sacristán. ¿Tuvo algún testigo la ceremonia?

—Sólo un petirrojo que estaba en un espino. Lo oí cantar mientras mi anciano señor pronunciaba las palabras. Me exhortó a ser buen caballero, obedecer a los siete dioses, defender a los inocentes y los desvalidos, servir a mi señor con lealtad y defender el reino con todas mis fuerzas. Yo juré hacerlo.

—Estoy seguro de ello. —Dunk se fijó inevitablemente en que Plummer no se dignaba llamarlo «Ser»—. Tendré que consultarlo con lord Ashford. ¿Hay entre los presentes algún caballero de renombre capaz de identificaros a vos o a vuestro difunto señor?

Dunk reflexionó.

—Creo haber visto un pabellón con el estandarte de la casa de Dondarrion. Negro, con un relámpago amarillo.

—Tiene que ser el de Ser Manfred, miembro de la casa que decís.

—Hace tres años Ser Arlan sirvió a su padre en Dorne. Es posible que Ser Manfred me recuerde.

—Yo os aconsejaría que hablaseis con él. Si responde por vos traedlo mañana a la misma hora.

—Así lo haré, señor.

Dunk dio un paso hacia la puerta.

—Ser Duncan —lo llamó el mayordomo.

Dunk dio media vuelta.

—¿Sois consciente de que salir derrotado de un torneo significa entregar las armas, la armadura y el caballo al vencedor y pagar por su rescate?

—Sí, lo sé.

—¿Poseéis la suma necesaria para el rescate en cuestión?

Esta vez estuvo seguro de tener rojas las orejas.

—No voy a necesitarla ——dijo, rezando por que fuera verdad.

Sólo necesito una victoria, pensó. Si venzo en mi primera justa tendré la armadura y el caballo del perdedor, o sus monedas, y podré superar una derrota.

Descendió los escalones con lentitud, reacio a dar el paso siguiente. Al llegar al patio echó mano a uno de los mozos de cuadra.

—Tengo que hablar con el caballerizo de lord Ashford.

—Ahora mismo lo aviso.

El establo era frío y oscuro. Pasó al lado de un caballo gris que se le encabritó.

Pasoquedo, en cambio, relinchó suavemente y toco con el morro la mano que le acercaba Dunk.

—Tu sí que eres buena —murmuró él.

El viejo siempre había dicho que a un caballero no le convenía encariñarse de ningún caballo porque lo lógico era que se le murieran unos cuantos con la silla puesta, pero él había sido el primero en no seguir su propio consejo. Más de una vez Dunk lo había visto gastarse la última moneda de cobre en una manzana para el viejo Castaño o un poco de avena para Pasoquedo y Trueno. Ser Arlan había usado al palafrén como caballo de viaje, cabalgando en ella miles de kilómetros a lo largo y ancho de los Siete Reinos. Dunk tuvo la sensación de traicionar a un viejo amigo, pero no tenía elección. Castaño era demasiado viejo para valer gran cosa, y a Trueno lo necesitaba para las justas.

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