El Camino de las Sombras (67 page)

Algo lo hizo detenerse antes de salir por la puerta. Notaba algo raro fuera. Se dirigió a su ventana, abrió los postigos de madera —las habitaciones de los criados no tenían cristales— y se asomó por el hueco al espantoso jardín de estatuas cenariano.

Los meisters habían montado allí su campamento, suponiéndolo un centro de poder. El vürdmeister Goroel siempre había disfrutado haciendo mofa de los dioses y los reyes muertos de los países conquistados. Su negativa a ocupar habitaciones en el castillo era puro teatro pero, cuando los meisters iban a la guerra, a Goroel le gustaba demostrar al rey dios que vivían como el último soldado. «Insufrible.»

Un hombre se encaramó a una de las estatuas. Neph no distinguía las facciones con claridad, pero sin duda no era khalidorano. «¿Sethí? ¿Qué hace un sethí con una espada subiéndose a una estatua en plena guerra?» A sus pies había un herrero enorme con el pelo rubio que miraba hacia todas partes con nerviosismo. Neph sacudió la cabeza. Al vürdmeister Goroel no le haría ninguna gracia un insulto semejante.

—¡Brujos del rey dios! —gritó el hombre de la estatua con voz estentórea, amplificada una docena de veces mediante magia. «¿Un mago?»—. ¡Brujos del falso rey dios, escuchadme! ¡Venid a mí! ¡Este día, sobre esta roca, seréis despedazados! ¡Venid y que vuestra arrogancia encuentre su recompensa!

Si no hubiese proferido una herejía, los brujos quizá habrían dejado que el vürdmeister Goroel se ocupase de él, pero la herejía se atajaba. Debía atajarse. Al instante. Un mínimo de treinta meisters invocaron su vir.

Los sentidos mágicos de Neph explotaron. Salió disparado contra la pared y se derrumbó. Era como si mil demonios chillaran al unísono en cada uno de sus oídos. Un foco de magia como una hoguera, como un segundo sol, explotó y engulló todo el castillo. Neph sintió el cosquilleo de su vir, que ardió a medida que el estallido de magia le pasaba por encima. No había recurrido a él, y probablemente eso fue lo que lo salvó. El poder que invadía el castillo era más magia de la que jamás había imaginado. Más magia de la que el mismísimo rey dios podía blandir.

Unas motitas de magia se alzaron para enfrentarse a la oleada. Los meisters, dedujo Neph. Los brujos que aún no habían invocado su vir recurrieron a él. Eran como moscas intentando apagar una hoguera con el viento de sus alas. La magia los buscó uno por uno, los envolvió y los quemó hasta reducirlos a montones de ceniza. Neph sintió que los zarcillos de poder de sus compañeros se quebraban y reventaban uno tras otro.

La conflagración se había iniciado en el patio, en ese extraño jardín cenariano de estatuas. ¿Debía quedarse donde estaba y vivir? ¿Se atrevía a bajar a plantar cara a ese fuego? ¿Qué haría ese titán de mago si Neph osaba enfrentarse a él? ¿Qué le haría el rey dios si no ofrecía resistencia?

Un pensamiento extraño e inconexo asaltó a Kylar mientras abría la última puerta y caminaba hacia el salón del trono. «Por eso estaban nerviosos esos guardias de delante de las Fauces: eran un cebo. Ahora yo también lo soy.»

Su siguiente pensamiento fue sobre el credo de Durzo: la vida está vacía. Era un credo al que había faltado el propio Durzo, un credo vacío. Ni salvaba la vida ni la hacía más fácil. Para un ejecutor, la hacía más segura porque aniquilaba su conciencia. O al menos lo intentaba. Durzo había intentado vivir de acuerdo con ese credo y se había descubierto demasiado noble para ello.

Kylar se preguntó qué lo había llevado hasta allí. Estaba preparado para morir. ¿Era el orgullo, creerse capaz de superar cualquier adversidad? ¿Era el deber hacia Durzo, creer que debía pagar su deuda de vida salvando a Uly? ¿Era la revancha, odiar tanto a Roth que estaba dispuesto a morir para matarlo? ¿Era el amor?

«¿Amor? Qué tonto soy.» Sentía algo por Elene, eso era cierto. Algo intenso, embriagador e irrazonable. Tal vez fuera amor, pero ¿qué amaba, a Elene o a una imagen de ella, entrevista desde lejos, compuesta con el pegamento de las suposiciones?

A lo mejor era un último vestigio de romanticismo lo que lo había llevado hasta allí, un poso de los cuentos de príncipes y héroes que le había leído Ulana Drake. A lo mejor había pasado demasiado tiempo con personas que creían en falsas virtudes como el valor y el sacrificio personal, las que Durzo había intentado enseñarle a despreciar. A lo mejor lo habían contagiado.

Sin embargo, el porqué de su presencia allí en realidad no importaba. Era lo correcto. Él no valía nada. Si su vida vacía podía servir de rescate para la de Elene, habría logrado algo bueno. Sería lo único que hubiese hecho nunca de lo que podría enorgullecerse. Y si de paso le daba una oportunidad a Uly, tanto mejor.

Él también tendría su propia oportunidad: la de matar a Roth. Kylar había iniciado otros combates sintiéndose confiado, pero aquello era más que confianza. Al entrar en el corto pasillo que conducía al salón del trono, se sentía en paz.

Un gemido agudo rompió el silencio. Los hombres que estaban en la habitación mirando hacia la puerta agarraron sus armas con más fuerza.

«Una alarma mágica para avisarles de que he llegado.»

Había montañeses, por supuesto. Ya se lo esperaba. Pero no se había esperado treinta. Y había brujos. Con eso también contaba, pero no con cinco.

Las puertas del pasillo en el que había alzado a Elene y a Uly se abrieron de par en par y diez montañeses más le cortaron la retirada.

Dio unos pasos rápidos y se metió en el salón del trono saltando a ras de suelo, con la esperanza de dejar atrás los primeros ataques. La sala era enorme, y el trono de marfil y asta se elevaba por encima de los asientos de la asamblea mediante dos anchos tramos de escalones, separados por un rellano plano. Roth ocupaba el trono, flanqueado por dos brujos. Los otros tres estaban de pie en el rellano. Los montañeses se hallaban repartidos por todo el perímetro de la sala.

El salto lo llevó más allá de las espadas de dos montañeses que lanzaban estocadas a lo loco delante de la puerta, con la esperanza de alcanzar al ejecutor invisible por un golpe de suerte.

Kylar desenvainó a Sentencia de la funda que llevaba a la espalda y rodó hasta ponerse en pie.

Un enjambre de manos minúsculas apareció en el aire cuando los brujos empezaron a entonar cánticos. Las manos lo buscaban, le daban pellizcos. El suelo era un hervidero de manos fantasmales que saltaban y se daban zarpazos entre ellas en su afán por agarrarlo.

Kylar se apartó de un salto e intentó cortarlas, pero su espada las atravesó sin herirlas; no había nada que cortar.

El enjambre de manos lo cubrió, cada vez más espeso, reforzándose a medida que dos de los brujos empezaron a recitar al unísono. Entonces, mientras las manos lo sujetaban derecho, Kylar notó que algo más lo agarraba. Se sintió como un bebé atrapado entre los dedos de un gigante.

La fuerza desconocida debilitó de un zarpazo el camuflaje del ka'kari. Kylar lo retiró. No le serviría de mucho ser parcialmente invisible si no podía moverse.

«Bueno, ha sido glorioso. Entre todos los idiotas que se han metido a sabiendas en trampas a lo largo de la historia probablemente este sea el desenlace más lamentable.»

Kylar había deseado —qué narices, había previsto— por lo menos llevarse por delante a un puñado de guardias. Quizá un brujo. Dos habría estado bien. Durzo se revolvería en su tumba del disgusto.

—Sabía que vendrías, Blint —alardeó Roth desde el trono. Se puso en pie de un saltito e hizo un gesto a los brujos.

Kylar se elevó por los aires y salió disparado hacia delante, transportado mágicamente escalera arriba y luego depositado en el rellano de debajo del trono.

«¿Blint? Dioses, he caído en una trampa que ni siquiera estaba pensada para mí.»

Los dedos mágicos le arrancaron la máscara.

—¿Kylar? —dijo Roth, atónito. Rompió a reír.

—Mi príncipe, cuidado —le advirtió una bruja pelirroja desde el lado derecho de Roth—. Tiene el ka'kari.

Roth dio una palmada y volvió a reír, como si no diera crédito a su suerte.

—¡Y justo a tiempo! Oh, Kylar, si no fuese como soy, casi te dejaría vivir.

La réplica ingeniosa murió en los labios de Kylar cuando se asomó a los ojos de Roth. Si la mayoría de sus murientes tenían una taza de oscuridad en sus almas, Roth contenía un río, ilimitado y sombrío, una oscuridad embravecida y devoradora con voz de trueno. Tenía ante sí un hombre que odiaba todo lo que podía ser amado.

—Capitán —dijo Roth—, ¿dónde están la niña y la criada de las cicatrices?

Uno de los hombres que había entrado detrás de Kylar informó:

—Las hemos perdido, majestad.

—Estoy decepcionado, capitán —dijo Roth, pero su voz era de júbilo—. Desperdedlas.

—Sí, alteza —respondió el soldado. Cogió a sus diez montañeses y volvió a salir al pasillo.

Roth devolvió su atención a Kylar.

—Y ahora —dijo—, el postre. Kylar, ¿sabes cuánto tiempo llevo buscándote?

Kylar parpadeó y se liberó de aquella mirada, cerró de algún modo sus sentidos a la maldad del hombre que tenía delante. Se obligó a adoptar un tono indiferente.

—Dado que soy el hombre que va a matarte, yo diría que... en fin, desde que te miraste por primera vez en un espejo y te diste cuenta de lo feísimo que eres.

Roth aplaudió.

—Muy ingenioso. Verás, Kylar, me siento como si llevaras años a mi sombra, oponiéndote a todo lo que he hecho. Lo de robarme el ka'kari me irritó mucho.

—Bueno, me gusta tocar las narices —replicó Kylar, que en realidad no estaba prestando atención. ¿Oponiéndose a él durante años? Roth estaba loco de verdad. Si ni siquiera lo conocía. Aun así, lo dejaría despotricar todo lo que quisiera. Tensó los músculos con disimulo para evaluar las ataduras mágicas.

Eran como de acero. La cosa no iba bien. Kylar no tenía plan. Ni siquiera tenía el comienzo de un plan. No creía que hubiese plan que pudiera haber funcionado aunque él fuese lo bastante listo como para idearlo. Estaba rodeado de soldados khalidoranos, los brujos lo observaban como buitres retorciendo lentamente su vir y Roth parecía demasiado satisfecho consigo mismo.

—Y vaya si las tocas. Se diría que apareces en los momentos más inoportunos.

—Igualito que ese sarpullido que te pegaron los chicos de alquiler, ¿eh?

—Oh, tienes «personalidad». Excelente. No he disfrutado de una muerte realmente satisfactoria desde ayer.

—Si te cayeras sobre tu espada, todos estaríamos satisfechos.

—Tuviste tu oportunidad de matarme, Kylar. —Roth se encogió de hombros—. Fallaste. Pero no sabía que eras un ejecutor. No averigüé tu verdadero nombre hasta ayer mismo, pero antes de matarte tenía que ganar un reino para mi padre.

—No te lo tendré en cuenta. —«¿Tuve mi oportunidad?»

—Qué buen perder. ¿Te lo enseñó Durzo?

Kylar no tenía respuesta. Probablemente era una estupidez a esas alturas molestarse por perder un punto en la batalla dialéctica, pero al fin y al cabo, si Kylar hubiese sido más listo, para empezar no estaría allí.

—Debo decir —prosiguió Roth— que esta generación de ejecutores deja bastante que desear. La aprendiza de Hu ha sido un chasco tan grande como tú. Y mírate. Digo yo que Durzo al menos habría matado a uno de mis hombres antes de que lo atrapáramos, ¿no te parece? Me temo que eres una pobre sombra de tu maestro, Kylar. Por cierto, ¿dónde está? No es propio de él mandar a un inferior a hacer un trabajo que le concierne.

—Anoche lo maté. Por trabajar para ti.

El príncipe dio una palmada de alegría y soltó una risilla.

—Creo que es lo más encantador que he oído nunca. El me traicionó al salvarte y tú lo traicionaste por trabajar para mí. Oh, Kylar. —Roth bajó los escalones para situarse delante de él—. Si pudiera confiar en vosotros, malditos ejecutores, te contrataría en un abrir y cerrar de ojos. Pero eres demasiado peligroso. Y además tienes enlazado mi ka'kari, por supuesto.

El brujo de Roth cambió de postura, a todas luces nervioso por ver a su señor tan cerca de Kylar.

«Ese brujo debe de saber algo que se me escapa», pensó Kylar. No podía mover ni un músculo. Estaba totalmente indefenso.

«Espera, eso es. Por eso exactamente está nervioso. Cree que el ka'kari es una amenaza. Y si él lo cree, quizá lo sea.»

Roth desenfundó una bella espada larga de la vaina que llevaba al cinto.

—Me has decepcionado.

—¿Y eso? —preguntó Kylar, mientras pensaba a toda velocidad en cómo podría usar el ka'kari. ¿Qué sabía sobre él? Le permitía usar su Talento. Gracias a él veía a través de las sombras. Lo volvía invisible. Salía de su piel y lo escondía mejor de lo que podía ocultarse cualquier ejecutor.

Sí, pero ¿cómo podía usarlo?

—Tenía la esperanza de que esto fuera divertido —explicó Roth—. Pensaba contarte lo mucho que me complicaste la vida. Pero eres igual que Blint. Ni siquiera te importa si vives o mueres. —Roth alzó la espada.

—Que sí que me importa —dijo Kylar, aparentando miedo—. ¿Cómo te he complicado la vida?

—Lo siento, no pienso darte la satisfacción.

«Vamos, hombre.»

—No por mí —insistió Kylar—. Sabes que los meisters y soldados de tu padre van a informarle de todo lo que vean y oigan. ¿Por qué no explicarles a ellos la historia entera? —Era una maniobra torpe pero, con su vida en juego, pensar deprisa costaba más de lo que hubiera imaginado.

Roth hizo una pausa para reflexionar.

Era inútil darle más vueltas al tema. El ka'kari hacía lo que le daba la gana, sin más. ¡La noche anterior se había comido un cuchillo, por el amor del Dios! Era imposible saber con qué lógica funcionaba, si es que tenía alguna. Solo era magia.

«Absorbe. Come. ¡Eso es lo que hace!» Kylar había sentido una enorme sacudida de poder después de que el ka'kari absorbiera el cuchillo. «El Devorador.» Blint lo había llamado «el Devorador». Se estaba acercando, quizá.

—Lo siento —dijo Roth—. No actúo para nadie. Ni siquiera para ti. Esto es solo entre tú y yo... Azoth. —Roth entregó su espada al brujo de su izquierda y se retiró la larga melena por detrás de las orejas...

Solo que no tenía orejas. La izquierda parecía que se hubiera fundido, y le habían cortado la derecha.

Azoth estaba arrodillado en medio del taller de barcas. Había costado conseguir que Rata entrase en el oscuro edificio, pero lo había logrado. En ese momento el pie de Rata estaba en el centro del lazo que Azoth había colocado en el suelo, pero el chico no podía moverse. No podía ni respirar bien. Rata estaba a unos centímetros, terrorífico en su desnudez, dando una orden. Propinó un tortazo a Azoth, que notó un sabor a sangre en la boca. Se descubrió moviéndose. Agarró el lazo y cerró el nudo con fuerza contra el tobillo de Rata. El grandullón gritó y levantó bruscamente la rodilla contra la cara de Azoth.

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