El Camino de las Sombras (63 page)

Durzo agarró el arco con la mano y el carcaj con su Talento. Mientras preparaba una flecha, su Talento empezó a sacar otra de la aljaba. Flexionó las rodillas y, agachado contra la pared vertical, en un instante se grabó a todos sus murientes en su cabeza.

El montañés enorme fue el primero en caer, con una flecha entre los ojos. Después los meisters, todos y cada uno de ellos, luego los oficiales y por último un destacamento entero de montañeses situados delante del puente. Durzo vació el carcaj de veinte flechas en menos de diez segundos. Fueron, en su opinión, unos disparos excelentes. Al fin y al cabo, Gaelan Fuego de Estrella había sido todo un experto con el arco largo.

Lanzó el arma de vuelta al sargento Gamble, que todavía no parecía comprender lo que había pasado. El conde Drake era harina de otro costal. Ni siquiera miró hacia el patio mientras la línea cenariana se abalanzaba hacia la brecha. No le sorprendió la repentina vacilación entre las filas khalidoranas que en cuestión de segundos daría paso a una desbandada. Miraba hacia Durzo.

El sargento Gamble profirió una maldición sobrecogida, pero la boca del conde Drake se abrió para bendecirlo. Durzo no podría soportarlo. Desapareció.

«No más bendiciones. No más piedad. No más sal. No más luz en mis rincones oscuros. Que esto termine. Por favor.»

Capítulo 60

Kylar sintió una descarga de miedo y se agachó entre el humo. Por encima de él resonaron un golpe seco y un chirrido metálico. Rodó sobre sí mismo y vio un cuchillo clavado en la puerta y otro atravesando una placa de metal de la chimenea.

—Así que ya has descubierto que puede volverte invisible, ¿eh?

La voz de Durzo Blint llegó desde la oscuridad, cerca del enorme ventilador del extremo sur del túnel.

—¡Maldita sea, Blint! Te he dicho que no quiero luchar —exclamó Kylar, y se apartó del lugar desde donde había hablado.

Escudriñó la oscuridad. Aunque Durzo no fuera invisible del todo, con el humo y los parpadeos de luz y de sombra era como si lo fuese.

—Ha sido todo un salto, chaval. ¿Intentas convertirte también en leyenda? —preguntó Durzo, pero con la voz extrañamente estrangulada, dolida.

Kylar tropezó. Su maestro se hallaba ya junto al ventilador más pequeño del extremo norte del túnel. Debía de haber pasado a un metro de Kylar para llegar allí.

—¿Quién eres? —inquirió Kylar—. Eres Acaelus Thorne, ¿verdad? —Casi se olvidó de moverse.

Un cuchillo pasó volando a un palmo de su estómago y rebotó contra la pared.

—Acaelus era un imbécil. Jugó con fuego y ahora me toca a mí pagarlo. —Durzo tenía la voz áspera y ronca. Había estado llorando.

—Maestro Blint —dijo Kylar, añadiendo el título honorífico por primera vez desde que había tomado el ka'kari—, ¿por qué no te unes a mí? Ayúdame a matar a Roth. Está ahí fuera, ¿verdad?

—Fuera con un barco lleno de meisters y vürdmeisters —respondió Durzo—. Se acabó, Kylar. Khalidor habrá tomado el castillo en menos de una hora. Al alba llegan más montañeses, y ya está marchando hacia la ciudad un ejército de infantería regular khalidorana. Todos los que habrían podido comandar el ejército para combatirlos, han muerto o huido.

Sonó un gong lejano, que reverberó por las paredes de la chimenea. Empezó a subir aire caliente desde las profundidades.

Kylar se sentía mareado. Todo su trabajo había sido en vano. Un puñado de soldados muertos, un puñado de nobles salvados... no había cambiado nada.

Se acercó al ventilador pequeño del norte, que ya giraba más deprisa. A través de sus palas, pudo ver a Roth consultando a los brujos.

Durzo tenía razón. Había docenas de meisters. Algunos regresaban a su barco, pero por lo menos una veintena se quedaron con Roth, que además tenía una docena de gigantescos montañeses como guardia personal.

—Roth ha matado a mi mejor amigo —dijo Kylar—. Voy a matarlo. Esta noche.

—Entonces tendrás que pasar por encima de mí.

—No lucharé contra ti.

—Siempre te has preguntado si podrías vencerme a la hora de la verdad —dijo Durzo—. Sé que es así. Y ahora tienes tu Talento y el ka'kari. De pequeño, juraste que no dejarías que nadie te pegara. Nunca más. Dijiste que querías aprender a matar. ¿Te he enseñado o no?

—¡Maldito seas! ¡No lucharé contra ti! ¿Quién es Acaelus? —gritó Kylar.

La voz de Durzo se alzó, recitando por encima del sonido de los ventiladores y el aire caliente:

La mano de los malvados se alzará contra él,

mas no vencerá.

Sus armas serán devoradas.

Las espadas de los impíos lo traspasarán,

mas él no caerá.

Saltará de los tejados del mundo

y golpeará a los príncipes...

La voz de Durzo se apagó.

—Nunca lo conseguí —dijo con voz queda.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué era eso? ¿Una profecía?

—No habla de mí, del mismo modo que el Guardián de la Luz no se refería a Jorsin. Eres tú, Kylar. Tú eres el espíritu de la sentencia, el Ángel de la Noche. Tú eres la venganza que merezco.

«La venganza deriva del amor a la justicia y el deseo de enmendar errores, mientras que la revancha tiene afán de condena. Tres caras tiene el Ángel de la Noche, el avatar de la Sentencia: Venganza, Justicia, Piedad.»

—Pero yo no tengo nada que vengar —replicó Kylar—. Te debo la vida.

Durzo adoptó una expresión sombría.

—Sí, esta vida de sangre. Serví a ese maldito ka'kari durante casi setecientos años, Kylar. Serví a un rey muerto y a un pueblo que no merecía a ese rey. Viví en las sombras y pasé a ser como quienes las habitan. Di todo lo que era a cambio de un sueño de esperanza que nunca entendí de buen principio. ¿Qué pasa cuando arrancas todas las máscaras que lleva un hombre y debajo de ellas no encuentras una cara sino nada en absoluto? Fallé al ka'kari una vez. Una vez le fallé y ninguna más en setecientos años de servicio, y me abandonó.

»No envejecí ni un solo día, Kylar, ni un día en setecientos años. Entonces llegó Gwinvere, y Vonda. La amaba, Kylar.

—Lo sé —dijo Kylar con tono comprensivo—. Siento lo de Vonda.

Durzo negó con la cabeza.

—No. No amaba a Vonda. Solo deseaba... Deseaba que Gwinvere supiera lo que era que alguien a quien amas comparta la cama de otro. Me las follaba a las dos y pagaba a Gwinvere, pero fue a Vonda a quien traté como una puta. Por eso quería el ka'kari de plata al principio: para dárselo a Gwinvere y que no muriese como han muerto todos mis seres queridos. Sin embargo, la piedra del rey Davin era una falsificación, de modo que la dejé para que la encontrasen los hombres de Garoth Ursuul. La única manera de salvar a Vonda habría sido entregarles mi ka'kari. Puse en un platillo el valor de su vida y en el otro el de mi poder y mi existencia eterna. No la amaba, por lo que el precio se me hizo demasiado alto. La dejé morir.

»Ese fue el día en que el ka'kari dejó de servirme. Empecé a envejecer. El ka'kari pasó a no ser nada más que pintura negra sobre una espada que se burlaba de mí con la palabra justicia. Justicia era que yo envejeciese, perdiera mis facultades y muriese. Tú eras mi única esperanza, Kylar. Sabía que eras un ka'karifer. Llamarías a ti al ka'kari. Corrían rumores de que había otro en el reino. El ka'kari negro me había rechazado, pero a lo mejor el plateado me aceptaría. Una esperanza remota, pero aun así la esperanza de otra oportunidad, de redención, de vida. En cambio, solo llamaste a mi ka'kari. Empezaste a enlazarlo aquel día que te pegué, el día en que arriesgaste la vida para salvar a aquella chica. Me volví loco. Me estabas arrebatando lo único que me quedaba. Desaparecida la reputación, perdido el honor, mi excelencia decayendo, los amigos muertos y odiado por la mujer a la que amaba, llegaste tú y me robaste la esperanza. —Apartó la vista—. Quería acabar contigo, pero no pude. —Se llevó a la boca un diente de ajo—. Sabía que no tenías lo que había que tener para esa primera muerte. Ni siquiera tratándose de aquel malnacido de Rata. Sabía que no podías matar a alguien solo por lo que pudiera hacer en el futuro.

—¿Qué? —Kylar sintió un hormigueo en la piel.

—Las calles te habrían devorado. Tenía que salvarte. Aunque supiera que todo acabaría de esta manera.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Kylar. «No. Dios, por favor. Que no cuadre.»

—Rata no mutiló a Muñeca —dijo Durzo—. Fui yo.

El humo llenaba el túnel ya hasta media altura. El descomunal ventilador giraba muy despacio, mientras que el pequeño daba vueltas con la misma rapidez que latía el corazón de Kylar. La luz de la luna se descomponía en haces que caían sin concierto entre las volutas de humo.

Kylar no podía moverse. No podía respirar. Ni siquiera podía protestar. Era mentira. Tenía que ser mentira. Conocía a Rata. Le había visto los ojos. Había reconocido el mal en ellos.

Sin embargo, nunca había reconocido el mal en Durzo, ¿verdad? Había visto a su maestro matar inocentes, pero aun así jamás se había permitido ver el mal allí.

El ventilador grande empezó a girar más deprisa. Su rítmico traqueteo —flap, flap, flap— troceaba el tiempo en pedazos y marcaba su paso como si tuviera importancia.

—No. —Kylar a duras penas pudo forzar la palabra a través del nudo de verdad que atenazaba su garganta. Blint sería capaz. «La vida está vacía. La vida está vacía. Una chica de la calle vale exactamente lo que pueda sacarse como puta.»

—¡No! —gritó Kylar.

—Acabemos ya, Kylar. —La silueta de Durzo reverberó y desapareció, abrazado por la oscuridad. Kylar sintió que lo invadía una furia descarnada y abrasadora.

Con el sonido de los ventiladores quejumbrosos y el viento caliente, Kylar apenas oyó los pasos. Dio media vuelta y se agachó.

El humo formó un remolino cuando la sombra del ejecutor pasó corriendo por su lado.

Oyó que una espada salía de su funda y desenvainó a Sentencia. Apareció una sombra, demasiado cerca, demasiado rápida. Cruzaron armas y la espada de Kylar salió volando. Dio un salto hacia atrás.

Se irguió poco a poco, en silencio, agudizando los sentidos, agachado para no sobresalir del humo. La furia se impuso a su cansancio y la canalizó para que le aportara claridad.

Buscó algo que le diera ventaja, pero no había gran cosa a su alcance. Podía acercarse al enorme ventilador del sur para que le protegiese la espalda, pero Blint podría lanzarlo fácilmente contra las aspas. No estaban tan afiladas ni giraban tan rápido que pudieran amputarle una extremidad, pero sin duda lo aturdirían. En un combate contra Durzo, eso equivalía a la muerte.

Había asideros a intervalos en las paredes y el techo del túnel, para que los obreros pudieran reemplazar secciones. En el punto donde se encontraba Kylar, estaban al menos tres metros por encima de su cabeza.

Una fugaz sacudida de Talento recorrió su cuerpo cuando saltó. Se asió a una anilla pero, al flexionar la mano derecha, estuvo a punto de soltarse. Había olvidado que el ventanal le había rajado la palma.

Se balanceó e introdujo un pie en otra anilla para estabilizarse. Su mano derecha estaba demasiado débil para sostener su peso, de modo que desenvainó el tanto con esa mano. El gong volvió a sonar mientras Kylar contemplaba el arma. Era recta, de veinte centímetros de longitud, y tenía la punta en ángulo para perforar las armaduras. Con la mano tan débil como la tenía, no podría lanzar tajos con ese cuchillo.

Enfundó el tanto, retiró el seguro de una vaina especial y sacó un cuchillo corto y curvo que medía solo la mitad que el arma anterior. Había cuatro minúsculos agujeros a lo largo del canto de la hoja, rellenos de algodón. La funda estaba mojada. Kylar no sabía si el río se habría llevado el veneno de áspid blanco o no, pero no tenía elección.

El viento amainó y luego cesó de repente. Los ventiladores todavía giraban, traqueteando sobre sus ejes engrasados.

Se quedó quieto y esperó. El humo estaba descendiendo poco a poco y ya no llenaba el túnel entero. La próxima vez que Durzo se moviera entre la neblina, Kylar podría distinguir la alteración aunque no lograse ver al ejecutor en sí.

El sonido de las aspas se redujo a un mero susurro y, al cabo de poco, Kylar no oía otro sonido que el latido de su propio pulso en los oídos. Se esforzaba no solo en intentar ver u oír al ejecutor, sino también en no soltarse de los asideros ni dejar escapar el menor ruido.

Si Durzo lo oyera, Kylar estaría totalmente expuesto. Con los pies enganchados en la anilla, no podría apartarse con rapidez. Y ofrecería un blanco enorme.

Su única ventaja sería la sorpresa, pero Durzo le había enseñado que era la más importante de todas.

Pasó un minuto.

Los ventiladores enmudecieron por completo. Hasta el leve murmullo de las voces de fuera había desaparecido. El humo, que volvía a enfriarse, se aposentó en su lecho en el suelo del túnel.

Kylar volvió la cabeza con una lentitud agónica y con cuidado de no rozar siquiera el cuello de la túnica. Sin duda, con el humo tan bajo y desplazándose poco a poco hacia el norte, debería poder ver algo: un remolino, una voluta fuera de lugar.

Respiró igual que se movía, poco a poco y con cautela. Su nariz, ensangrentada desde que había chocado contra la pared de la torre, solo dejaba pasar el aire por un orificio. Le escocía el brazo izquierdo; le dolían las piernas, pero aun así no hizo ningún movimiento, ningún sonido.

Allí colgado notó crecer el pavor en su corazón. ¿Cómo podía luchar contra Durzo? ¿A cuántos hombres había matado su maestro? ¿Cuántas veces lo había vencido en todas las pruebas, todos los retos? ¿Cómo podría luchar Kylar en esas condiciones, herido y débil como estaba? Durzo podía esperar para siempre en el fondo del túnel. Probablemente se habría colocado junto al ventilador pequeño, el del norte. Con la luz a la espalda, vería a Kylar en cuanto se dejase caer y estaría encima de él en un segundo.

¿Quién era Kylar para matar a una leyenda?

Intentó calmar su pulso desbocado. Tenía un nudo en la garganta. Se entibió el calor de las emociones que lo habían impulsado a lo largo de la noche. Tenía frío. Se sentía vacío. Durzo estaba en lo cierto, la justicia no tenía cabida en ese mundo. Logan estaba muerto. Elene había recibido una paliza y los hombres que habían cometido todas las maldades que Kylar pudiera imaginar estaban ganando. Siempre lo hacían. Siempre lo harían.

No podría resistir mucho más. Durzo oiría el latido de su corazón si seguía palpitando con esa intensidad. Se obligó a respirar despacio.

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