El Camino de las Sombras (70 page)

—No morirás rápido —dijo Roth—. No lo permitiré, no después de lo que has hecho. ¡Mira lo que has hecho! Mi padre se pondrá furioso.

Allí lo tenía. Se estaba muriendo. Kylar podía sostenerse sin mucha estabilidad sobre su pierna buena, pero no tenía armas. Su espada y el ka'kari estaban a diez pasos; podrían haberse encontrado al otro lado de un océano. Estaba desarmado y Roth se cuidaba, incluso estando él en aquel estado, de no ponerse al alcance de sus manos. Kylar no tenía siquiera una navaja.

—¿Estás listo para morir? —preguntó Roth, con los ojos resplandecientes de malevolencia.

Kylar se miraba la mano derecha. De entre todas las partes golpeadas, magulladas y machacadas de su cuerpo, sus dedos estaban sanos, perfectos, curados. ¿No era esa la mano que se había cortado con el ventanal la noche anterior?

—Estoy listo —respondió, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Algo que lamentar? —preguntó Roth.

Kylar lo miró a los ojos, y comprendió a Roth. Siempre había tenido la suficiente oscuridad en su alma para entender a los malvados. Roth intentaba exprimirle angustia. Quería matarlo mientras él pensaba en todo lo que no había hecho. Roth cosechaba desesperación.

—Morir bien es fácil —dijo Kylar—, solo requiere un momento de coraje. Es vivir bien lo que no he sabido hacer. ¿Qué es la muerte comparada con eso?

—Estás a punto de descubrirlo —escupió Roth.

Kylar puso media sonrisa, y la completó al ver que Roth se enfurecía.

—Matar a Logan fue más divertido —dijo Roth. Atravesó el pecho de Kylar con su espada.

«¡Logan!» El pensamiento cortó a Kylar con más crueldad que la espada que empuñaba Roth. Kylar había vivido para la espada. Morir por ella no era un desenlace inesperado ni injusto. Sin embargo, Logan nunca había querido hacer el menor daño a nadie. Que Roth matara a Logan no estaba bien. No era correcto. No era justo.

Observó el acero que tenía clavado en el pecho. Cogió la mano de Roth con la suya y tiró, tiró de él mismo espada arriba y se empaló hasta la empuñadura. Roth abrió atónito los ojos.

—Soy el Ángel de la Noche —dijo Kylar, jadeando sobre el acero que atravesaba su pulmón—. Esto es justicia. Esto es por Logan.

Se oyó un tintineo y el sonido del metal rodando por el mármol. El ka'kari saltó hacia la mano de Kylar...

Y Roth lo atrapó limpiamente en el aire. Una expresión de triunfo le iluminó los ojos. Se rió.

Kylar lo agarró por los hombros y lo miró a los ojos.

—Soy el Ángel de la Noche —repitió—. Esto es justicia. Esto es por Logan. —Alzó su mano derecha.

Roth parecía confuso. Entonces miró hacia su propia mano izquierda. El ka'kari se licuaba escurriéndosele entre los dedos. Dio manotazos como los había dado sobre el suelo de madera del taller de barcas, sin encontrar nada que asir. El ka'kari se posó en la mano de Kylar y formó una enorme daga de puño.

Kylar hundió el puño con fuerza en el pecho de Roth.

Roth bajó la vista; su incredulidad dio paso al horror cuando Kylar sacó la daga y su horror dio paso al miedo cuando su corazón bombeó sangre directamente a sus pulmones.

Roth gritó una estridente negación de su propia mortalidad.

Kylar soltó al príncipe e intentó apartarse, pero sus extremidades se negaron a obedecerle. Su rodilla cedió y se derrumbó sobre el suelo al lado del príncipe khalidorano.

Roth y Kylar yacían cara a cara sobre el mármol al pie del trono, observándose morir uno a otro. Los dos temblaron cuando unos calambres incontrolables les recorrieron los miembros. Los dos respiraban al mismo ritmo con bocanadas trabajosas, angustiadas. Los ojos de Roth rebosaban miedo, un pánico tan intenso que paralizaba. Ya no parecía ver a Kylar, tendido a unos centímetros de distancia. Su mirada fue volviéndose más distante y se llenó de un terror que calaba hasta el alma.

Kylar estaba satisfecho. Ese Ángel de la Noche había repartido muerte, y al final había recibido su porción. Tal vez no fuera agradable, pero sí justo. Era una sentencia merecida. Al ver nublarse por fin los ojos de Roth en una muerte intranquila, deseó que en la muerte se pudiera hallar algo más bello que la justicia, pero no tenía fuerzas para dar la espalda a esa vida, esa muerte, esa justicia terrible.

Entonces alguien le dio la vuelta. Una mujer. Cobró nitidez poco a poco. Era Elene. Subió a Kylar a su regazo y le acarició el pelo; lloraba. Kylar no veía sus cicatrices. Levantó una mano y le tocó la cara. Era angelical.

Entonces vio su propia mano. Estaba perfecta, entera y, asombrosamente, sin rastro de sangre. Por primera vez en su vida, tenía las manos limpias. «¡Limpias!»

Llegó la muerte. Kylar se dejó llevar.

Capítulo 66

Terah de Graesin acababa de pagar una fortuna a uno de los hombres más guapos que había visto en su vida. Jarl se había presentado como representante del shinga, pero se comportaba con tal aplomo que Terah se preguntó si no sería el shinga en persona. Le disgustaba entregar tanto dinero al Sa'kagé, pero no le había quedado más remedio. El ejército del rey dios llegaría al amanecer, y ya había pasado demasiado tiempo en la ciudad.

El golpe no había salido conforme al plan del rey dios. Los khalidoranos controlaban los puentes, el castillo y las puertas de la ciudad, pero algunos de los puntos solo tenían una dotación simbólica. Eso cambiaría cuando llegase el resto del ejército, de modo que Terah de Graesin y sus nobles debían haber partido cuando sucediera. Si no le hubiese pagado la mitad de su fortuna a Jarl, habría tenido que dejarla atrás entera. Una reina tomaba las decisiones difíciles y, con todos los demás muertos, eso era ella ahora: la reina.

Era medianoche. Los carros estaban cargados. Los hombres esperaban. Había llegado la hora.

Terah se plantó ante la mansión de su familia. Al igual que las residencias de las demás familias ducales, la suya era una antigua y verdadera fortaleza. Una fortaleza saqueada, en ese momento. Una fortaleza saqueada que olía a los barriles y barriles de aceite que habían vertido en todas las habitaciones, sobre las valiosas reliquias demasiado pesadas para transportarlas, y dentro de los surcos que habían labrado en cada viga centenaria. Había llegado la hora. En teoría, a medianoche los ejecutores de Jarl eliminarían a los khalidoranos que guardaban la puerta este de la ciudad. Todos los demás nobles esperaban en corrillos ante sus casas. Desde su elevado porche delantero, Terah veía deambular a algunos arriba y abajo por la calle de Horak, esperando a ver si lo hacía de verdad.

Se grabó la mansión en su cabeza. Cuando volviera, la reconstruiría para su familia, el doble de espléndida que antes.

Terah de Graesin salió a la calle y cogió la antorcha que llevaba el sargento Gamble. Los arqueros se congregaron en torno a ella. Encendió en persona hasta la última flecha. A un gesto suyo con la cabeza, los arqueros dispararon.

La mansión estalló en llamas. El fuego saltaba por las ventanas y se elevaba hacia el firmamento. La reina Terah de Graesin no miró. Se subió a su caballo y dirigió su columna, su penoso ejército de trescientos soldados y el doble de sirvientes y tenderos, hasta la calle que llevaba a la puerta oriental.

De punta a punta de la orilla este, las grandes mansiones se encendieron una por una. Eran las piras funerarias de sus fortunas. No solo lo perdían todo los nobles, sino también quienes dependían de ellos para su sustento. Sin embargo, las hogueras de destrucción eran también faros de esperanza. Puede que hayáis vencido, decía Cenaria, pero vuestra victoria no es ningún triunfo. Podéis obligarme a dejar mi casa, pero no viviréis en ella. No os dejaré más que tierra quemada.

En respuesta a esos grandes incendios, a lo largo y ancho de la ciudad se propagaron también otros fuegos más modestos. Los tenderos incendiaban sus comercios. Los herreros avivaban sus fraguas hasta que el calor las resquebrajaba. Los panaderos destruían sus hornos. Los molineros hundían sus piedras de moler en el Plith. Los propietarios de almacenes prendían fuego a sus locales. Los ganaderos sacrificaban sus rebaños. Los patrones confinados al Plith mediante la magia de los brujos hundían sus propios barcos.

Miles de personas se sumaron al éxodo. El reguero de nobles y sus criados se convirtió en marea. La marea dio paso a una hueste, un ejército que salía de la ciudad, que marchaba derrotado, pero marchaba. Algunos conducían carros, otros cabalgaban, y otros caminaban descalzos con las manos y las barrigas vacías. Había quien maldecía, quien rezaba, quien miraba por encima del hombro con ojos de angustia y quien lloraba. Algunos dejaban hermanos, hermanas, padres e hijos, pero todos y cada uno de los hijos huérfanos de Cenaria llevaban en su corazón una pequeña y tenue esperanza.

Volveré, juraban. ¡Volveré!

Neph se apartó a un lado todo lo que pudo entre los meisters, generales y soldados que esperaban para recibir al rey dios Garoth Ursuul, que cruzaba el Puente Real de Occidente seguido de su séquito. El rey dios vestía una gran capa de armiño que acentuaba la palidez de su piel norteña. Llevaba el pecho desnudo a excepción de las cadenas de oro macizo que simbolizaban su cargo. Era robusto, corpulento pero musculoso, fuerte para su edad. Detuvo su semental ante la puerta del patio. Seis cabezas montadas en postes lo esperaban. Había una séptima pica vacía.

—Comandante Gher.

—Sí, mi señor... esto, mi dios, su santidad, señoría. —El antiguo guardia real se aclaró la garganta. Las cosas no iban bien. Aunque los planes de Roth y Neph habían parecido funcionar a la perfección, de algún modo los ejércitos del rey dios habían sufrido muchas más bajas de las previstas. Todos los montañeses de un barco, muertos. Muchos de los nobles que deberían estar muertos, huidos. Grandes sectores de la ciudad, en llamas. El corazón de la industria y la economía en Cenaria, reducido a cenizas.

Todavía no existía una resistencia pero, con tantos nobles aún vivos, llegaría. Los meisters que debían formar una devastadora punta de lanza en el asalto al corazón de Modai estaban muertos. Más de cincuenta meisters muertos, de un plumazo, sin otra explicación que los rumores sobre un mago con más Talento del que se había visto desde Ezra el Loco y Jorsin Alkestes. La invasión de Ceura terminada antes de empezar. El hijo del rey dios asesinado justo en el momento de completar su
uurdthan
.

Habría que meter en vereda al Sa'kagé y apagar fuegos literales y figurados. Alguien tendría que pagar por todo aquello. Neph Dada intentaba dar con un modo de asegurarse de que no fuera él.

—¿Por qué hay una pica vacía en mi puente? —preguntó el rey dios—. ¿Lo sabe alguien?

El comandante Hurin Gher se revolvió en su silla de montar y contempló con expresión estúpida el poste vacío.

—No hemos encontrado todavía el cuerpo del príncipe... quiero decir, el pretendiente... esto, de Logan de Gyre, mi señor. Sí... Sí sabemos que está muerto. Tenemos tres informes que confirman su muerte, pero con tanto combate... Estamos... Estamos trabajando en ello.

—Ya veo. —El rey dios Garoth Ursuul no miró a Hurin Gher. Estaba estudiando las caras de la familia real que tenía encima—. ¿Y ese «Sombra» que mató a mi hijo? ¿También ha muerto?

Neph sintió un escalofrío al captar la tranquila amenaza que contenía la pregunta del rey dios. Los primeros khalidoranos que entraron en el salón del trono pensaron que alguna unidad de élite desconocida había exterminado a todos sus compatriotas en la sala, pero Neph había podido reanimar a un hombre al que le habían cortado los pies. Juró que había visto la mayor parte de la lucha antes de desmayarse. Había sido un hombre. Una sombra. El Ángel de la Noche, lo llamó. La historia empezaba ya a circular entre los hombres.

Un hombre que se paseaba invisible y podía matar a treinta montañeses, cinco meisters y nada menos que un hijo del rey dios. Un hombre inmune al acero y la magia. Era una patraña, por supuesto. Con toda la sangre que habían encontrado, ese hombre debía de estar muerto. Pero sin un cadáver...

—Alguien se llevó a rastras su cuerpo, señor. Seguimos el rastro de sangre por los pasadizos secretos. Era muchísima sangre, mi señor. Si de verdad fue un solo hombre, está muerto.

—Parece que tenemos muchos muertos sin cuerpo, comandante. Encuéntralos. Entretanto, ensarta otra cabeza. A ser posible, una que se parezca a Logan de Gyre.

No era justo. Ferl Khalius había sido de los primeros montañeses en pisar suelo cenariano. Había sido uno de los pocos que había salido con vida de la barcaza que se quemó y hundió, y solo porque había tenido el sentido común de quitarse la armadura antes de saltar al agua para no ahogarse como tantos otros. Se había incorporado a otra unidad y había luchado con las manos desnudas hasta que había podido armarse gracias a los montañeses que murieron en el primer asalto al patio. Había matado él solo a seis soldados y dos nobles cenarianos, seis si se contaba a los niños, aunque él no los contaba.

¿Y qué le habían dado en reconocimiento de su heroísmo, de su astucia? El trabajo más mierdoso de todos. Ciertas unidades estaban recibiendo privilegios de saqueo: las unidades buenas del lado oeste tenían asignado lo que los bárbaros llamaban las Madrigueras, y las mejores unidades saqueaban los restos de la orilla este con los oficiales. Todos los integrantes de la unidad de Ferl estaban muertos, de modo que a él lo destinaron a despejar los cascotes del puente oriental.

No solo era sucio, también era peligroso. Los brujos habían apagado el fuego, pero había muchos tablones flojos, y algunos crujían o se rompían al pisarlos. Los pilares estaban bien: el revestimiento de hierro los hacía invulnerables al fuego pero, como no podía caminar sobre ellos, no es que le sirviera de mucho.

Lo peor de la tarea eran los cuerpos. Algunos parecían filetes chamuscados, con una costra negra por fuera, pero agrietada y rezumando por dentro. ¡Y esa peste a carne asada y pelo quemado! Iba rebuscando entre los cuerpos, quedándose con cualquier cosa que pareciera prometedora y lanzando los cadáveres por el borde del puente. Algunas de las unidades habrían preferido recuperar a sus muertos para darles un entierro decente, pero Ferl no pensaba cruzar todo el puente con esos fardos apestosos a cuestas. Al abismo con ellos.

Entonces vio una espada. Debía de haber quedado bajo un cuerpo cuando empezó el incendio, porque estaba intacta. Ni siquiera había marcas de humo en la empuñadura. Era un arma preciosa, con dragones tallados en la guarda. Era una espada digna del caudillo de una horda guerrera. O de un señor de la guerra. Con una espada como esa, el clan de Ferl lo miraría con respeto. Un respeto que se merecía. Tenía órdenes de llevar cualquier objeto inusual que encontrara a uno de los vürdmeisters. «Corriendo lo haré, después de cómo me han tratado.»

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