El Camino de las Sombras (71 page)

Después de mirar hacia el resto de los hombres que trabajaban en el puente y constatar que ninguno lo observaba, desenvainó su espada, la dejó a un lado y deslizó su trofeo en su funda. No encajaba del todo bien, pero serviría por el momento. El problema era la empuñadura, con esos dragones, pero enseguida la envolvería con unas tiras de cuero. Era mañoso. En cuanto dispusiera de unas pocas horas, esa espada parecería otra cualquiera.

El hallazgo lo animó considerablemente. En realidad no bastaba para compensar su valor, pero era un principio.

La meister recorrió el último pasillo hasta lo que los bárbaros del sur llamaban el Ojete del Infierno. La intensidad de los tormentos la asaltó como una oleada nauseabunda y embriagadora. Tropezó y chocó contra una pared. El soldado que la acompañaba se dio la vuelta. Parecía asustado.

—No pasa nada —dijo ella.

Se acercó a la reja que cubría el agujero. Pronunció unas palabras y una luz roja se encendió delante de ella.

Las criaturas del Agujero bizquearon y se encogieron. Volvió a murmurar y la luz descendió al pozo. Examinó a todos los prisioneros. Diez hombres, una mujer y un retrasado con los dientes puntiagudos. Ninguno podía ser el usurpador.

Dio media vuelta, todavía mareada, y abandonó el lugar, intentando que no pareciera una huida.

Al cabo de un minuto, un hombre grande salió rodando de debajo de un saliente en la piedra.

La mujer lo miró y sacudió la cabeza.

—Eres tonto. Nada que puedan hacerte será tan malo como quedarse aquí. Mírate. Eres blando. El Agujero te romperá, Trece.

Logan la observó impasible. Era una mujer mugrienta con agujeros enormes en el vestido y varios dientes menos. La expresión de su cara era lo más parecido a la bondad humana que iba a encontrar en ese agujero.

—Aunque todos los detritos de la humanidad pasen por este agujero y todos los fuegos de la perdición se eleven de él, no me dejaré romper —dijo Logan.

—Pero mira qué palabras más largas que usa —dijo el hombre grande llamado Fin. Le dedicó una sonrisa llena de encías ensangrentadas, uno de los primeros síntomas del escorbuto, y volvió a enroscarse en torno al cuerpo su cuerda de tendones—. Este pedazo de gilipollas tiene mucha carne. Comeremos como reyes.

El escorbuto significaba deficiencias alimentarias. Las deficiencias alimentarias significaban que Fin había vivido lo suficiente para resentirse de su dieta. Fin era un superviviente. Logan desvió la mirada hacia él y sacó su cuchillo, su única ventaja contra esos animales.

—Lo dejaré la mar de claro —dijo, haciendo un esfuerzo para no usar la palabra «meridianamente»—. No me romperéis. El Agujero no me romperá. No me romperé. No. Me. Dejaré. Romper.

—¿Cómo te llamas, cielo? —preguntó la mujer.

Logan se descubrió sonriendo. Algo fiero y primario se estaba alzando en su interior. Algo en su fuero interno decía: donde otros han fallado, han tropezado, han caído, yo triunfaré; yo soy diferente; estoy hecho de otra pasta; saldré adelante.

—Llamadme Rey —dijo, sonrió un «que os jodan» a través de la angustia y la pena, y se sintió poderoso.

Eso era. Eso era la supervivencia. Ese era el secreto. Esa era la llama viviente escondida entre las cenizas de su corazón carbonizado. Solo esperaba que no se apagara.

Epílogo

Elene llamó a la puerta del tonelero, con el pelo tapado, la espalda encorvada y un pie torcido hacia un lado en el polvo. El ejército khalidorano había llegado el día anterior y, para recompensar a sus tropas, el rey Garoth Ursuul había permitido a un grupo selecto de soldados que tomaran lo que deseasen. No era un buen día para ser una mujer hermosa en las calles de Cenaria.

Había tardado dos angustiosos días en encontrar ese lugar. El tonelero retiró el cerrojo de la puerta y le indicó que pasase, con un gesto hacia la trastienda. Jarl estaba sentado a una mesa cubierta de papeles, con abultados sacos de dinero a sus pies.

—He encontrado la manera de que marches —dijo—. Un maestro carretero khalidorano ha accedido a llevaros. Tendrás que tumbarte en un compartimiento que usa para el contrabando de té de barush y cosas peores hasta que hayáis pasado por las puertas, pero es bastante grande para ti y para la niña. Salís al anochecer.

—¿Te fías de ese contrabandista? —preguntó Elene.

—No me fío de nadie —respondió Jarl, agotado—. Es khalidorano y tú eres guapa. Pero al ser khalidorano, es quien más posibilidades tiene de cruzar la puerta. Y lleva veinte años trabajando con nosotros. Me he asegurado de que le convenga llevaros sanas y salvas.

—Debes de haberle pagado una fortuna —dijo Elene.

—Solo media —aclaró Jarl, con una sombra de sonrisa en los labios—. La otra mitad le será pagada cuando reciba noticias tuyas de que habéis llegado sin problemas.

—Gracias.

—Es lo mínimo que podía hacer por Kylar. —Jarl bajó la vista, avergonzado—. También es lo máximo que puedo hacer.

Elene lo abrazó.

—Es más que suficiente. Gracias.

—La niña está abajo. No quiere dejar su cu... No quiere dejarlo.

Reconocía ese lugar. Lo bañaba una calidez blanca y dorada y su carne se regodeaba en la luz. Recorrió el túnel con pasos firmes y relajados. Entusiasmo sin prisa.

Unos dedos bondadosos le cerraron los ojos.

Una niña chilló. Remordimientos. Pena. Oscuridad. Frío.

Desterró la pesadilla con un parpadeo. Respiró. Dejó que la luz blanca y dorada volviera a abrazarlo.

—Cógele del brazo, Uly. Ayúdame.

Piedras frías se deslizaban bajo su espalda. Incomodidad. Dolor. Desesperanza.

Entonces hasta el frío y las sacudidas se desvanecieron.

Avanzó por el túnel con paso vacilante. Arrancó a trotar. Allí era donde debía estar ahora. Allí, sin dolor.

Una lágrima le salpicó la cara. Una mujer habló, pero él no distinguió las palabras.

Tropezó y cayó. Se quedó allí tumbado, presa del terror, pero la pesadilla no volvió. Se puso de rodillas y luego en pie. Al primer paso se topó con... nada.

Extendió las manos y palpó la barrera invisible. Era fría como el hierro y lisa como el cristal. Al otro lado, la calidez aumentaba, la luz blanca y dorada lo llamaba. ¿Eran personas eso que veía más adelante?

Algo tiraba de él hacia un lado, lo alejaba. Sintió que lo retorcían, y poco a poco cobró nitidez una estancia. Sus paredes permanecieron indistinguibles, y parecía llena de gente con intensos deseos de verlo, pero él no podía diferenciar una persona de otra. Lo único que cobró auténtica nitidez fue un hombre sentado ante él en un trono bajo, y dos puertas. La de su derecha era de oro batido. Se filtraba luz por todos sus resquicios, la misma luz blanca y dorada que acababa de abandonar Kylar. La puerta de la izquierda era de madera lisa con una simple manecilla de hierro. Dominaban la cara del hombre unos ojos lupinos y amarillos que brillaban con luz tenue. No era alto, pero emanaba autoridad, potencia.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Kylar.

Una sonrisa mostrando los dientes.

—Ni el cielo ni el infierno. Esto, si quieres ponerle un nombre, es la Antecámara del Misterio. Este es mi reino.

—¿Quién sois?

—Acaelus tenía a bien llamarme El Lobo.

—¿Acaelus? ¿Os referís a Durzo? —preguntó Kylar.

—Tienes ante ti una elección. Puedes seguir por una puerta o por la otra. Escoge el oro, y te dejaré de nuevo dónde estabas hace un momento, con mis disculpas por interrumpir tu travesía.

—¿Mi travesía?

—Tu travesía al cielo, el infierno, el olvido, la reencarnación o lo que sea que nos depara la muerte.

—¿Vos lo sabéis?

—Esta es la Antecámara del Misterio, Azoth. Aquí no encontrarás respuestas, solo elecciones. —El Lobo sonrió, y fue una sonrisa sin alegría, una sonrisa depredadora—. Por la puerta de madera, volverás a tu vida, tu cuerpo, tu tiempo... o casi. Harán falta unos días para que tu cuerpo sane. Serás en verdad el Ángel de la Noche, como lo fue Acaelus antes que tú. Tu cuerpo será inmune a los estragos del tiempo como lo fue el de Acaelus, algo que tal vez solo se aprecie con la edad. También te curarás a un ritmo superior al de los mortales. Lo que llamas tu Talento crecerá. Todavía podrán matarte; la diferencia es que regresarás. Serás una leyenda viviente.

Sonaba maravilloso. Demasiado bueno, incluso. «Sería como Acaelus Thorne. Sería como Durzo.» Ese último pensamiento lo hizo vacilar. La carga de la inmortalidad —comoquiera que funcionase—, el poder que conllevaba o la pura presión de tanto tiempo acumulado era lo que había convertido a Acaelus Thorne, el príncipe, el héroe, en Durzo Blint, el desengañado y amargado asesino. Recordó el malicioso comentario que le había hecho a Durzo:

—Y yo que pensaba que los Ángeles de la Noche eran invencibles.

—Son inmortales. No es lo mismo.

—¿Por qué ibais a hacerme ese favor? —preguntó Kylar.

—A lo mejor yo no hago nada en absoluto. A lo mejor es obra del ka'kari.

—¿Cuál es el precio?

—Ajá, Durzo te ha enseñado bien, ¿no es así? —El Lobo parecía casi apenado—. La verdad es que no lo sé. Solo puedo decirte lo que he oído de aquellos más ilustrados que yo. Ellos creían que regresar de la muerte como harías tú supone tal violación del orden natural de las cosas que esa vida antinatural se cobra el precio del más allá. Que por sus siete siglos de vida Acaelus cambió toda la eternidad. Pero quizá se equivoquen. Quizá no tenga ni la más mínima influencia en la eternidad... o no haya eternidad en la que influir. No soy el... hombre... apropiado para preguntárselo, pues yo mismo he escogido esta vida.

Kylar caminó hacia la puerta dorada. Qué bonito había sido aquello. Qué paz había sentido. ¿Qué insensato cambiaría la paz y la felicidad eternas en esa luz dorada por la sangre, la crudeza, el deshonor, la desesperación y la duplicidad de la vida que había llevado?

Cuando se acercó a ella, la puerta cambió. El oro se derritió, formó un charco en el suelo en un instante y brotó desde abajo un mar de llamas rugientes, ansiosas por devorar a Kylar. Después la imagen desapareció, y la puerta dorada regresó a su sitio. Kylar lanzó una mirada al Lobo.

—La eternidad —comentó este— quizá no sea un lugar agradable para ti.

—¿Lo habéis hecho vos?

—Una simple ilusión. Sin embargo, si presidieras el juicio de Kylar Stern, ¿le concederías el paraíso eterno?

—Mi decisión no os resulta del todo indiferente, ¿no es así?

—Has pasado a ser un jugador, Ángel de la Noche. A nadie le es indiferente tu decisión.

Kylar no sabía cuánto tiempo permaneció allí. Lo único que sabía era que, si tomaba la decisión equivocada, podría tener mucho, pero que mucho tiempo para lamentarlo. Las fórmulas matemáticas no servían de nada: estaban llenas de infinitos y ceros, sin manera de saber en qué lado de la ecuación caerían. No había apuesta segura cuando se podría estar renunciando a una eternidad en el paraíso, evitando una eternidad en el infierno o aceptando una existencia eterna en la tierra con todos sus defectos, todo ello sopesado contra un misericordioso olvido. Kylar no tenía la fe del conde Drake en un dios lleno de amor ni la fe de Durzo en que no existía ese dios. Sabía que había cometido muchas maldades, según cualquier definición. Sabía que había hecho un poco de bien. Había dado su vida por Elene.

Elene. La joven llenó su pensamiento y su corazón de una forma tan absoluta que dolía. Si escogía la vida, aunque ella lo aceptase, después envejecería y moriría en una ínfima fracción de la vida de Kylar. Lo más probable era que no lo aceptase nunca, que jamás pudiese hacerlo.

Todos los síes y los quizá se elevaban y caían en grandes torres de suposiciones sin fundamento, pero Elene permanecía. Kylar la amaba. Siempre la había amado.

Elene era el riesgo que asumiría siempre que tuviera ocasión.

Tomó su decisión y corrió hacia la puerta lisa. Gritó...

... y se incorporó de golpe.

Elene gritó. Uly gritó.

Dando bocanadas enormes y entrecortadas, Kylar se desgarró la túnica cubierta de sangre seca.

Tenía el pecho liso, la piel perfecta. Se tocó el hombro destrozado. Estaba completo, tan sano como los dedos de su mano derecha. No había una sola cicatriz en su cuerpo.

Se quedó sentado parpadeando, sin siquiera mirar de reojo a Uly o Elene, que estaban paralizadas con la vista clavada en él.

—Estoy vivo. ¿Estoy vivo?

—Sí, Kylar —dijo Mama K, que entraba en la habitación en ese momento. Su calma era surrealista.

Kylar se quedó estupefacto durante un momento. Todo había sido real.

—Increíble —dijo—. Kylar: el que mata y el que es matado. Durzo lo sabía desde el principio.

Uly, contagiada al parecer de la tranquilidad que mostraban Kylar y Mama K, pareció tomarse como lo más normal del mundo que Kylar se incorporase y hablara cuando un momento antes estaba muerto. Elene no lo llevaba tan bien. Se puso en pie de repente y se dirigió a la puerta.

—Elene, espera —dijo Kylar—. Espera, solo dime una cosa.

La chica se detuvo y lo miró, confusa, aterrorizada y esperanzada al mismo tiempo, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Quién te dejó esas cicatrices? No fue Durzo, ¿verdad? Fue Rata, ¿no?

—¿Vuelves de entre los muertos para preguntarme eso? ¡Pues claro que fue Rata! —Salió corriendo.

—¡Espera! ¡Elene, lo lamento! —Intentó moverse, pero por lo visto había agotado todas sus fuerzas para sentarse. La chica se había ido—. Un momento, ¿qué demonios es lo que lamento?

Uly lo miró con expresión acusadora.

—No irás a dejar que se vaya, ¿verdad?

Kylar se agarró al borde de la cama como si fuera un salvavidas. Miró a Uly, alzó una mano en ademán de impotencia... y tuvo que bajarla enseguida para no caerse.

—¿Cómo voy a pararla?

Uly dio una patada en el suelo y salió de la habitación hecha una furia.

Mama K estaba riéndose, pero era una risa distinta de la que Kylar le había oído en otras ocasiones, más profunda, más plena, verdaderamente alegre, como si con el mismo acto de voluntad que le había llevado a escoger la vida hubiese dejado de lado su cinismo.

—Sé lo que estás pensando, Kylar. Durzo te mintió al contarte que había hecho daño a Elene. Pues claro que te mintió. Era la única manera de salvarte. Tenías que darle muerte para sucederlo. El ka'kari no podía completar el enlace hasta que su antiguo amo muriese.

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