El Camino de las Sombras (59 page)

Kylar se derrumbó en el suelo y lloró.

—Logan, lo siento. Lo siento. Todo es culpa mía.

Apoyó un brazo para equilibrarse, y descubrió que lo había metido en un charco de sangre. Se contempló la mano ensangrentada, tan ensangrentada... Ensangrentada como la había tenido en esa misma habitación, cinco años atrás, cuando había completado su primera muerte en solitario. Ensangrentada como no había dejado de estar desde que asesinó a su primer inocente. A eso lo había llevado el asesinato. Le había hecho completar el círculo: matar a un inocente había conducido sin remedio a la muerte de más. En los últimos cinco años había hecho exactamente lo que pretendía: se había vuelto cada vez más parecido a Durzo Blint. Se había convertido en una máquina de matar. Tenía el sueño intranquilo y, por lo tanto, ligero, y eso lo volvía cada vez más peligroso. Siempre estaba con los nervios de punta, y la sangre que había cubierto sus manos por primera vez en aquella misma habitación nunca se había lavado. No había hecho sino añadirle más. No era un error que en ese momento estuvieran manchadas con la sangre de Logan, no era una coincidencia.

A los Drake les gustaba hablar de la economía divina: el Dios que convertía el llanto en risa, la pena en alegría. Un ejecutor era el príncipe mercader de la economía satánica. El asesinato engendraba asesinato y, como Durzo había dicho, siempre pagaban otros.

«¿Deben pagar siempre otros por mis fracasos? ¿Acaso no hay otra manera?» La sangre en sus manos decía que no, que no. «Esta es la realidad; es dura, incómoda y odiosa, pero es la verdad.»

—Me estoy saltando mis propias reglas —dijo un borrón de sombras.

Kylar no alzó la vista. No le importaba morir. Su interlocutor no dijo nada más. Al cabo de un buen rato, Kylar preguntó con amargura:

—¿Nunca juegues limpio, una muerte es una muerte?

Durzo salió de las sombras.

—Kylar, tengo una última regla que enseñarte.

—¿Y cuál es, maestro?

—Ya eres casi un ejecutor, Kylar. Y ahora que has aprendido a ganar casi cualquier combate, hay una regla más: nunca luches cuando no puedas vencer.

—Muy bien —dijo Kylar—. Tú ganas.

Durzo esperó durante un largo instante.

—Venga, aprendiz. Ha llegado el momento de tu Crisol.

—¿Así es toda tu vida? —preguntó Kylar, alzando por fin la vista—. ¿Pruebas y desafíos?

—¿Mi vida? Así son todas las vidas.

—Con eso no basta —replicó Kylar—. Esta gente no debería estar muriendo. Khalidor no debería ganar. No está bien.

—Nunca dije que estuviera bien. Mi mundo no está dibujado en blanco y negro, en bueno y malo, Kylar. El tuyo tampoco debería estarlo. Nuestro mundo solo tiene mejor y peor, sombras más claras y más oscuras. Pasara lo que pasase esta noche, Cenaria no podía vencer a Khalidor. De este modo muere un puñado de nobles en vez de decenas de miles de campesinos. Es mejor así.

—¿Mejor? ¡Mi mejor amigo ha muerto y probablemente están violando a su mujer! ¿Cómo puedes quedare al margen sin hacer nada? ¿Cómo puedes ayudarles?

—Porque la vida está vacía —respondió Durzo.

—¡Chorradas! ¡Si creyeras eso, habrías muerto hace mucho!

—Y morí hace mucho. Todo lo bueno pasa, y todo lo malo también, y no podemos hacer un carajo para cambiar nada o a nadie, Kylar. Y mucho menos a nosotros mismos. Esta guerra llegará y se irá, habrá un vencedor y la gente morirá por nada. Pero nosotros estaremos vivos. Como siempre. Por lo menos, yo lo estaré.

—¡No está bien!

—¿Qué quieres? ¿Justicia? La justicia es un cuento de hadas. Un mito de peluche para darle abrazos y reconfortarse.

—Un mito en el que, erase una vez, tú creías —dijo Kylar, mientras señalaba la palabra justicia grabada en la hoja de Sentencia.

—Antes creía en muchas cosas. Eso no las hace verdaderas —replicó Durzo.

—¿Quién sale mejor parado? ¿Logan o nosotros? Logan podía dormir por la noche. Yo me odio. Sueño asesinatos y me despierto con sudores fríos. Tú bebes hasta perder el sentido y despilfarras tu dinero en putas.

—Logan está muerto —dijo Durzo—. Quizá lleve corona en la próxima vida, pero ahora mismo no le sirve de mucho, ¿verdad?

Kylar lanzó una mirada extraña a su maestro.

—Y tú eres quien dice siempre que la vida está vacía y carece de sentido. Que no arrebatamos nada de valor al quitar una vida. Mira cómo te aferras a la tuya. Puto hipócrita.

—Todo hombre que vale algo es un hipócrita. —Durzo metió la mano en un bolsillo del pecho y sacó un trozo de papel doblado—. Si me matas, esto es para ti. Explica cosas. Considéralo tu herencia. Si te mato... bueno, cuando muera haré una parada de camino al plano más profundo del infierno para charlar un rato.

Durzo se guardó el papel en el bolsillo y desenvainó una espada enorme con una larga cinta roja colgando de la empuñadura. Era una hoja más larga y pesada que Sentencia pero, con su Talento, Durzo podía blandiría con una sola mano.

—No lo hagas —dijo Kylar—. No quiero luchar contra ti.

El ejecutor se le acercó. Kylar se quedó quieto, sin realizar el menor movimiento para defenderse.

—¿Ya le has entregado el Orbe de los Filos? —preguntó.

El ejecutor se detuvo. Sacó de un bolsillo la esfera plateada.

—¿Esto? —dijo—. Esto no es nada. Otra falsificación.

Lanzó la esfera al ventanal. El artefacto perforó el vidrio y se perdió en la oscuridad.

—¿Qué has hecho? —preguntó Kylar.

—¡Por los Ángeles de la Noche! —exclamó Durzo—. Te enlazaste a mi ka'kari. Me lo robaste. ¿Es que no lo entiendes todavía?

Era como si Durzo hablara otro idioma. ¿«Enlazaste»? Kylar supuso que sí se había enlazado al ka'kari; debía de haberlo hecho, porque su Talento de repente funcionaba. ¿Y Durzo decía que no era más que cristal?

—Increíble —dijo Durzo, negando con la cabeza—. Desenfunda tu espada y pelea, chaval.

—Ahora es mi espada, ¿eh? —preguntó Kylar.

—No por mucho tiempo. No eres digno de sucederme. —Durzo levantó su acero.

—No quiero luchar contra ti —dijo Kylar, que se negaba a desenvainar—. No lucharé contra ti.

Durzo atacó. En el último segundo, Kylar desenfundó a Sentencia y paró. Sendos golpes reforzados por el Talento chocaron en el aire. Las hojas temblaron por el impacto.

—Sabía que serías capaz —dijo Durzo. Tenía una sonrisa feroz.

Si Kylar había esperado que Durzo le dejaría algún margen para acostumbrarse a usar el Talento, la ilusión se deshizo al instante. Su maestro lanzó un ataque demoledor con una rapidez inconcebible.

Kylar retrocedió a trompicones, parando algunos golpes y saltando hacia atrás para esquivar otros. Durzo empleó todas las técnicas que conocía. Su espada se perdía de vista entre las combinaciones ofensivas, convirtiendo la cinta de la empuñadura en un fascinante remolino rojo. El objetivo de la cinta era desviar los ojos del contrincante del punto de peligro. Cualquiera que se dejara distraer se encontraría un recordatorio de acero en las costillas.

Sin embargo, no era solo la espada lo que confundía a Kylar. Durzo seguía un tajo a su cabeza con una patada a la rodilla y luego un revés a la cara usando su mano libre. Las combinaciones se sucedían y fluían como un río embravecido de ataques mortales.

Entre paradas y esquivas, Kylar fue retrocediendo cada vez más. Durzo no le dejaba tiempo para pensar, pero Kylar conocía la habitación. Ocupaba la planta superior entera de la torre, de modo que formaba un gran círculo achatado en un extremo por la entrada y en el otro por un gabinete.

La familiaridad de luchar contra Durzo poco a poco lo tranquilizó. Por supuesto, siempre había perdido, pero esa vez las cosas serían diferentes. Tenían que serlo.

La oleada de poder fluyó por sus brazos como una ráfaga hormigueante que erizó hasta el último pelo de su cuerpo. Paró una estocada y apartó a un lado la hoja de Durzo como si pesara un cuarto de su peso real. Blint se recuperó en un abrir y cerrar de ojos, pero dejó de avanzar.

Kylar se encontraba a un metro de la pared, con una cómoda de cerezo aliado. La espada de Blint destelló hacia sus ojos, pero era una finta. El auténtico ataque fue una patada a la rodilla avanzada de Kylar. El joven retrocedió de un salto hacia la pared y contraatacó levantando un pie, que detuvo al de Blint a media patada. Su maestro, que esperaba que su espada encontrara resistencia, cargó demasiado el tajo, y su pesada arma se hundió profundamente en la cómoda.

Mientras, Kylar había golpeado de espaldas contra la pared, pero rápidamente recuperó el equilibrio y se irguió. En ese mismo momento Durzo, en vez de intentar arrancar su espada del mueble, se llevó las manos a los hombros y agarró dos espadas gancho gemelas. Ambas llevaban una pequeña guarda en forma de medialuna a la altura de los nudillos, pero por lo demás eran espadas normales con la punta acabada en gancho para atrapar las armas enemigas.

—Las odio —dijo Kylar.

—Lo sé.

Kylar atacó, todavía intentando adaptarse al efecto del Talento sobre su manera de combatir. Por lo que veía, dotaba de mayor rapidez y potencia a sus músculos, pero la velocidad de la lucha tenía un límite incluso entre dos adversarios con Talento. En cambio, el Talento no ayudaba a tomar decisiones más deprisa, por lo que no se trataba de acelerar sin más un combate normal. Kylar debía ir con más cuidado, y seguía sin saber si el Talento protegería su cuerpo. Si Blint superaba sus defensas con una patada impulsada por su propio Talento, ¿se le partirían las costillas como ramitas secas, o también estarían reforzadas?

La única manera de saberlo no era manera de saberlo.

Blint dejó que Kylar avanzara, usando sus espadas gancho a la defensiva. Solo cuando ya se acercaban a la cama, empezó a utilizar los ganchos: Kylar lanzó una estocada y Durzo atrapó el filo de Sentencia con la punta curvada y la apartó a un lado. Prolongó esa maniobra con un tajo por encima de la cabeza con la otra espada.

Kylar saltó hacia atrás y descubrió que se estaba quedando acorralado contra uno de los ventanales de la torre. Durzo cerró la distancia de una zancada y paró una estocada baja pero, en lugar de desviarla a un lado, como había hecho antes, bajó su otro gancho a la espada de Kylar y la dejó trabada.

Cuando Kylar dio un paso adelante, Blint levantó a Sentencia por encima de la cabeza y, con una torsión de muñeca, la liberó. La espada cayó al suelo detrás de Kylar con estrépito. Blint le propinó una patada en el pecho, y los brazos que Kylar había levantado para sacar sus dagas apenas pudieron frenar el golpe.

Kylar se empotró contra el ventanal. Notó romperse el cristal, astillarse la madera y saltar el pestillo. Experimentó la escalofriante sensación de precipitarse al vacío.

Dando manotazos para agarrarse a algo, a cualquier cosa, se revolvió con la gracilidad desesperada de un gato al caer. Abandonadas a la gravedad, sus dagas se alejaron girando y resplandeciendo a la luz de la luna.

Clavó los dedos en el marco de una hoja del ventanal. Asió madera y vidrios rotos mientras, de resultas de su impulso, los batientes se abrían de par en par.

Se estrelló de cara contra la pared de la torre. Su mano empezó a resbalar y el cristal le rajó la carne de sus dedos hasta raspar hueso, pero Kylar no se soltó.

Parpadeando, se quedó colgando de la mano. Le corría sangre por el brazo. Le corría sangre por la cara. Pendía a sesenta metros por encima del basalto de los cimientos del castillo y el ancho cauce del río. El vapor que surgía de la única fumarola volcánica activa en la isla de Vos ocultaba en parte una barcaza atracada en la orilla. El vapor brillaba a la luz de la luna y, muy abajo, junto a la embarcación, Kylar vio hombres hablando. Incluso desde esa altura oía el tintineo del acero y vislumbraba a los invasores khalidoranos arrollando a la infantería en el patio del castillo.

Entonces salió el sargento Gamble por la puerta delantera. Dirigía a los nobles y a más de doscientos soldados cenarianos. Intentaban huir del castillo, tal y como les había aconsejado Kylar, pero, mientras se abrían paso hacia la puerta oriental, más de cien montañeses procedentes del lado opuesto del castillo reforzaron a las tropas de Khalidor.

En cuestión de segundos, el patio se había convertido en el frente de la batalla y la guerra por Cenaria. El castillo y la ciudad estaban perdidos. Si exterminaban a los nobles, lo mismo harían con toda Cenaria. Si los nobles lograban abrirse paso entre las abarrotadas filas montañesas y cruzar el Puente Real de Oriente, podrían organizar una resistencia.

Era una esperanza muy remota, pero en Cenaria la esperanza nunca había destacado por su proximidad.

Algo cedió y Kylar cayó diez centímetros. Se izó a pulso por el marco del batiente tan rápido como pudo mientras la siguiente bisagra se desprendía del muro. Casi al instante, la última bisagra chirrió y salió disparada.

Kylar se lanzó hacia el postigo enganchado a la pared de la torre. Sus dedos se deslizaron listón tras listón hasta que lograron asirse a uno. Partió ese y dos más; el siguiente por fin frenó su caída.

La hoja del ventanal descendió dando vueltas sobre sí misma entre el silbido del viento. Se estrelló, despidiendo astillas y esquirlas de cristal, contra las rocas a apenas unos pasos del río, exactamente donde lo haría Kylar si caía.

Alzó la vista y vio que las bisagras del postigo estaban cediendo, saliéndose poco a poco de la roca.

«Perfecto.»

Durzo Blint estaba de pie, rodeado de muerte sin verla. Había cuerpos tirados por todo el dormitorio. También unas azucenas recién cortadas junto a la cama real, flores blancas salpicadas de sangre roja.

Un camisón delicado y antaño blanco se empapaba en un gran charco carmesí cerca de sus pies. En el mosaico del suelo había una quemadura circular. El penetrante olor a fuego de brujo ahogaba el perfume que se adivinaba en el aire.

Sin embargo, Durzo solo veía el ventanal abierto que tenía delante. En su cara llena de marcas se leía la aflicción. El viento entraba aullando por el hueco, agitaba las cortinas y le metía en los ojos el pelo canoso.

Con los dedos de la mano derecha volteaba una daga. Dedo, dedo, dedo, pausa. Dedo, dedo, dedo, vuelta. Reparó en lo que estaba haciendo y guardó la daga en su funda. Recompuso su expresión y cerró sobre los hombros su capa gris y negra, hasta cubrir un cinturón cargado de dardos, dagas y numerosas herramientas y bolsitas.

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