Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Cayó al suelo, desde donde pudo ver que el coronel salía al pasillo, cerraba de golpe la puerta y echaba el pasador.
Uno de los guardias reales estrelló su hombro contra la puerta al segundo siguiente, pero no pudo tumbarla y, al cabo de un momento, Agón oyó que la atrancaban.
—Atrapados —dijo el señor de Urwer, sagaz.
Por un momento, todos los hombres se quedaron quietos. Mientras se levantaba con la ayuda de los guardias reales, el general supremo vio que sus acompañantes se iban haciendo cargo de la situación.
Si acababa de traicionarlos uno de los suyos, entonces el atentado contra el príncipe no era algo aislado o mal planificado. Todo lo sucedido en los últimos días había sido orquestado, desde la muerte del príncipe Aleine hasta su propia llegada a ese callejón sin salida. Las posibilidades de salir con vida eran escasas.
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó un guardia.
—Atravesar esa puerta —dijo Agón, señalando el acceso a la escalera.
Probablemente era demasiado tarde. Probablemente encontrarían soldados enemigos y guardias reales muertos en esa escalera. Sin embargo, había aprendido hacía mucho a no perder tiempo en el campo de batalla lamentando lo que debería haberse hecho, lo que debería haberse visto venir. Las recriminaciones podían esperar a después, si había un después.
Los guardias habían retomado su asalto a la puerta cuando se oyó tuang-sssss: el tañido de la cuerda de una ballesta y el siseo del virote que había disparado.
Cayó un guardia real; le habían atravesado la cota de malla como si fuera de seda. Agón maldijo y buscó troneras en las paredes de la habitación. No vio ninguna.
Los hombres miraban a su alrededor como locos, intentando defenderse de un enemigo que los atacaba desde ninguna parte.
Tuang-sssss. Otro guardia chocó contra sus camaradas y cayó muerto.
Agón y los hombres alzaron la vista hacia la oscuridad. Una lámpara colgada a baja altura hacía imposible ver más allá. Una grave carcajada resonó en la penumbra.
Guardias y nobles por igual se lanzaron en busca de cualquier cobertura que pudieran encontrar, aunque la sala ofrecía bien pocas.
Un soldado se tiró detrás de un mullido sillón de orejas. Un noble arrancó de la pared un retrato del señor de Robin y lo sostuvo ante él como un escudo.
—¡La puerta! —gritó Agón, aunque la desesperanza le nublaba el corazón.
No había escapatoria. El hombre u hombres que les disparaban no solo contaban con infiltrados y traidores en el castillo, sino que además conocían los secretos de la fortaleza. El paranoico rey Hurlak había llenado su ampliación del castillo con un laberinto de habitaciones secretas y mirillas para espiar. Ese asesino sabía dónde se encontraban, no tenía más que quedarse donde estaba y matarlos a todos. No había manera de detenerlo.
Tuang-sssss. El soldado parapetado tras el sillón quedó rígido cuando el virote atravesó el respaldo y se le clavó en la espalda. El asesino les hacía saber lo desesperado de su situación.
—¡La puerta! —gritó Agón.
Con esa clase de valentía que muchos oficiales exigían pero pocos obtenían, los guardias restantes se levantaron y empezaron a golpear la puerta con las espadas. Sabían que algunos morirían en el intento, pero también que era su única salida, su única esperanza de vivir.
Tuang-sssss. Otro guardia real se derrumbó a mitad de un mandoble a la puerta. El señor de Ungert, que sostenía con brazos temblorosos el retrato frente a su cuerpo, gimoteó como una niña pequeña.
Tuang-sssss. Un soldado pareció saltar a un lado cuando una saeta se le clavó en el oído y lo empotró entre salpicaduras de sangre contra el marco de la puerta.
Consiguieron abrir una grieta en la puerta. Uno de los tres guardias reales que quedaban soltó un grito de triunfo.
Una flecha entró volando por la hendidura recién creada y se le clavó en el hombro. El soldado giró sobre sus talones una vez antes de que un proyectil disparado desde arriba le partiese el espinazo.
Los dos últimos guardias se quedaron anonadados. Uno soltó la espada y se hincó de rodillas.
—Por favor —suplicó—. No, por favor. No, por favor. Por favor...
El último guardia en pie era el capitán Arturian. Arremetió contra la puerta como un poseso. Era un hombre fuerte. La puerta tembló y se estremeció bajo sus golpes mientras la brecha se ensanchaba en dirección a la cerradura.
Apartó la cabeza para esquivar dos flechas que atravesaron el agujero y después arremetió otra vez. Otra flecha pasó volando junto a Vin Arturian y Agón le vio echar la cabeza hacia atrás. Un arañazo le recorría la mejilla en línea recta hasta la oreja, partida por la mitad.
Con un grito, el capitán Arturian arrojó su espada por el agujero como si fuese una lanza. Agarró el pasador y lo arrancó de la puerta con un movimiento brusco, que terminó en sacudida cuando una flecha le atravesó el brazo. Sin hacerle caso, el capitán asió la puerta y tiró hasta arrancarla de su marco.
Cinco arqueros khalidoranos ataviados con los colores de Cenaria esperaban en la escalera con los arcos tensados. Tras ellos había seis espadachines y un brujo. Otro arquero yacía a sus pies, con la espada del capitán clavada en el estómago. Los cinco arqueros dispararon a la vez.
Acribillado a flechazos, el capitán Vin Arturian cayó hacia atrás. Su cuerpo aterrizó junto al guardia arrodillado, que soltó un chillido.
Tuang-sssss. El chillido terminó en borboteo y el joven cayó, ahogado en su propia sangre.
Entonces se produjo uno de esos momentos de una cotidianidad aterradora que se daban en pleno caos de una batalla; Agón los había presenciado antes y nunca podría acostumbrarse.
Uno de los arqueros pasó su arma a un compañero, entró en la sala y cogió la puerta.
—Disculpa —dijo al capitán que acababa de contribuir a matar. En su voz no había sarcasmo, sino simple educación. Arrancó la puerta de los dedos agarrotados del capitán caído, volvió al hueco de la escalera y colocó la puerta en su quicio ante la mirada del general Agón y los nobles.
En ese momento atemporal, antes de que la realidad se les echara encima de nuevo, el general Agón observó a los nobles. Ellos lo miraron. Esos eran los hombres que habían estado dispuestos a jugarse la vida para rescatar al príncipe. Hombres valientes, por muy necio que fuera alguno, pensó mirando al señor de Ungert escudado tras un cuadro. Esos eran los hombres que había conducido a la muerte.
La trampa era inteligente. El «sirviente de los Gyre» que había anunciado el ataque a Logan sin duda era un agente del usurpador. La estratagema no solo dividía a la guardia real, pues alejaba del gran salón a la mayoría de sus hombres, sino que también separaba limpiamente el grano de la paja. Los nobles que habían acompañado a Agón ni siquiera eran exactamente los que habría esperado ver defendiendo al príncipe Logan, pero todos ellos habían demostrado sus lealtades del único modo que importaba: con sus actos.
Al matar a esos hombres, los khalidoranos eliminaban a quienes más probablemente se les opondrían. Brillante.
Por debajo del borboteo y la respiración trabajosa del soldado moribundo, Agón oyó otro sonido. Sus oídos lo identificaron de inmediato: el cabestrante de una ballesta al cargarla.
Clic, clic, clac. Clic, clic, clac.
—Para que sepáis a quién maldecir cuando muráis —dijo una voz con siniestro regodeo desde su escondrijo en las alturas—, soy el príncipe Roth Ursuul.
—¡Ursuul! —El señor de Braeton lo maldijo.
—Ah, entonces es un honor —dijo el señor de lo-Gyre.
El virote acertó a lo-Gyre en su barrigón con tanta fuerza que salió por la espalda, llevándose por delante buena parte de sus vísceras. El noble cayó sentado bruscamente contra una pared.
Varios de los nobles maldijeron a Ursuul como este les había invitado a hacer. Algunos fueron a atender al señor de lo-Gyre, que jadeaba entre convulsiones en el suelo. El general supremo Agón permaneció de pie. La muerte lo encontraría derecho.
Clic, clic, clac. Clic, clic, clac.
—Quiero daros las gracias, general supremo —dijo Roth—. Me habéis servido bien. Primero matáis al rey por mí, bonita traición, por cierto, y luego aún habéis podido conducir a estos hombres hasta mi trampa. Seréis bien recompensado.
—¿Qué? —preguntó el viejo señor de Braeton, mirando alarmado a Brant—. Decidme que no es cierto, Brant.
El siguiente proyectil atravesó el corazón del venerable anciano.
—Es mentira —respondió Agón, pero el señor de Braeton ya estaba muerto.
Clic, clic, clac. Clic, clic, clac.
El señor de Ungert miró a Agón, aterrorizado. El lienzo le temblaba en las manos.
—Por favor, decidle que pare —suplicó a Agón en cuanto vio que era el último noble que quedaba—. Yo ni siquiera quería seguiros. Mi mujer me ha obligado.
Apareció un pequeño agujero en el escudo que sostenía el caballero pintado en el cuadro y el señor de Ungert trastabilló hacia atrás. Durante un largo momento, permaneció apoyado en la pared, con una mueca en la cara y el marco todavía en la mano. Parecía contrariado, como si el lienzo debiera haber detenido el virote. Después cayó sobre el cuadro y redujo el marco a astillas.
Clic, clic, clac. Clic, clic, clac.
—Hijo de puta —dijo el señor de lo-Gyre entre tenues jadeos, mirando fijamente al general supremo Agón—. Pedazo de bastardo.
El siguiente proyectil lo alcanzó entre los ojos.
El general Agón alzó la espada en señal de desafío.
Roth se rió.
—No mentía, general supremo. Tendréis vuestra recompensa.
—No tengo miedo —dijo Agón.
Clic, clic, clac. Clic, clic, clac. El virote hirió a Agón en la rodilla y sintió quebrarse el hueso. Tropezó hasta topar con el sillón y cayó al suelo. Al cabo de un momento, otro proyectil le alcanzó en el codo. Sentía como si le hubiera arrancado el brazo de cuajo. Apenas podía mantenerse sentado en el suelo, agarrado al brazo del sillón como si se estuviera ahogando.
—Mi ejecutor me aseguró que podía confiar en que correríais a ciegas hasta esta trampa. Al fin y al cabo, fuisteis lo bastante tonto para confiar en él —dijo Roth.
—¡Blint!
—Sí. ¡Pero no me avisó de que traicionaríais a vuestro rey! Eso ha sido delicioso. ¿Y lo de entroncar al señor de Gyre con la familia real? Amigo vuestro, ¿no? Eso le ha costado la vida a Logan. Sé que no tenéis miedo a morir, general —prosiguió Roth—. La recompensa que te otorgo es tu vida. Sigue viviendo con tu vergüenza. Ahora lárgate. Aléjate a rastras, gusano.
—Pasaré el resto de mi lamentable vida dándote caza —juró Agón entre dientes apretados.
—No, no lo harás. Eres un perro apaleado, Brant. Podrías haberme parado. En lugar de eso, me has ayudado en todo momento. Ahora mis hombres y yo subiremos al piso de arriba. El príncipe y la princesa morirán porque tú no me detuviste. ¿Por qué debería matarte? No podría haber logrado todo esto sin ti.
Roth dejó allí al general supremo, boqueando en el suelo. Destrozado.
El sargento Bamran Gamble tensó el arco largo alitaerano con los anchos músculos de su espalda. Daba igual ser fuerte como un buey; no podía tensarse un arco largo alitaerano solo con los brazos. Ese arco era de grueso tejo, medía dos metros diez sin tensar y podía atravesar una armadura a doscientos pasos. Había oído de hombres que habían acertado a un blanco de menos de metro y medio a más de quinientos pasos pero, gracias al Dios, él no necesitaba hacer eso.
Estaba en el patio del castillo, subido al tejado del barracón. Los había encerrado en él un traidor, pero al cobarde le había faltado el valor o la antorcha necesarios para prender fuego a la caseta con ellos dentro. Los hombres de Gamble habían agujereado el techo y lo habían subido a peso.
El primer rayo de la bruja había pasado por encima de la cabeza del sargento antes incluso de que tensara el arco. Era la única meister del patio, destinada allí con la clara misión de echar un ojo por si pasaba algo. Desde su altura, Gamble veía llegar más tropas por el Puente Real de Occidente, pero solo tenía ojos para la bruja. Era pelirroja y de piel pálida. Respiraba trabajosamente, como si el último rayo la hubiera dejado seca, pero ya se estaba recuperando y empezaba a recitar, mientras el vir negro de sus brazos se hinchaba.
Si Gamble fallaba el tiro, no tendría una segunda oportunidad. La bruja apuntaría más abajo y prendería fuego al tejado de paja del barracón. Más de cuarenta hombres del sargento Gamble morirían.
Flexionó la espalda y la flecha de punta ancha se deslizó hacia atrás. Los tres dedos llegaron a su cara; la cuerda de tripa le tocó los labios. No apuntó. Era un acto puramente instintivo. Una bola de fuego brotó en las palmas de la bruja. La flecha lanzada con una potencia que atravesaría corazas, no tuvo ningún problema para perforar una bola de fuego etérea ni el esternón de una joven. La bruja salió despedida por el impacto como si estuviera atada a un caballo al galope. La flecha clavó su cuerpo a la gran puerta que tenía a la espalda.
El sargento Gamble no era consciente de haber preparado otra flecha. De haber tenido elección, habría escogido bajar del tejado y liberar a sus hombres pero, de repente, la fiebre de la batalla corría por sus venas. Después de diecisiete años como soldado, estaba luchando por primera vez.
La flecha tocó sus labios y salió volando. Alcanzó a otra bruja que cruzaba el puente a la cabeza de una columna de montañeses. Fue un disparo impresionante, de los mejores que había hecho Gamble en toda su vida. Pasó entre tres filas de soldados que avanzaban corriendo y se clavó en la axila de la bruja aprovechando el vaivén de sus brazos al correr. El impacto se la llevó a un lado hasta hacerla caer por el borde del puente. Se precipitó, inerte, a las aguas del Plith.
Los montañeses ni siquiera aminoraron el paso. Fue entonces cuando el sargento Gamble supo que la situación era grave. Dos arqueros y un brujo se separaron del grupo y empezaron a buscar al autor del disparo, pero el resto de los hombres siguió cruzando el puente. Cuando los arqueros cargaron sus flechas, el brujo las tocó y prendió fuego a cada punta.
Gamble se deslizó tejado abajo y se dejó caer al patio en el mismo momento en que las dos flechas ardientes se clavaban en la paja. El fuego se extendió con una rapidez antinatural. Para cuando desatrancó la puerta, ya salía humo del interior del barracón.