El Camino de las Sombras (54 page)

Volvió corriendo al portón y cogió las antorchas que habían llevado los centinelas. Cerró la puerta y echó la tranca con rapidez. La avanzadilla de los khalidoranos ya casi estaba en el puente.

«¿Qué estoy haciendo?»

La primera barcaza empezaba en ese momento a pasar por debajo del puente. No había tiempo. Kylar retiró de una patada el pasador de seguridad que inmovilizaba la barra de madera y la empujó. No se movió. Kylar tropezó con las cuerdas tensas que tenía a los pies y estuvo a punto de caer al suelo. Maldijo y volvió a lanzarse contra la viga. ¿Acaso los malditos soldados no habían engrasado nunca ese trasto?

Al final se le ocurrió usar su Talento. Sintió fluir el poder en su interior; habría podido cargarse un carro a la espalda. Empujó la barra con todas sus fuerzas y sintió que su cuerpo rielaba, pues la negrura irregular cubría y descubría su piel a medida que él redirigía su Talento.

«Con suerte, ni siquiera sabrán que estoy aquí hasta que sea demasiado tarde.»

Una bola de crepitante fuego verde de brujo pasó volando a menos de un metro por encima de la esfera. Abajo sonaron chillidos. Hubiesen visto a Kylar o solo sus antorchas, los brujos no estaban contentos.

Kylar redobló sus esfuerzos con la barra pero, al no poder afianzar los pies, solo consiguió deslizarse por los tablones del suelo. La madera apenas se movió.

Una bola de fuego de brujo rebotó contra la esfera de hierro y arcilla y salió volando hacia el cielo. Kylar no prestó atención. Algo blanco cobraba forma sobre la cubierta de la barcaza, que ya se encontraba directamente debajo de él. Delante de un brujo pelirrojo se materializó una pequeña criatura que salió volando hacia arriba como un colibrí. Con las marcas de su vir hinchadas de poder, el brujo canturreó para dirigir a la criatura.

Kylar hizo otro esfuerzo y las cuerdas que tenía a los pies lo hicieron tropezar de nuevo.

El homúnculo cobró forma mientras volaba hacia Kylar. Era pequeño, de apenas treinta centímetros, y de una palidez malsana. Llevaba la apariencia del brujo pelirrojo como si fuera una vestimenta que le quedaba mal. Se posó con suavidad en la esfera y luego clavó unas garras aceradas en el hierro como si fuese mantequilla. Se volvió hacia Kylar y siseó mientras descubría sus colmillos.

Kylar retrocedió a toda prisa y estuvo a punto de caer por el borde del puente.

Debajo sonó una sacudida. El aire que el brujo pelirrojo tenía delante ondeó como cuando se tira un guijarro en una laguna. Algo se movía como si estuviese justo bajo la superficie del aire. Algo enorme. La realidad misma parecía estar tensándose...

Y desgarrándose. Kylar entrevió el infierno y un destello de piel cuando la propia realidad se rasgó para dejar salir la sierpe.

Iba a por él.

A seis metros del joven, la realidad se deshilachó y rompió. Kylar vislumbró una gigantesca boca circular, como la de una lamprea: un cono erizado de púas que parecía proyectarse hacia fuera en una serie de anillos. Entonces el anillo más estrecho alcanzó al homúnculo y un primer círculo de dientes se cerró con un chasquido sobre la pálida criatura. Cada círculo dentado se fue cerrando sucesivamente y con fuerza espantosa sobre todo lo que rodeaba al homúnculo, mientras el cono se replegaba y lo consumía todo.

El último y mayor círculo de dientes se cerró con un golpe seco sobre la parte ancha de la esfera de hierro, y entonces la sierpe del abismo regresó a su agujero con la misma velocidad con la que había surgido. El aire ondeó de nuevo y las vibraciones fueron apagándose como si nada hubiese pasado.

El homúnculo había desaparecido. También tres cuartas partes de la esfera; quedaban marcas de mordeduras en la arcilla y trozos de hierro desgarrado como si fuese manteca. El aceite goteaba sobre el agua, junto a la barcaza. Los soldados vitorearon. La primera gabarra había superado el puente y la segunda empezaba a salir de él en ese mismo momento.

Sintiéndose débil, Kylar se dio la vuelta rápido y estuvo a punto de caer al tropezar de nuevo con las cuerdas. Maldijo en voz alta. Entonces sus ojos siguieron los cabos. Estaban conectados a un sistema de poleas... enganchado a la barra de madera.

—¡Pero seré idiota!

Agarró una cuerda y haló de ella con las dos manos tan rápido como pudo. El brazo de madera que sostenía la segunda esfera giró hasta asomar por encima del borde del puente, con suavidad y sin problemas. Kylar oyó un chillido y vio pasar dos proyectiles verdes.

Al lado de la polea había otro cabo. Delgado. Probablemente importante.

Kylar le dio un tirón y la barra que sostenía la esfera de arcilla cayó de repente hacia abajo. La esfera descendió con ella. Durante un momento, Kylar temió haber tirado al agua su única arma, pero la soga de anclaje balanceó la esfera como un péndulo unos treinta centímetros por encima del río. Se estrelló contra la segunda barcaza a la altura de la línea de flotación.

No hubo explosión. El costado de la esfera que golpeó la embarcación era de hierro bajo una fina capa de arcilla cocida. Atravesó el casco de la barcaza como si fuese corteza de abedul y arrolló a las hacinadas hileras de montañeses.

El resto de la esfera era de arcilla. Se desintegró, y el aceite que la llenaba roció con violencia a los soldados y empapó las cubiertas de madera.

Kylar observó la barcaza desde arriba. Un bonito agujero decoraba el lateral del casco, y los hombres de dentro gritaban, pero se había esperado algo más impresio...

¡BUM!

La barcaza explotó. El agujero que había abierto la esfera se llenó de llamas que lo extendieron al triple de su radio original. Brotaba fuego por las escotillas. Los gritos redoblados de los invasores quedaron ahogados por el repentino rugido del incendio.

Quienes se hallaban en la cubierta del barco perdieron el equilibrio, y no pocos cayeron al agua. Su armadura los hundió sin remisión bajo las suaves olas.

Con la misma rapidez con que había estallado, el fuego desapareció. Seguía saliendo humo de las escotillas, y los hombres subían en tropel a cubierta. La barcaza estaba muy escorada. Un oficial, que sangraba de un corte en la cabeza, gritaba órdenes a pleno pulmón, pero nadie las obedecía. Los hombres saltaban de la cubierta para llegar nadando a esa orilla tan cercana... y se hundían como piedras. El agua no era muy profunda, pero sí demasiado para cualquiera que llevase armadura pesada.

Tras una pausa en la que dejó de alimentarse de aceite para devorar madera, el fuego volvió a avanzar como una bestia insaciable. Rugía en todas las cubiertas y, aunque la barcaza seguía avanzando a la deriva, Kylar vio que no llegaría a la orilla. Un puñado de hombres tuvieron el sentido común de quitarse la armadura antes de saltar por la borda, mientras que otros se agarraron a los pilares del puente, pero al menos doscientos montañeses no combatirían jamás sobre suelo cenariano. El portón de detrás de Kylar se sacudió bajo un golpe. Se maldijo a sí mismo. No tendría que haberse quedado a mirar cuando podría haber estado corriendo.

Ningún soldado cenariano había acudido a la carrera durante esa batalla, ni tampoco lo hacía ahora, dos minutos después de la primera señal. Por mala que fuera la situación en el puente, la del castillo debía de ser peor.

El portón saltó por los aires y unos brujos radiantes de poder atravesaron sus restos humeantes.

Kylar corrió hacia el castillo.

Capítulo 53

Roth cruzó la pasarela a toda velocidad, seguido de Neph Dada y una docena de soldados con uniforme cenariano. Llegó a una habitación pequeña, giró a la derecha y subió a paso ligero un tramo estrecho de escaleras.

Era un desconcertante laberinto de pasillos, pasarelas y escaleras de servicio, pero llevaría a Roth y sus hombres hasta la torre norte el doble de rápido que cualquier otra ruta. El tiempo era esencial. Muchísimos planes que Roth había sembrado, regado y ayudado a florecer darían fruto esa noche. Como un niño codicioso, quería saborearlos todos y notar cómo se le escurrían por la barbilla los sanguinolentos jugos.

La reina y sus dos hijas pequeñas estaban muriendo en ese preciso instante, pensó Roth con pesar. Era una lástima. Una lástima no poder presenciarlo. Esperaba que nadie moviese los cuerpos antes de que él tuviese ocasión de inspeccionarlos, y de hecho había dado instrucciones al respecto. Confiaba en que Hu Patíbulo las ejecutaría al pie de la letra, pero aquello era una guerra. Nadie sabía lo que podía suceder.

Había que resignarse. Por nada del mundo se habría perdido la muerte del rey.

¡Qué exquisitez! Si no estuviera corriendo y doblando esquinas, se echaría a reír.

Su plan original había sido tener un virote cargado en su ballesta y apuntado a la frente del rey toda la noche. Tenía pensado matar al rey en persona, pero el capitán Arturian había dispuesto una seguridad demasiado estricta. Roth había podido entrar en el gran salón, pero no con un arma encima; un pequeño desastre. Si Durzo Blint le hubiese fallado, la trama entera habría fracasado. Su padre lo habría matado.

Sin embargo, no fracasó. Durzo no le había fallado, y la suya había sido una actuación digna de un virtuoso. El envenenamiento de los invitados había sido brillante. Roth había estado presente en las cocinas mientras los catadores probaban todos los platos, y ni uno solo de ellos se había puesto malo. La administración del veneno al rey había sido un prodigio de agilidad. El preparado en sí había funcionado incluso mejor de lo que Blint había prometido. Roth encontraría más trabajos para ese hombre. Con Durzo como herramienta, administraría los tormentos más exquisitos que jamás había imaginado. ¡Hierbas! Ni se le había ocurrido que tuvieran tanto potencial. Durzo sería la persona idónea para ilustrarlo en todos sus usos. ¿Quién habría imaginado que unas hierbas administradas al rey serían la gota que colmaría el vaso de Agón?

No había podido contener una risilla cuando el general supremo libró de su cabeza al idiota del rey. Mejor que hacerlo en persona. Nunca antes había sentido la peculiar emoción de presenciar cómo un hombre cometía lo que a sus propios ojos debía de constituir traición. Había algo muy hermoso en ver a un hombre condenarse a sí mismo.

Roth y sus hombres habían permanecido en el gran salón el tiempo suficiente para confirmar que el general supremo y sus soldados picaban el anzuelo y partían, y después habían salido corriendo.

Si lo había planeado bien, y Roth lo planeaba todo bien, esa noche saborearía frutos más deliciosos aun que la traición de Agón. Qué satisfecho estaría su padre.

Seiscientos montañeses de élite del rey dios llegarían al castillo en la próxima media hora. Mil más se presentarían al amanecer. El rey había comunicado a Roth que esperaba encontrar más de la mitad para cuando llegara al frente de las tropas de ocupación al día siguiente.

Roth creía que perdería una cuarta parte. Quizá mucho menos. Superaría su
uurdthan
con honores. El rey dios lo nombraría rey de Cenaria, y reservaría para sí el título de gran rey. Con el tiempo legaría su imperio entero a Roth.

Apartó de su cabeza las glorias futuras y se detuvo en el último pasillo estrecho para que sus hombres lo alcanzaran. La puerta que tenía delante se abría sobre bisagras ocultas y daba a la planta baja de la torre norte. Hizo una seña a sus hombres.

Los soldados derribaron la puerta secreta e irrumpieron en la sala, con las espadas desnudas. Los dos guardias de honor apostados en la base de la torre no tuvieron ninguna oportunidad. Ni les dio tiempo a sorprenderse antes de morir.

—Hay que defender esta puerta. Que Agón no suba —dijo Roth—. Los siguientes son el príncipe y la princesa.

Comprobó el estado de su ballesta.

Logan esperaba sentado al borde de la cama. Cerró los ojos y se frotó las sienes. Por el momento estaba solo en el dormitorio ubicado en lo más alto de la torre norte. Jenine de Gunder —no, Jenine de Gyre— lo había dejado para prepararse.

«Para prepararse.»

Se sentía enfermo. Había fantaseado con la idea de hacer el amor, por supuesto, pero había hecho lo posible por confinar sus deseos a una mujer... y esa mujer no era Jenine.

Cuando Serah había aceptado su propuesta, había pensado que sus fantasías iban a hacerse realidad. Esa misma mañana habían estado planeando su boda.

«Y ahora esto.»

Oyó el suave roce de unos pies descalzos sobre la alfombra y alzó la vista. Jenine se había soltado el pelo, que le caía en exuberantes rizos hasta media espalda. Llevaba puestos un camisón de seda blanca transparente y una sonrisa nerviosa. Era arrebatadora. Hacía honor a todo lo que había insinuado su vestido la noche anterior (¡dioses!, ¿solo había pasado un día?), superaba toda promesa de sensualidad. Los ojos de Logan se empaparon de sus curvas, sus caderas que daban paso a una estrecha cintura, la cintura que se abría hacia esos pechos perfectos, una curva siguiendo a la otra con la dulzura que inspiraba al arte. Se regaló los ojos con el dorado de su piel a la luz de las velas, los círculos más oscuros de sus pezones que se adivinaban bajo el camisón, el aleteo del pulso en su garganta, la timidez de su postura. La deseaba. Quería tomarla. La lujuria rugía en su interior, ocultaba el resto de la alcoba y se tragaba el mundo entero salvo la belleza que tenía delante y sus pensamientos sobre lo que estaba a punto de hacer.

Apartó la vista, avergonzado. Se le formó un nudo en la garganta que le cortó la respiración.

—¿Tan fea soy? —preguntó Jenine.

Logan alzó los ojos y vio sus brazos cruzados sobre el pecho, las lágrimas en sus ojos. Dolorido, volvió a desviar la mirada.

—No. No, mi señora. Por favor, venid aquí.

Ella no se movió. No era suficiente.

Logan la miró a los ojos.

—Por favor. Sois tan guapa, tan, tan preciosa que me desconcertáis. Me duele solo miraros. Venid a sentaros conmigo. Por favor.

Jenine se sentó junto a él en la cama, cerca pero sin tocarlo. Logan había sabido poco de ella antes de ese día. Hasta Regnus de Gyre la había considerado un enlace demasiado ambicioso para él. Solo sabía que era muy querida, «risueña», que estaba «sentando la cabeza» y que todavía no había cumplido los dieciséis años. Logan entendía lo de «risueña»: durante la cena parecía radiante de alegría... hasta que habló su padre. Qué malnacido. Logan comprendía un poco cómo debió de haberse sentido su propio padre al ver casarse con aquel engendro a la mujer que amaba.

Other books

Billy Wizard by Chris Priestley
Hominids by Robert J. Sawyer
Mystery of Mr. Jessop by E.R. Punshon
Artemis the Brave by Williams, Suzanne, Holub, Joan
Final Analysis by Catherine Crier