Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—No lo entiendo —dijo Kylar.
—Ya lo entenderás. Que los Angeles de la Noche cuiden de ti, chico. Recuerda, tienen tres caras.
—¿Qué?
—Venganza, Justicia y Piedad. Siempre saben cuál enseñar. Y recuerda la diferencia entre venganza y revancha. Ahora vete.
Kylar se puso en pie y guardó sus armas con movimientos de experto. Al levantarse rozó la mesa con la cadera y la moneda en equilibro se tambaleó y cayó antes de que pudiera pararla recurriendo a su Talento. No hizo caso, porque se negaba a ver el resultado como un presagio.
—Maestro Blint —dijo, mirando a su maestro a los ojos e inclinándose con respeto—,
kariamu lodoc
. Gracias. Por todo.
—¿Gracias? —bufó el maestro Blint. Recogió la moneda. Había salido castillo. «Castillo pierdo yo.»—. ¿Gracias? Siempre has sido la repera, chaval.
Kylar disponía de una hora antes de que Durzo fuera a por él. Lo sabía porque le había visto beberse una jarra entera de cerveza, y Durzo Blint no trabajaba cuando tenía alcohol en el organismo.
Era la ocasión perfecta para ir a la casa segura del maestro. Quizá tuviera suerte y pudiese averiguar cómo pensaba matarlo a partir de los instrumentos que faltasen.
Por prudencia, usó los callejones para llegar a la casa segura. En un abrir y cerrar de ojos desarmó la trampa de la cerradura y luego buscó la segunda. De haber sido plenamente visible, se habría sentido expuesto, pero su Talento lo obedeció por esa vez y lo cubrió de sombras. Seguía sin tener ni idea de lo bien oculto que estaba, pero en esa calle oscura y poco frecuentada no le inquietaba tomarse su tiempo. La segunda trampa estaba incrustada en el marco, delante del pasador. Kylar negó con la cabeza. Y Blint decía que las trampas no eran lo suyo. Armar una trampa que se disparaba al desaparecer la presión del propio pestillo no era tarea fácil.
Tras desarmar ese mecanismo, Kylar empezó a forzar la cerradura en sí. Blint siempre le había dicho que colocar más de dos trampas en una puerta era una pérdida de tiempo. Debería cazarse a alguien con la primera trampa, pero si estaba tan mal montada que el intruso se confiaba, podría sorprendérsele con una segunda perfectamente camuflada. Después de eso, solo un idiota dejaría de revisar la puerta con atención hasta encontrar cualquier otro dispositivo escondido.
Kylar no tuvo que tantear con la ganzúa. Llevaba años practicando con esa puerta, de modo que la clavija entró en su hueco al instante. Entonces notó algo raro. Separó los dedos y dejó caer la ganzúa en el preciso instante en que se activaba el resorte. Una aguja negra pasó disparada entre sus dedos abiertos; le rozó el nudillo y estuvo a punto de atravesar la piel.
—Uf.
El compuesto negro de la aguja era beleño y parvurriesgo. No habría resultado fatal, pero lo habría dejado enfermo durante días y no habría tenido tiempo de alejarse mucho antes de que el veneno hiciera efecto. La trampa tenía muy mala idea, y significaba que el maestro Blint seguía poniéndolo a prueba. «Solo un idiota dejaría de revisar la puerta con atención después de dos trampas. ¡Dioses!»
Kylar entró con cuidado. Esa casa segura no era tan espaciosa como la de sus primeros meses con el maestro Blint y, al tener dentro todos los animales, era tremendamente ruidosa, apestosa y sucia.
Los animales habían desaparecido. Kylar arrugó la frente. Un examen superficial le indicó que por la mañana todavía estaban en sus sitios.
Pasó más adentro y encontró una carta doblada encima del escritorio de Durzo. Sacó un cuchillo con cada mano y la desplegó sin tocarla. Dudaba que su maestro fuese a usar un veneno de contacto en el papel, pero tampoco había creído que fuera a colocar una tercera trampa en la puerta.
El texto estaba escrito con la letra prieta y controlada de Durzo:
Kylar:
Cálmate. Matarte con un veneno de contacto sería de lo más insatisfactorio. Me alegro de que la tercera trampa no te pillara pero, si te hubieses basado en lo que creías saber sobre mí en vez de comprobarlo, te lo habrías merecido.
Te echaré de menos. Eres lo más parecido a una familia que tendré nunca. Siento haberte metido en esta vida. Mama K y yo hicimos todo lo posible por convertirte en un ejecutor. Supongo que nuestro fracaso te honra. Significas más para mí de lo que jamás creí que pudiera significar otra persona.
Kylar parpadeó para contener las lágrimas. De ninguna manera podía matar al hombre que había escrito eso. Durzo Blint era más que su maestro: era su padre.
Esta noche termina todo. Si quieres salvar a quien te importa, más te vale encontrarme.
AT
«¿AT?» Parecía una firma pero no coincidía con el nombre de Blint. Tal vez era una abreviatura de algo, como «atentamente», que no pegaba nada, o una pista sobre dónde estaría su maestro. ¿Y qué quería decir con lo de salvar a quien le importaba? ¿Acaso sabía Durzo dónde estaba Elene? ¿Por qué la amenazaba? ¿O estaba hablando de Jarl? Kylar se puso pálido.
Los animales no estaban. Todas las demás propiedades de Blint seguían allí, de modo que no estaba de mudanza.
Los animales no tendrían nada raro a ojos de un cocinero, y el catador que probase los alimentos tardaría horas en notar los efectos, tiempo más que suficiente para servirlos en la cena.
Blint solo bebía después de terminar un trabajo.
Los animales no estaban. Ninguno de ellos. No había muchos lugares que pudieran servirlos todos.
—Mierda. —Blint pretendía envenenar a los nobles en el banquete del solsticio de verano. Elene no estaría allí, por supuesto. Tampoco Jarl. Blint debía de saber algo que Kylar ignoraba. Quien asistiría sería Logan.
Roth pensaba intentar su golpe de estado. Esa misma noche.
Kylar se mareó. Apoyó una mano en la mesa para mantener el equilibrio e hizo tintinear entre sí los frascos de cristal y las redomas. Sus ojos fueron a dar en un recipiente en el que se fijaba desde hacía años. Contenía el veneno de áspid, y quedaba poco. Blint no bromeaba con sus amenazas. Si Kylar había pensado por un momento que Blint no lo mataría después del arutayro o al leer la carta, se equivocaba. Para Blint era cuestión de dignidad profesional. Había cruzado una línea años antes al dejar morir a Vonda, y no había vuelta atrás.
Era muy propio de Durzo Blint. Estaba dando una oportunidad a Kylar, proporcionándole información suficiente para que se presentara y motivándolo para luchar pero, a la hora de la verdad, haría todo lo posible para ganar. Siempre lo hacía.
El cuerpo de Kylar conocía el siguiente paso, aunque su mente estuviera lejos. Pasó unas hebras de algodón por los diminutos agujeros de un pequeño cuchillo de envenenador y las empapó con unas gotas de veneno de áspid.
A Logan no le gustaba el conejo, de modo que Kylar preparó los antídotos para los venenos que habían dado a los faisanes y los estorninos, y confió en que su amigo no tocase el cerdo. Por sí mismo no resultaría letal, pero no había antídoto para ese veneno. Si Logan se ponía muy enfermo, a Kylar le sería imposible cargarlo a peso.
Se frotó el cuerpo sin usar jabón para oler lo menos posible. Se ató cuchillos a los antebrazos desnudos y un tanto a una pantorrilla. Luego se puso los pantalones y la túnica de algodón gandiano que se ajustaban al cuerpo, en moteado negro y gris. Se ajustó el arnés para las armas. Comprobó que sus venenos y garfios estuviesen en el cinturón. Deslizó el cuchillo de envenenador en su funda especial. Por último, envainó unas dagas y su espada ceurí de mano y media.
Entonces vio a Sentencia. Blint había dejado la gran espada negra colgada en la pared. Había dejado su espada favorita para Kylar. Sin duda tendría algo ingenioso que decir sobre recuperarla de su cadáver o, si se torcía la situación para Durzo, no la necesitaría más.
«Va en serio. Esto es a vida o muerte de verdad.» Kylar alzó la espada con reverencia y se la colgó a la espalda. Era más pesada que lo que estaba acostumbrado a utilizar pero, con su Talento, resultaría perfecta.
Listo por fin, se dirigió hacia la puerta y se detuvo ante ella. Apoyó la frente en la madera y respiró, solo respiró. ¿Cómo habían llegado a ese punto? Esa noche moriría él o moriría el maestro Blint. Ni siquiera sabía lo que debía hacer cuando llegase al castillo. Sin embargo, si no hacía nada, Logan iba a morir.
Durzo avanzó a rastras por una de las enormes vigas que sostenían el techo del gran salón del Castillo de Cenaria, embozado en sombras. En su oficio había mucha variedad, eso siempre le había gustado. Aunque nunca había querido hacer el trabajo de una sirvienta.
Sin embargo, de algún modo había acabado pasando un trapo húmedo por la madera, recogiendo el polvo con meticulosidad mientras avanzaba poco a poco tras limpiar cada centímetro. Por increíble que fuera, nadie se había molestado recientemente en quitar el polvo a unas vigas que estaban a quince metros de altura. Y Durzo odiaba ensuciarse.
Aun así, por cuidadoso que fuera, no podía evitar que se levantaran pequeñas cantidades de polvo de vez en cuando, que se dispersaban como nubes cargadas de nieve y caían hacia el salón, delatando su por lo demás invisible avance.
Los nobles de abajo, por suerte, no estaban precisamente mirando hacia el techo. Los festejos se hallaban en su apogeo. Los sucesos de la noche anterior habían atraído a todo el mundo al castillo. Las voces flotaban hasta las vigas en un sordo fragor mientras hombres y mujeres celebraban el solsticio y chismorreaban sobre lo que haría el rey. Por supuesto, el tema más candente era qué hacía Logan en la mesa real. Todos sabían que lo habían arrestado y nadie le quitaba ojo de encima. ¿Por qué estaba allí?
Por su parte, Logan estaba sentado como un condenado a muerte... que era exactamente lo que Durzo sospechaba que era. Conociendo a Aleine, el rey habría invitado a Logan para humillarlo en público delante de todos los grandes del reino. Quizá anunciaría la pena de muerte para Logan. Quizá ejecutaría la sentencia en la misma mesa.
Durzo volvió a moverse y desprendió una gran costra de polvo centenario. Observó, impotente, mientras caía en espiral hacia una de las mesas laterales. Parte se deshizo en el aire, pero el resto aterrizó en el brazo de una noble que gesticulaba.
La dama se sacudió el brazo y prosiguió con su anécdota sin interrumpirse.
Durzo apretó los dientes y siguió limpiando polvo y avanzando por la viga ascendente poco a poco. Estaba perdiendo facultades. Claro que siempre se había recriminado que estaba perdiendo facultades. Eso lo mantenía atento. A lo mejor esa vez, sin embargo, era verdad. Sucedían demasiadas cosas. Era todo demasiado personal.
Llegó a una encrucijada en la que coincidían varias vigas para aguantar el techo. Era imposible continuar por la que había recorrido; tendría que rodear el bloque que formaba la confluencia o pasar por debajo. Quienquiera que hubiese diseñado la estructura, no había tenido en cuenta la comodidad de los espías.
Durzo se ajustó unos garfios de escalada a las dos muñecas y encajó los dedos en la juntura de dos vigas que se unían en ángulo. Era doloroso, pero un ejecutor aprendía a vencer el dolor. Aguantándose de las manos, dejó que sus pies abandonaran la viga y quedó colgando en el vacío. Se preguntó qué pensaría la noble gorda de debajo si de repente caía una sombra del techo a su plato. Estaba suspendido de las puntas de los dedos, y se sirvió de su propio peso para encajarlos todavía más en el doloroso resquicio. Después soltó la mano derecha y se balanceó para agarrarse al otro lado del punto donde confluían todas las vigas.
Si lo logró fue gracias a su envergadura. Coló tres dedos en el ángulo del otro lado. Al desplazar su peso, el polvo acumulado en aquella juntura bastó para que se le escurrieran los dedos.
Blint dobló la mano hacia abajo cuando perdió el agarre. Cayó unos ocho centímetros y entonces el garfio de la muñeca se hundió en la grieta que sus dedos acababan de dejar. El gancho aguantó. Blint soltó la mano izquierda y balanceó el cuerpo una vez más. En esta ocasión caería directamente encima de la mujer, en vez de en su comida. Con ayuda del garfio de hierro, que se le clavaba en la muñeca, se izó lo suficiente para agarrarse con los dedos. Con otro balanceo, liberó el garfio y se cogió al borde de la viga con la otra mano.
Se quedó allí colgado, con todo su peso sostenido con la punta de los dedos en el mismo lado de la viga, resbaladiza por culpa de un dedo de polvo acumulado. ¿Y en algún momento había pensado que le gustaba ese trabajo?
Sin embargo, se balanceó a un lado con la elegancia que da la práctica y subió un pie a la viga. Se encaramó con destreza por el borde, sin hacer caso del polvo que desplazaba. Algunos riesgos eran inevitables.
«Y otros pueden evitarse. No puede decirse que haya minimizado mis riesgos, ¿verdad?» Durzo trató de no pensar en ello, pero arrastrarse por la viga haciendo de moza de la limpieza no requería su plena atención. Había dado a Kylar todas las pistas que necesitaba para interrumpir lo que Roth tenía planeado allí. Y le había dado motivos para asegurarse de que acudiera en vez de dejar la ciudad. «Mala suerte para el viejo Durzo.» Sin embargo, ¿qué más le daba la mala suerte llegado ese punto? Iba a perder pasara lo que pasase.
En la mesa real, el rey se puso en pie. Estaba rojo y se tambaleaba. Alzó su copa.
—Amigos míos, súbditos míos, hoy es la noche del solsticio de verano. Tenemos mucho que celebrar y mucho que llorar. Yo... Nos faltan las palabras a la vista de lo que sucedió ayer. Nuestro reino ha soportado la dolorosa pérdida de Catrinna de Gyre y su casa entera a manos de su sanguinario marido, y la pérdida de nuestro querido príncipe.
El rey se ahogó con las palabras, y su emoción era tan evidente que no pocos ojos se anegaron de lágrimas. El príncipe había sido joven y gallardo, por bien que imprudente, y los Gyre gozaban de respeto como personas desde hacía décadas y como familia desde hacía generaciones.
—Hoy nos reunimos para celebrar el solsticio de verano. Alguno se podría preguntar por qué festejamos a la sombra de tan funestos sucesos. Os diré por qué. Deseamos celebrar la vida de nuestros seres queridos, no llorar sus muertes todavía.
A la izquierda del rey, el general supremo Agón asentía con la cabeza con expresión adusta. Durzo se preguntó cuánto de aquel discurso llevaba la firma de Agón. Casi todo, supuso.
El rey bebió de su copa, olvidando que se encontraba en mitad de un brindis. Los nobles de todo el salón parecían confusos. ¿Debían beber, o el rey no había terminado? Una mitad se inclinó por cada opción, pero el rey siguió hablando, en voz más alta.