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Authors: Brent Weeks
También habían aplicado la expresión «sentar la cabeza» al hermano de Jenine. En el caso del príncipe, había significado que la gente pensaba que por fin había renunciado a sus calaveradas más escandalosas y empezaba a asumir parte de las responsabilidades de un gobernante. Logan supuso que para Jenine «sentar la cabeza» probablemente significaba que ya no jugaba al escondite por el castillo.
Era muy diferente de Serah... y era su esposa.
—Estoy... Esta mañana estaba prometido a otra mujer. Una mujer a la que he amado durante años... Todavía la amo, Jenine. ¿Puedo llamarte así?
—Podéis llamarme como os plazca, mi marido y señor. —Su tono era gélido. Le había hecho daño. Estaba dolida, y por motivos incorrectos. Maldición, qué joven era. Aunque también era cierto que no solo a Logan le habían llovido muchas sorpresas ese último día.
—¿Has estado enamorada alguna vez, Jenine?
Ella reflexionó sobre la pregunta con más gravedad de la que habría esperado en una quinceañera.
—Me han... gustado chicos.
—No es lo mismo —le espetó Logan. Lamentó su tono al instante.
—¿Vais a ponerme los cuernos? —replicó Jenine de inmediato—. ¿Con ella?
Eso alcanzó a Logan de lleno. Aquello tampoco podía ser fácil para Jenine. ¿Cómo debía de sentirse, recién casada con un hombre que le gustaba, sabiendo que estaba enamorado de otra? Hundió la cara en las manos.
—Juré los votos matrimoniales porque el rey me lo pidió, porque la nación lo necesitaba. Pero los juré, Jenine. Te seré fiel. Cumpliré con mi deber.
—¿Y vuestro deber de engendrar un heredero? —preguntó la princesa.
La gelidez de su tono no se había derretido. Logan supo que no debía responder, pero lo hizo: —Sí.
Jenine se dejó caer en la cama, se levantó el camisón con movimientos bruscos y abrió las piernas.
—Vuestro deber os espera, mi señor —dijo, apartando la cara y mirando a la, pared.
—Jenine... ¡mírame! —Logan cubrió su desnudez y, gracias a los dioses, la miró solo a la cara mientras hablaba, aunque ahora el cuerpo femenino lo llamara a gritos. Lo hacía sentirse como un animal—. Jenine, seré tan buen marido como me sea posible. Pero no puedo darte mi corazón, todavía no. Te miro y... y me siento mal por querer hacerte el amor. ¡Pero eres mi esposa! Maldita sea, sería más fácil si no fueses tan... ¡tan preciosa, puñeta! Si tan solo pudiera mirarte sin tener ganas de... de hacer lo que se supone que debemos hacer esta noche. ¿Lo entiendes?
Era evidente que no, pero Jenine se volvió a sentar y cruzó las piernas por debajo del cuerpo. De repente volvía a ser una niña, ruborizada por lo que acababa de hacer, pero con la mirada muy atenta.
Logan levantó las manos.
—No te culpo. Ni yo mismo lo entiendo. Está todo tan enmarañado... Nada tiene sentido desde que Aleine...
—Te ruego que no hables de mi hermano esta noche. ¿Por favor?
—Lo he perdido todo. Todo está... Todo está mal. —¿Cómo podía ser tan egoísta? Se había quedado sin un amigo, pero ella había perdido a su hermano mayor. También debía de estar destrozada—. Lo siento —dijo.
—No. Lo siento yo —replicó Jenine, con los ojos llorosos pero la mirada firme—. Durante toda mi vida he sabido que me casaría con quienquiera que el país necesitara. He intentado no enamoriscarme siquiera, porque sabía que mi padre podría decirme el día menos pensado que me necesitaba. Llevo dos años intentando que no me gustes tú. Sé que piensas que soy una cría tonta, pero ¿sabes quiénes eran algunos de mis potenciales maridos? Un príncipe ceurí al que le gustan los chicos, otro de sesenta años, un alitaerano de seis, un lodricario que no habla nuestro idioma y ya tiene dos esposas, khalidoranos que tratan a sus mujeres como pertenencias y un modainí que ha enviudado dos veces en circunstancias sospechosas.
»Y luego estabas tú. Le caes bien a todo el mundo. Un buen rey habría asegurado el enlace para limar asperezas entre nuestras familias, pero mi padre te odia. Así que tuve que observarte, oír historias sobre ti a mi hermano y todas las demás chicas, oír que eres valiente, honorable, leal y listo. Mi hermano me dijo que eras el único hombre que no se dejaría intimidar por mi inteligencia. ¿Sabes lo que es tener que usar palabras sencillas y fingir que no entiendes las cosas para no labrarte una mala reputación?
Logan no estaba seguro de haberla entendido. Bueno, las mujeres nunca tenían que hacerse las tontas. ¿O sí?
—Cuando he descubierto que me casaría contigo —continuó Jenine—, me he sentido como si todos mis sueños de la infancia se estuvieran haciendo realidad. Incluso con mi padre comportándose como... Y Serah... Y Aleine... —Respiró hondo—. Lo siento, mi marido y señor. Habéis sido sincero conmigo. Sé que no pedisteis esto. Lamento que tuvierais que perderla a ella para que yo pudiera teneros. Sé que de un tiempo a esta parte habéis recibido muchas sorpresas desagradables. —Levantó la barbilla y habló como una princesa—. Pero haré todo lo que pueda por seros una agradable sorpresa, mi señor. Pienso luchar para hacerme merecedora de vuestro amor.
«¡Por los dioses, qué mujer!» Logan había mirado a Jenine la noche anterior y había visto unos pechos. La había visto reírse con sus amigas y había visto a una niña. Era un necio. Jenine de Gunder —Jenine de Gyre— era una princesa nacida para ser reina. Su porte, su capacidad de sacrificio, su fuerza, todo en ella lo sobrecogía. Había esperado que su esposa pudiera llegar a convertirse en una buena pareja para él. Ahora esperaba poder ponerse algún día a su altura.
—Y yo haré todo lo posible para que nuestro amor crezca, Jenine —dijo Logan—. Solo...
Ella le puso un dedo en los labios.
—¿Te importa llamarme Jeni?
—¿Jeni? —Logan tocó la suave piel blanda de su mejilla, dejó que sus ojos se pasearan por todo su cuerpo y pensó: «Tengo permiso para hacer esto. Puedo hacerlo. Debo hacerlo»—. ¿Jeni? ¿Puedo besarte?
De repente volvió a encontrarse ante una niña insegura, hasta que sus labios se encontraron. Entonces, aun con todas sus vacilaciones, su incertidumbre y su inocencia, para Logan ella pasó a ser todo lo cálido, suave, bello y cariñoso del mundo. Era la femineidad y era absolutamente encantadora. La envolvió con los brazos y la acercó hacia sí.
Al cabo de unos minutos, Logan se apartó de ella en la cama y volvió la cabeza hacia la puerta.
—No pares —dijo Jenine.
Botas con tachuelas atronaron en la escalera al otro lado de la puerta. Muchas botas.
Logan se apartó rodando de Jenine y, sin pensar siquiera en ponerse la ropa, empuñó su espada en la penumbra.
Regnus de Gyre retrocedió hasta un pasillo para ocultarse de Brant Agón, que pasaba corriendo seguido de una docena de guardias reales e, inexplicablemente, de un puñado de nobles gordos.
—¡Larga vida al rey! ¡Por el príncipe! —gritó uno de ellos.
¿El príncipe? Los rumores debían de ser infundados, entonces. Regnus había oído que Aleine de Gunder había sido asesinado la noche anterior.
Si el general supremo hubiese estado solo, Regnus habría llamado a su viejo amigo, pero no con Vin Arturian delante. El deber obligaba a Vin a arrestar a Regnus y lo cumpliría, aunque no le gustase.
Se oían gritos a lo lejos, hacia el centro del castillo, pero Regnus no distinguía las palabras. Le preocupaba que estuvieran sucediendo tantas cosas que no comprendía, pero no podía hacer nada acerca de lo que estuviera pasando en el resto del castillo. Solo tenía seis hombres y ninguno llevaba armadura. Bastante difícil había sido entrar haciéndose pasar por criados y aun así introducir sus espadas. No podía aspirar más que a encontrar a Nalia y sacarla de allí.
Los aposentos de la reina se hallaban en la segunda planta, en el sector nordeste. Regnus y sus hombres habían cruzado el castillo con disimulo, en dos grupos de tres e intentando no llamar la atención de los sirvientes, pero en ese momento hizo un gesto claro y decidido. Sus hombres fueron a él y todos se pusieron de nuevo en marcha a paso ligero.
Llegaron a las estancias de la reina sin topar con un solo sirviente o guardia. Fue una suerte increíble. Un par de guardias reales, que estarían armados y protegidos por armaduras, podrían haber acabado con Regnus y sus expuestos hombres.
El duque aporreó la gran puerta y luego la abrió. La dama de compañía que se acercaba a ver quién era retrocedió de la sorpresa.
—¡Vos! —exclamó—. ¡Mi señora, huid! ¡Asesino!
Nalia de Gunder estaba sentada en una mecedora; en el regazo tenía un bordado que ni había tocado. Se puso en pie de inmediato e hizo una seña a la criada para que se fuera.
—No seas boba. Vete.
Sus dos hijas pequeñas, Alayna y Elise, tenían cara de haber estado llorando. Se levantaron indecisas; ninguna de las dos era lo bastante mayor para reconocer al duque de Gyre.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la reina Nalia—. ¿Cómo has llegado?
—Tu vida está en peligro. El hombre que atacó mi casa anoche ha sido contratado para matarte hoy a ti. Por favor, Nal... Por favor, mi reina. —Apartó la vista.
—Mi señor —dijo ella. Era el trato que daría una reina a un vasallo que gozara de su favor. También era la forma en que una dama podía dirigirse a su marido. En esas dos palabras, Regnus la oyó decir: «Nunca he amado a otro que a ti»—. Mi señor —repitió la reina—, Regnus, iré adonde me lleves, pero no podemos partir sin ellos. Si yo estoy en peligro, ellos también.
—Tus hijos pueden venir.
—Me refiero a Logan y Jenine. Se han casado esta tarde.
«¡Larga vida al rey! ¡Por el príncipe!» Los sucintos gritos de los nobles de repente cobraban sentido. Lo habían abreviado: el rey ha muerto, larga vida al rey. Querían decir «larga vida al nuevo rey». El príncipe. Logan.
El rey Gunder estaba muerto. Logan era el nuevo rey.
Regnus sabía que un buen hombre habría pensado antes en otras cosas... un buen marido habría pensado antes en otras cosas... pero la primera idea que le cruzó fue que el esposo de Nalia estaba muerto. El odioso hombrecillo que tanta infelicidad había causado ya no estaba; su propia esposa también había fallecido. De repente Nalia y él se veían milagrosamente liberados de veintidós años de esclavitud. Veintidós años, y de improviso les conmutaban lo que había creído una cadena perpetua.
Se había contentado con las satisfacciones de un padre orgulloso y un comandante capaz, sin creer nunca que en casa le esperaría otra cosa que un tormento conyugal. En ese momento, la felicidad no era solo una posibilidad borrosa, sino que estaba allí mismo, a un paso de distancia, sonriéndole radiante con los ojos llenos de amor. Qué diferente sería volver a casa con Nalia, compartir su hogar, su conversación, su vida, su cama.
Si ella lo aceptaba, podía casarse con Nalia. Se casaría con ella.
El resto de las consecuencias las entresacó más despacio. ¿Logan era el nuevo rey? Los genealogistas tendrían pesadillas si Regnus y Nalia engendraban hijos. Le traía sin cuidado.
Se rió en voz alta, tal era su alegría. Al momento se detuvo en seco. Agón, los guardias y los nobles se dirigían hacia su hijo, armados con cuchillos de mesa.
Logan estaba en peligro. Esos hombres corrían para salvarlo. Logan estaba en peligro y Regnus había ido en la dirección contraria.
No había tiempo de explicarlo todo, de contarle a Nalia que era libre, que Aleine estaba muerto. Regnus debía actuar. No tenía ni idea de cuánto tiempo les quedaba.
—¡Están en peligro! ¡Sígueme! —gritó, mientras blandía su espada—. Hemos... —Algo caliente le perforó la espalda y después desapareció.
Regnus se volvió y se frotó el pecho, irritado. Vio algo negro y veloz que se fundía con las sombras mientras, de repente, brotaba sangre de la garganta de uno de sus hombres. Como si fueran marionetas con los hilos cortados, sus soldados cayeron uno tras otro en rápida sucesión, muertos. Regnus se retiró la mano del pecho y la notó pegajosa.
Bajó la vista. La sangre se extendía por su túnica a la altura del corazón. Miró a Nalia. La sombra estaba detrás de ella, sosteniéndola. Una mano negra le levantaba la barbilla y la otra blandía la espada de hoja estrecha y larga que había matado a Regnus, pero Nalia tenía los ojos clavados en él, desorbitados por el horror.
—Nalia —dijo.
Cayó de rodillas y todo se volvió blanco. Intentó mantener los ojos abiertos, pero entonces cayó en la cuenta de que ya lo estaban, y de que ya no importaba.
El general supremo Agón y su variopinta banda de nobles y guardias reales no llevaban un buen ritmo. A lo largo de los siglos, el castillo había vivido varias ampliaciones y ninguna simplificación. Por dos veces los hombres del general se habían visto detenidos por una puerta cerrada con llave, habían debatido los pros y contras de echarla abajo o dar un rodeo y habían decidido probar por un camino distinto.
En ese momento atravesaban a la carrera el último pasillo previo a la torre norte: los guardias a toda velocidad, Agón al trote y varios de los nobles jadeando corredor abajo. Los pares del reino habían renunciado a sus anteriores gritos entusiastas de «¡Por el príncipe!» y «¡Larga vida al rey!». Preferían ahorrar aliento.
Agón entró en la antecámara de la torre, donde sus hombres aporreaban la puerta de la escalera entre maldiciones.
Uno de los guardias reales, el coronel Gher, estaba de pie junto a la entrada a la antecámara.
—Deprisa, mis señores —instó a los últimos dos nobles rechonchos.
Agón paseó la mirada por la sala y dejó que sus hombres, más jóvenes y en forma, arremetieran contra la gruesa puerta de la escalera. La habitación no era grande, de apenas seis por seis metros, con pocos muebles y unos techos tan altos que se perdían en la oscuridad; solo tenía dos puertas: la de la escalera y la que daba al pasillo por el que habían llegado. Con esa puerta no había rodeo que valiera.
Y... algo no iba bien. Que la puerta estuviese cerrada con llave significaba que los guardias apostados ante ella estaban muertos o comprados.
El general supremo Agón miró por encima del hombro hacia el coronel Gher, que metía prisas a los últimos nobles para que entrasen en la habitación. Agón apartó al primo de Logan, el rollizo señor de lo-Gyre, una rama menor de la familia, y empezó a gritar una advertencia. Antes de poder pronunciar una palabra, el guante de malla del coronel Gher se estampó contra su mandíbula.