El Camino de las Sombras (57 page)

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó uno de los hombres mientras se reunían a su alrededor.

—No pueden con todos a la vez, de modo que intentan separarnos. Diría que son doscientos, puede que trescientos. Tenemos que llegar a los barracones de abajo. —Allí habría doscientos hombres. Eso los equipararía a los invasores, por lo menos, aunque el sargento Gamble no creía que la igualdad numérica significase gran cosa, no contra montañeses y brujos khalidoranos.

—Al cuerno —exclamó un joven guardia—. No pienso morir por el Nono. Todavía controlamos el Puente Real de Oriente. Yo me largo.

—Si te vas hacia ese puente, Jules, será lo último que hagas —avisó el sargento Gamble—. Para esto nos pagan. Cualquier cosa que no sea cumplir con nuestro deber es traición, igualito que cuando Conyer nos ha encerrado a todos en el barracón para que muriésemos.

—Nos pagan una mierda.

—Ya sabíamos lo que pagaban cuando nos alistamos.

—Haced lo que tengáis que hacer, señor. —Jules envainó su espada y se volvió, confiado. Arrancó a trotar hacia el puente.

Sus treinta y nueve hombres miraban al sargento Gamble.

Sacó una flecha, susurró una oración por dos almas mientras la cuerda tocaba sus labios y atravesó el cuello de Jules con su disparo. «Me estoy volviendo todo un héroe de guerra, ya lo creo. Una máquina de matar mujeres y compañeros de armas.»

—Vamos a luchar —dijo—. ¿Alguna pregunta?

Kylar atravesó corriendo las dependencias del servicio sin que nadie lo viera. Todavía no se había cruzado con ningún guardia que acudiera a la defensa. Muy mal debían de ir las cosas en alguna parte para que los soldados no hubiesen organizado ninguna resistencia.

De repente, se encontró metido en una pelea. Por lo menos un destacamento de montañeses debía de haber entrado por otro camino, porque había veinte de ellos enfrascados en masacrar al doble de soldados cenarianos.

Los defensores estaban a punto de dispersarse, pese a las órdenes que les gritaba su sargento. Al verle la cara, Kylar paró en seco. Conocía a ese sargento. Era Gamble, el guardia que había entrado en la torre norte la noche en que Kylar había matado a su primer muriente.

Se unió a la refriega y mató khalidoranos con la facilidad con que una guadaña siega el trigo. Era un trabajo sencillo. No obtuvo ningún placer de matar a unos hombres que apenas podían verlo.

Al principio, nadie se fijó en él. Era un borrón de penumbra en lo más profundo de un castillo hecho de piedra oscura e iluminado por antorchas titilantes. Salvó la vida a Gamble decapitando a un khalidorano y eviscerando a otro cuando tenían acorralado al suboficial.

Kylar ni siquiera frenó. Era un remolino. Era la primera cara de los Ángeles de la Noche, era la venganza. Matar ya no era una actividad, sino un estado del ser. Kylar se convirtió en la matanza. Si cada gota de sangre culpable que derramara podía borrar una gota de sangre inocente, esa noche quedaría limpio.

La sensación de la malla al partirse, el cuero al separarse, la carne al rasgarse bajo el juicio gélido que era el filo de Sentencia lo llenó de gozo. Kylar estaba sumido en la locura, en una especie de extraña meditación, entre giros, estocadas, acometidas, tajos, pinchazos, dislocaciones, golpes, caras destrozadas y futuros segados. Pasó demasiado rápido: en lo que no podía haber sido más de medio minuto, hasta el último khalidorano había muerto. Ninguno agonizaba siquiera. Si algo tenía la ira homicida era ser concienzuda.

El efecto sobre los cenarianos fue impresionante. Aquellas ovejas con armadura de soldado se quedaron boquiabiertas ante la oscuridad mal recortada que era Kylar. Ni siquiera tenían las armas levantadas. No estaban en posiciones de combate. Solo se maravillaban ante el avatar de la Muerte que tenían delante.

—El Ángel de la Noche lucha por vosotros —dijo Kylar. Ya había perdido demasiado tiempo. Logan podía estar muriendo en ese preciso instante. Siguió adentrándose a la carrera en el castillo.

Todas las puertas estaban cerradas, y en los salones reinaba un silencio escalofriante. Supuso que los sirvientes estarían acurrucados en sus habitaciones o ya habrían huido.

El atronar de muchos pies marcando el paso lo detuvo. Se hundió en las sombras de una puerta cercana a una esquina. Quizá estuviera a salvo de los ojos de los hombres, pero esa noche en el castillo había cosas más peligrosas que los hombres.

—Debe de haber como mínimo doscientos de sus soldados atrapados abajo —le decía un oficial a otro hombre cuya constitución enclenque lo delataba como brujo aunque llevase armadura y espada—. Los retendremos allí durante unos quince minutos, meister.

—¿Y los nobles del jardín? —preguntó el brujo.

La respuesta se perdió entre el fragor de las pisadas de los montañeses mientras el grupo pasaba de largo y se alejaba de Kylar.

De modo que los nobles estaban atrapados en el jardín. Kylar nunca había estado en él (es más, había evitado el castillo entero en la medida de lo posible), pero había visto cuadros y, si los pintores no se habían tomado demasiadas licencias, suponía que podría encontrarlo. Decidió que sería tan buen lugar como otro cualquiera para buscar a Logan y Durzo.

En su avance por el castillo en dirección al jardín, vio que los salones empezaban a estar abarrotados de cadáveres y los suelos resbalaban por la sangre. Ni siquiera redujo el paso. Casi todos los muertos pertenecían a las guardias personales de los nobles.

Pobres desgraciados. Kylar no sentía mucha lástima por unos hombres que se dedicaban a las armas y no se habían molestado en adiestrarse, pero a esos los habían masacrado. Había más de cuarenta soldados entre muertos y moribundos, pateando y retorciéndose de dolor. Solo vio ocho montañeses caídos.

El rastro de sangre y cadáveres lo llevó hasta unas puertas dobles de nogal atrancadas desde su lado. Levantó la barra y las abrió un resquicio.

—¿Qué demonios? —dijo una voz ronca con acento khalidorano.

Kylar se retiró de la puerta entreabierta, se colocó detrás de la enésima estatua del Nono en pose heroica y vio a varios montañeses vigilando una sala llena de nobles. Había hombres, mujeres y hasta unos cuantos niños en el grupo. Estaban desaliñados y asustados. Algunos lloraban. Otros vomitaban, envenenados.

Oyó unos pasos fuera de su campo de visión, y los montañeses que tenía a la vista prepararon sus armas. La punta de una alabarda enganchó el canto de la puerta y la abrió hacia dentro del todo, para revelar a un compacto oficial khalidorano, tan ancho como alto.

El oficial abrió la otra puerta con la alabarda e hizo una seña, a la cual dos hombres saltaron al pasillo, espalda con espalda y armas en alto. Miraron directamente a la estatua, directamente a Kylar, que se había apretado contra la espalda de la efigie, poniendo los brazos detrás de sus brazos y las piernas detrás de sus piernas.

—Nada, señor —dijo uno.

En el jardín, que no era ni por asomo tan magnífico como en los cuadros, había diez guardias y cuarenta o cincuenta nobles, ninguno armado. Por suerte, los montañeses no tenían brujos con ellos. Kylar supuso que los meisters eran demasiado valiosos para desperdiciarlos vigilando prisioneros.

Entre los nobles había algunos de los más grandes del reino. Kylar reconoció a no pocos de los ministros del rey. Que estuvieran todos allí significaba que Roth creía que podía tomar el castillo con rapidez y quería decidir en persona a quién matar y a quién incorporar a su gobierno.

Los hombres y las mujeres parecían desorientados. Se diría que no daban crédito a lo que les estaba sucediendo. Les resultaba incomprensible que su mundo pudiera ponerse patas arriba tan de repente. Muchos presentaban claros síntomas de intoxicación. Algunos tenían cortes y sangraban, pero otros estaban del todo indemnes. Varias damas con el pelo todavía perfectamente peinado sollozaban, mientras otras con arañazos y las faldas desgarradas parecían serenas.

Detrás de Kylar, un soldado exclamó:

—¡No fastidiemos, capi! ¡No se habrá desatrancado sola!

—Estamos aquí para vigilar este jardín, y aquí nos quedamos.

—Pero no sabemos lo que hay ahí fuera... señor.

—Nos quedamos —sentenció el capitán achaparrado en un tono que no admitía réplica.

Kylar casi lo sintió por el joven montañés. Sus instintos eran certeros. Algún día habría sido un buen oficial.

Eso no le impidió emerger de entre las sombras a un paso de él.

Se dijo que no se estaba volviendo visible con objeto de ser justo. Era porque debía guardar fuerzas para más adelante.

La espada del joven khalidorano apenas había salido de su funda cuando Kylar lo destripó. Rodeó a su víctima con un elegante giro, lanzó un cuchillo con la mano izquierda, hendió con la espada una loriga de cuero endurecido y varias costillas de un tajo ascendente y desvió una estocada enemiga por el costado para obligarla a ensartarse en otro soldado, todo en un solo movimiento fluido. Después asestó un cabezazo en la cara a un montañés y giró con rapidez agarrado a él. El extremo de la alabarda del capitán se hundió con un carnoso crujido en la espalda del khalidorano.

Kylar se dejó caer para esquivar un mandoble y clavó su wakizashi en la entrepierna de un montañés. Casi tumbado de espaldas, lanzó al hombre hacia atrás de una patada y aprovechó el impulso del movimiento para ponerse en pie.

Había seis soldados muertos o caídos. Quedaban cuatro. El primero fue impetuoso. Cargó mientras vociferaba algo sobre que Kylar había matado a su hermano. Una parada, una estocada, y los hermanos volvieron a estar juntos. Los tres últimos khalidoranos avanzaron a la vez.

Un corte rápido privó a uno de la espada y la mano que la sujetaba, y el siguiente hombre cruzó su acero con Kylar cinco veces, hasta que no se echó atrás lo suficiente y cayó ciego por culpa de un tajo a los ojos. Kylar saltó para evitar un barrido de la alabarda y se volvió para encarar al oficial. Cogió su espada al revés y lanzó una estocada hacia atrás que ensartó al soldado manco.

El oficial soltó la alabarda y desenvainó un florete. Kylar se sonrió ante los gustos extremos del oficial en materia de armas, y entonces miró por encima del hombro del khalidorano. El oficial empezó a volverse, frunció el ceño mosqueado y decidió no mirar a su espalda.

Una bella noble le rompió una maceta en la coronilla. Volaron flores y tierra por todas partes, pero la maceta ni siquiera se agrietó.

—Gracias por salvarnos —dijo la noble entre jadeos—, pero maldito seáis por mirarme. Podrían haberme matado por vuestra culpa.

Era una de las mujeres cuyo pelo y maquillaje menos se habían resentido de la violencia empleada para llevarlas allí. No parecía inmutarla en lo más mínimo haberle destrozado el cráneo a un hombre. Sencillamente se sacudió algo de tierra del vestido y echó un vistazo por si lo arrastraba por alguna mancha de sangre. Kylar se sorprendió de que el amplio escote no se le hubiera desbordado con la carrera. Conocía a la mujer.

—Él no ha mirado atrás, ¿verdad? —le preguntó a Terah de Graesin, contento de llevar el pañuelo negro sobre la cara. Se había puesto la máscara por costumbre pero, de no llevarla, varios de esos nobles lo habrían reconocido.

—Pero bueno, será...

Llamaron a la puerta y tanto Terah como los demás nobles se quedaron petrificados. Tres golpes, dos, tres, dos. Se oyó una voz:

—¡Nuevas órdenes, capi! Su majestad dice que los matemos a todos. Necesitamos vuestros soldados para aplastar a los que resisten en el patio.

—Debéis marcharos de inmediato —dijo Kylar lo bastante alto para que lo oyeran todos los nobles—. Vienen por lo menos doscientos montañeses más por el Puente Real de Occidente. Probablemente son ellos quienes luchan en el patio ahora mismo. Si queréis vivir, recoged las armas que tengáis y liberad a los soldados que están atrapados abajo. Hay otros que ya se dirigen hacia allí. Con ellos, podéis salir del castillo. Podréis montar una resistencia. El castillo ha caído, la ciudad también. Si no os dais prisa, caeréis vosotros.

La noticia fue un jarro de agua fría para los nobles que rodeaban a Kylar. Algunos se encogieron más si cabe, pero un puñado pareció encontrar su entereza al oírlo hablar.

—Lucharemos, señor mío —dijo Terah de Graesin—. Pero algunos estamos envenenados y...

—Conozco esos venenos. Si habéis vivido hasta ahora, habéis tomado una dosis lo bastante pequeña para recobraros en cuestión de media hora. ¿Dónde está Logan de Gyre?

—Disculpad, me llamo Terah de Graesin y ahora soy la reina. Si queréis...

Kylar entrecerró los ojos.

—¿Dónde... está... Logan... de... Gyre?

—Muerto. Está muerto. El rey ha muerto. La reina ha muerto. Las princesas están todas muertas.

El mundo dio vueltas. Kylar se sintió como si le hubiesen pegado con una maza en el estómago.

—¿Estáis segura? ¿Lo habéis visto?

—Estábamos en el gran salón cuando el rey ha muerto, y luego he encontrado a la reina y sus hijas pequeñas en sus aposentos, antes de que me atraparan. Estaban... Ha sido espantoso. —Sacudió la cabeza—. No he visto a Logan ni a Jenine, pero deben de haber sido los primeros en morir. No hacía ni diez minutos que habían salido del gran salón después de que el rey anunciara su matrimonio cuando ha estallado el golpe. El general supremo se ha llevado unos cuantos hombres para intentar salvarlos, pero era demasiado tarde. Estos guardianes se estaban jactando ahora mismo de cómo habían masacrado a la guardia real.

—¿Dónde?

—No lo sé, pero es demasiado...

—¿Alguien sabe adónde ha ido Logan? —gritó Kylar.

En sus expresiones vio que algunos lo sabían, pero no pensaban decírselo porque tenían miedo de que los abandonara. Los muy cobardes. Oyó un gemido hacia el fondo del jardín y se abrió paso entre los nobles hasta ver a un hombre pálido y sudoroso tumbado de espaldas. Había espuma encostrada en la boca y un charco de vómito cerca de la cabeza. Tenía tan mal aspecto que Kylar casi no lo reconoció. Era el conde Drake.

Se arrodilló junto al conde, sacó unas hojas de su bolsita y empezó a metérselas en la boca.

—¿Tenéis un antídoto? —preguntó uno de los nobles enfermos, pero que todavía se sostenía en pie—. Dádmelo.

—¡Dádmelo a mí! —exigió otro.

Empezaron a abrirse paso hacia delante. Kylar desenfundó a Sentencia en un segundo y apuntó la hoja a la garganta de un noble.

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