Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Mi cordura no es necesaria para el trabajo que debo cumplir —explicó Dorian como si fuera lo más sencillo del mundo—. Mis visiones sí.
Los dados estaban en su mano, no solo dos sino un puñado entero, cada uno con doce caras. «¿Cuántos doces puedo sacar?» Lanzaría a ciegas; notaba que Solon ya estaba pensando que debía partir, que por mucho que se alegrara de ver a sus viejos amigos, tenía que intentar salvar a Regnus de Gyre. Pero Dorian tenía un presentimiento. Eso era lo deplorable de su visión: a veces era tan lógica como una partida de adrej, a veces poco más que un pálpito.
—En fin, ¿por dónde íbamos? —preguntó, haciéndose el adivino despistado—. Feir no tiene Talento suficiente para usar a Curoch. Si lo intentase, ardería o explotaría. No te ofendas, amigo, tienes un control más preciso que ninguno de nosotros. Yo podría usarla, pero no sin riesgo a menos que lo hiciera como meister; mis poderes de mago probablemente no sean lo bastante fuertes. Por supuesto, usarla con el vir sería un completo desastre. No sé ni qué haría. Solon, tú eres el único mago en la sala, por no decir en el país, que podría aspirar a sostenerla siquiera sin morir, aunque iría de un pelo. Morirías si intentaras usar algo más que una fracción de su poder. Hum. —Miró hacia la nada como si de repente lo hubiera asaltado otra visión. El anzuelo estaba echado.
—No me dirás que la has traído tan lejos para nada —dijo Solon.
Echado y mordido.
—No. Teníamos que alejarla de los hermanos. Era nuestra única oportunidad de hacerlo. Si hubiésemos esperado a volver, habrían sabido que no podían confiar en nosotros. La habrían mantenido bien apartada.
—Dorian, todavía crees en ese Dios único tuyo, ¿verdad?
—A mí me parece que a veces se confunde a sí mismo con Él —dijo Feir.
La acritud del tono era impropia de él y caló hondo a Dorian. La frase dolía porque era merecida. Era lo que estaba haciendo en ese preciso momento.
—Feir tiene razón —reconoció—. Solon, te estaba enredando para que cogieras la espada. No debería tratarte así. Te mereces algo mejor y lo siento.
—Maldición —dijo Solon—. ¿Sabías que estaba pensando en llevármela?
Dorian asintió.
—No sé si es lo correcto o no. No sabía que entrarías por nuestra puerta hasta un segundo antes de que lo hicieras. Con Curoch, todo se distorsiona. Si la usas, bien podría suceder que Khalidor nos la arrebatase. Sería una calamidad mucho mayor que perder a tu amigo Regnus, o incluso que perder este país entero.
—El riesgo es inaceptable —opinó Feir.
—¿De qué le sirve a nadie si no la usamos? —preguntó Solon.
—¡La mantiene apartada de los vürdmeisters! —exclamó Feir—. Que no es poco. Solo hay un puñado de magos en el mundo capaces de blandir a Curoch sin morir, y lo sabes. También sabemos que hay docenas de vürdmeisters que sí podrían. Con Curoch en sus manos, ¿qué podría pararlos?
—Tengo un presentimiento —dijo Dorian—. A lo mejor es que el Dios intenta darme pistas. Creo que es lo correcto. Me da la sensación de que está relacionado con el Guardián de la Luz.
—Pensaba que habías renunciado a esas viejas profecías —replicó Solon.
—Si te llevas a Curoch, el Guardián nacerá en nuestra época. —En el momento mismo de decirlo, Dorian supo que era verdad—. He vivido mucho tiempo diciendo que tenía fe, pero no es fe de verdad cuando uno hace simplemente lo que ve, ¿no os parece? Creo que el Dios quiere que corramos este riesgo descabellado. Creo que logrará que sea para bien.
Feir levantó las manos.
—Dorian, el Dios siempre es tu salida. Topas contra una pared racional y dices que es el Dios quien te habla. Es ridículo. Si ese Dios tuyo lo creó todo como dices continuamente, también nos otorgó el raciocinio, ¿o no? ¿Por qué demonios nos impulsaría a hacer algo tan irracional?
—Tengo razón.
—Dorian —dijo Solon—. ¿De verdad puedo usarla?
—Si la usas, lo sabrá todo el mundo en ochenta kilómetros a la redonda. Quizá hasta los no dotados. Correrás todos los riesgos normales de absorber demasiado poder, pero tu límite superior es más alto que su umbral más bajo. Los acontecimientos se suceden demasiado deprisa para que vea gran cosa, pero esto sí te digo, Solon: la fuerza invasora se dirigía a Modai. —«Hasta que Kylar renunció a matar a Durzo Blint»—. De modo que estaba preparada para un tipo de guerra distinto. Los barcos llegan esta noche. Tienen sesenta meisters.
—¡Sesenta! Eso es más que algunas de nuestras escuelas —dijo Feir.
—Hay al menos tres vürdmeisters entre ellos capaces de invocar sierpes del abismo.
—Si veo algún hombrecillo con alas, saldré corriendo —dijo Solon.
—Estás loco —protestó Feir—. Dorian, tenemos que irnos. El reino está perdido. Capturarán a Curoch, te capturarán a ti, y entonces, ¿qué esperanza le quedará al resto del mundo? Necesitamos escoger una batalla que podamos ganar.
—A menos que el Dios esté con nosotros, no ganaremos ninguna batalla, Feir.
—¡No me vengas con la monserga del Dios! No permitiré que Solon coja a Curoch, y a ti te llevaré de vuelta a Sho'cendi. Tu locura se está apoderando de ti.
—Demasiado tarde —dijo Solon. Alzó la espada de la cama con un movimiento rápido.
—Los dos sabemos que puedo quitártela —advirtió Feir.
—En un combate de esgrima, seguro —reconoció Solon—. Pero si intentas cogerla, extraeré poder de ella y te detendré. Como ha dicho Dorian, todo meister en ochenta kilómetros a la redonda sabrá que tenemos un artefacto aquí, y vendrán todos a por él.
—No serías capaz —dijo Feir.
La cara de Solon adoptó una intensidad que Dorian no había visto desde que dejara Sho'fasti vestido con su primera túnica azul. Ahora, como entonces, aquel hombre fornido parecía más un soldado que uno de los magos más eminentes de su época.
—Lo haré —dijo Solon—. He dado diez años de mi vida por este país de mala muerte, y han sido unos buenos años. Me ha sentado de maravilla defender algo en vez de limitarme a observar desde un lado y criticar a todos los que actuaban de verdad. Deberías intentarlo. Antes lo hacías, ¿recuerdas? ¿Qué fue del Feir Cousat que recuperó esta misma espada sin pensárselo dos veces? No me quedaré quieto, voy a hacer algo. No eches a perder mi oportunidad de que sea algo útil. Venga, Feir, si podemos luchar contra Khalidor, ¿cómo vamos a no hacerlo?
—En cuanto tomas una decisión, eres más o menos tan fácil de disuadir como Dorian —dijo Feir.
—Gracias —replicó Solon.
—No era un cumplido.
El hombre que había dado la orden de arrestar a Regnus no había servido de mucho. Lo habían capturado al salir de una posada después de comer. Su interrogatorio había sido corto, ya que no amable. Les había dado el nombre de su oficial al mando, un tal Thaddeus Blat.
En ese momento Thaddeus Blat se hallaba en buena compañía en el piso de arriba de un burdel llamado El Guiño de la Moza. Regnus y sus hombres esperaban abajo, repartidos en varias mesas e intentando con escaso éxito no llamar la atención.
Todo aquello ponía nervioso a Regnus. No conocía a ese hombre, pero los soldados solo visitaban los burdeles a media tarde cuando sabían que se avecinaba algo gordo. Algo de lo que podrían no volver. Además, tampoco le gustaba estar a la vista de todo el mundo. Años atrás, no habría podido ir a ninguna parte sin que la gente reconociera su cara. Entonces todos daban por hecho que sería el siguiente rey, al fin y al cabo. Hacía muchos años de eso, y pocas personas se paraban a mirarlo en ese momento. Era un hombre corpulento y amenazador en las Madrigueras, lo que, al parecer, pesaba más que ser un noble rico en las Madrigueras.
Al fin, el hombre bajó. Era moreno de piel, sus cejas formaban una sola tupida y negra, y tenía una expresión de pocos amigos grabada a perpetuidad. Regnus se puso en pie cuando el tipo pasó por delante y lo siguió hasta la cuadra. Ya habían pagado al mozo para que abandonara su puesto y, cuando Regnus llegó, Thaddeus Blat sangraba por la nariz y la comisura de la boca, desarmado, sostenido por cuatro soldados y maldiciendo.
—No es eso lo que quiero oír de tu boca, teniente —dijo Regnus.
Hizo un gesto y sus hombres le patearon las corvas para ponerlo de rodillas delante del abrevadero. Regnus lo agarró del pelo y le hundió la cabeza en el agua.
—Atadle las manos. Esto podría llevarnos unos minutos —ordenó.
Blat emergió boqueando y dando manotazos, pero los soldados le inmovilizaron las manos en un periquete. Thaddeus Blat escupió hacia Regnus, falló y lo maldijo.
—No aprendes —dijo Regnus, y empujó hacia abajo. Blat se hundió de nuevo y en esa ocasión el duque esperó hasta que dejó de revolverse—. Cuando paran de luchar —explicó a sus hombres—, significa que empiezan a entender que realmente podrían morir, a menos que se concentren de verdad. Creo que esta vez nuestro amigo será un poco más educado.
Sacó a Blat, con el flequillo pegado a la frente hasta tocarle la ceja; durante un buen rato, el hombre se reservó su aliento para respirar.
—¿Quién eres? —preguntó luego.
—Soy el duque Regnus de Gyre, y vas a contarme todo lo que sepas sobre la muerte de los míos.
El hombre volvió a maldecirlo.
—Giradlo un poco —ordenó Regnus.
Sus soldados obedecieron, y él hundió el puño en el plexo solar de Blat, vaciándole de aire los pulmones. El cautivo solo tuvo tiempo de inspirar media bocanada antes de que le volvieran a zambullir la cabeza en el abrevadero.
Regnus lo mantuvo debajo hasta que salieron burbujas a la superficie y al verlas le sacó la cabeza, pero solo por un momento. Volvió a hundirlo enseguida. Repitió el proceso cuatro veces. Cuando sacó a Blat por quinta vez, le soltó la cabeza.
—Me estoy quedando sin tiempo, Thaddeus Blat, y no tengo nada que perder si te mato. Ya he matado a mi mujer y a todos mis sirvientes, ¿recuerdas? De modo que, si tengo que hundirte la cara en esa agua otra vez, la dejaré allí hasta que estés muerto.
En la cara del teniente se dibujó, como una acuarela goteante, auténtico miedo.
—A mí no me cuentan nada... ¡No, esperad! Lo juro. No recibiré mis nuevas órdenes hasta esta noche. Pero todo esto viene de lo más alto. Lo más alto de la Familia, ¿comprendéis?
—¿El Sa'kagé? —Sí.
—Con eso no basta. Lo siento.
Volvieron a hundirle la cabeza en el agua y se revolvió como un demonio pero, de rodillas y con las manos atadas, no tenía nada que hacer.
—Hay que fijar un límite y luego saltárselo —dijo Regnus—. La mayoría de la gente puede resistir cuando cree que hay un límite. Se dicen: «Hasta ahí puedo aguantar». Sacadlo.
Blat salió tosiendo el agua que había tragado y jadeando.
—¿Te has acordado de algo más? —preguntó Regnus, pero no le dio tiempo para responder antes de volver a hundirlo.
—Señor —dijo uno de los soldados, algo inquieto—, si no es indiscreción, ¿cómo sabéis todo esto?
Regnus se sonrió.
—Los lae'knaught me capturaron durante una incursión fronteriza cuando era joven. Pero no tenemos tiempo de usar todo lo que aprendí de ellos. Arriba.
—¡Esperad! —exclamó esta vez Thaddeus Blat—. Les oí decir que el próximo muriente de Hu Patíbulo sería la reina. Ella y sus hijas. Es todo lo que sé. Dioses, es todo lo que sé. Piensa matarlas esta noche en los aposentos de la reina después del banquete. No me matéis, por favor. Juro que eso es todo lo que sé.
A Kaldrosa Wyn le habían prometido un navío de guerra y en lugar de eso le habían asignado una barcaza lenta como una vaca marina. La pirata sethí no había podido rechazar el dinero. «La madre que me parió, ¿por qué no me negué?» Miró a babor, ladró una orden y los marineros corrieron a ajustar las velas para aprovechar otra migaja de viento. «¿Velas? Sábanas, más bien.» Eran demasiado pequeñas. Ese barco y el que lo acompañaba eran tan pesados y lentos de maniobra que no dejarían atrás ni un bote de remos tripulado por un mono manco. En pocas palabras, tendrían encima a los barcos de guerra cenarianos en menos de diez minutos y no había una mierda que Kaldrosa Wyn pudiera hacer al respecto.
—Si teníais pensado hacer algo, ahora sería un buen momento —dijo al círculo de brujos sentados en la cubierta del barcucho.
—Moza —advirtió el cabecilla de los brujos—, nadie le dice a un meister cuál es su trabajo, ¿entendido? —Los ojos del hombre no se elevaron de sus pechos desnudos hasta la última palabra.
—Pues que os den a todos —le espetó Kaldrosa. Escupió por la borda, sin desvelar la náusea que le provocaban esos ojos de brujo en su piel. Los muy hijos de puta llevaban todo el viaje mirándole las tetas. Por lo general, con extranjeros a bordo se habría cubierto, pero le gustaba poner incómodos a los khalidoranos. Los brujos eran otro asunto.
Kaldrosa ordenó arrizar las velas y puso a remar a los hombres de debajo de la cubierta, pero ni siquiera eso serviría de nada. Los artesanos de Khalidor, puag, ¡hasta los remos estaban mal diseñados, eran demasiado cortos! A pesar de llevar a bordo centenares de hombres, no podía traducir su fuerza a velocidad porque no podían sentarse varios al mismo remo, ni podían imprimir largas paladas. Maldijo su propia codicia y a los brujos... en silencio.
En cuestión de minutos tenían encima a los tres navíos de guerra cenarianos. Era una pena. En todo el océano, Cenaria no podía tener más que una docena de barcos en su armada, y Kaldrosa había ido a topar con sus tres mejores naves. A bordo de su Gavilán o de cualquier otro barco sethí con tripulación nativa, estaría a salvo.
Los brujos por fin se pusieron en pie cuando el primer barco cenariano se acercó a menos de cien pasos. Pretendían embestir a su barcaza y partirle los remos. Ochenta pasos. Setenta. Cincuenta. Treinta.
Los brujos tenían las manos entrelazadas. Estaban recitando, y en la cubierta había más oscuridad que un momento antes, pero no sucedía nada. Los marineros y los soldados del barco cenariano se gritaban entre ellos y la insultaban a ella, preparándose para la colisión y la batalla que la seguiría.
—¡Malditos seáis —chilló—, haced algo!
Con el rabillo del ojo creyó ver pasar algo inmenso bajo el casco. Se volvió para agarrarse antes del choque, pero lo único que recibió fue un chorro de agua directo a la cara. Oyó un crujido tremebundo y, cuando se secó los ojos, vio pedazos del barco cenariano volando por los aires. No muchos. No los suficientes para responder del navío entero.