El Camino de las Sombras (32 page)

El vaso de Durzo explotó contra el barril que Mama K tenía detrás. El ejecutor temblaba violentamente. Le señaló con un dedo a la cara.

—¡Tú! No tienes ningún derecho. ¿Que lo hubieses dejado todo por amor? Y una mierda. ¿Dónde está el hombre de tu vida ahora, Gwin? Ya no eres puta, así que no habría nada de lo que estar celoso, ¿verdad? Pero sigue sin haber un hombre, ¿o no? ¿Quieres saber por qué eres la puta perfecta? Por el mismo motivo que no hay hombre. Porque no tienes la capacidad de amar. Eres toda coño. Exprimes a todos hasta dejarlos secos y les haces pagar por el privilegio. Conque no te las des de mártir conmigo con ese rollo de que lo hiciste para salvar a tu hermana. Para ti lo importante siempre ha sido el poder. Uy, sí, hay mujeres que se prostituyen por dinero, por fama o porque no tienen otra opción. Pero después hay putas, lo que se dice putas. Puede que ya no folles, Gwin, pero siempre serás una puta. Ahora. Dime. Cómo. Se. Llama. —Escupió cada palabra como si fuera pan mohoso.

—Uly —respondió Gwinvere con voz queda—. Ulyssandra. Vive con una niñera en el castillo.

Contempló la cerveza que todavía tenía en la mano. Ni siquiera recordaba haberla llenado. «¿Es esto a lo que Durzo me reduce? Una sumisa...» Ni siquiera sabía qué. Se sentía como si la hubieran destripado, como si, al bajar la vista, fuese a ver sus propios intestinos enroscados a sus pies.

Necesitó de todas sus fuerzas para escupir en la cerveza y dejarla sobre la barra con una mínima sombra de indiferencia.

—Bueno, ha de ser jodido ser una víctima de las circunstancias —dijo Durzo, con un deje letal en la voz.

—No irás... No matarías a tu propia hija. —Ni siquiera Durzo sería capaz de eso, ¿o sí?

—No tendré que hacerlo —repuso Durzo—. Ellos la matarán por mí.

Cogió la cerveza, sonrió a Gwinvere por encima del escupitajo y bebió. Se acabó la mitad de un trago y dijo:

—Me voy. Aquí huele a puta vieja. —Vertió el resto de su cerveza en el suelo y dejó el vaso con delicadeza en la barra.

Kylar despertó dos horas antes del alba y se preguntó por unos instantes si la muerte sería un precio demasiado alto por una noche entera de sueño. Solo había una respuesta a esa pregunta, por lo que al cabo de unos minutos salió a rastras de la cama. Se vistió en silencio y a oscuras, tras abrir el tercer cajón donde guardaba su ropa gris de ejecutor, doblada como siempre, y su frasco de ceniza para embadurnarse de negro la cara.

En los últimos nueve años, había aprendido a compensar su ausencia de Talento. Cuando Blint estaba de buen humor, algo cada vez menos frecuente, lo alababa por ello. Decía que demasiados ejecutores confiaban en su Talento para todo, mientras que él mantenía afinadas sus habilidades mundanas para situaciones impredecibles. En el oficio amargo, las situaciones impredecibles eran la norma. Además, decía Blint, si de buen principio apenas hay ruido de pisadas, no hace falta usar el Talento para acallarlo.

En ocasiones la capacidad de adaptación de Kylar se ponía de manifiesto de maneras más espectaculares, pero normalmente estaba en esos pequeños detalles, como dejar su ropa de faena siempre con los mismos pliegues y en el mismo cajón después de lavarla. Por lo menos esperaba que fuese su capacidad de adaptación, y no que Blint le estuviera contagiando su manía por tenerlo todo organizado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? Que si cerrar los pestillos tres veces, que si dar vueltas a cuchillos entre los dedos, que si el ajo, que si el Ángel de la Noche para arriba y el Ángel de la Noche para abajo...

Abrió la ventana en silencio y cruzó el tejado a hurtadillas. Años de práctica le habían enseñado dónde podía caminar y dónde debía arrastrarse para que no lo oyeran desde abajo. Se dejó caer por el alero de la casa, aterrizó en las losas del patio y saltó sobre una roca para impulsarse hasta el borde del muro. Levantó el cuerpo a pulso para asomar los ojos, no vio a nadie, se izó por encima de la muralla y después se alejó sigilosamente calle arriba.

Probablemente debería haber caminado sin más; el sigilo no era necesario desde que perdía de vista la casa de los Drake hasta que llegaba a las inmediaciones de la herboristería, pero no quería incurrir en malos hábitos. «Un trabajo es un trabajo, no está hecho hasta estar hecho.» Otra de las perlas de Blint. Muchísimas gracias.

Esa noche, no era solo la disciplina inculcada por Blint la que lo hacía deslizarse de sombra en sombra, prolongando un recorrido de tres kilómetros hasta el herborista durante casi una hora. Esa noche, no podía quitarse las palabras de Jarl de la cabeza: «Tienes enemigos. Tienes enemigos».

Quizá iba siendo hora de dejar la casa de los Drake, por la seguridad de sus anfitriones. Tenía veinte años y, aunque por supuesto no disponía de las rentas de un noble, Blint era más que generoso con su paga. A decir verdad, a Blint el dinero le daba igual. No gastaba mucho en sí mismo, más allá de sus esporádicas orgías de alcohol y mujeres de alquiler. Era cierto que compraba equipo e ingredientes para venenos de la mejor calidad, pero lo que adquiría lo guardaba para siempre. Considerando lo que ganaba por cada muerte y la frecuencia con que aceptaba encargos, Blint tenía que ser rico, probablemente hasta extremos obscenos. No es que a Kylar le importara. Había adoptado en buena medida la actitud de Blint. Entregaba al conde Drake una porción de su paga para Elene y le seguía quedando de sobra. Parte la guardaba en monedas y joyas y el resto lo dividía entre las inversiones que Mama K y Logan le escogían. Para él no significaba nada porque el dinero no podía comprarle nada. Su tapadera como noble rural empobrecido y su auténtico empleo como oficial de ejecutor le impedían llevar un estilo de vida que llamase la atención. De modo que, aunque quisiera gastarse el dinero, no podía permitírselo.

Sí podía mudarse, sin embargo. Alquilar una casita más al sur en el lado este, en la periferia de alguno de los barrios menos de moda. Blint le había explicado que, si alguien compraba la casa más barata de un barrio, por caro que fuese el barrio, se volvía invisible. Aunque los vecinos le vieran, se esforzarían por no reparar en él.

Kylar llegó a la tienda. El Sa'kagé tenía desde hacía tiempo un arreglo con los herboristas de la ciudad. Ellos se aseguraban de tener a mano ciertas plantas que no eran estrictamente legales, y el Sa'kagé se aseguraba de que nadie entrase a robar en sus establecimientos. La Corona estaba al corriente, pero se veía impotente para impedirlo.

La herboristería del señor Aalyep era frecuentada por los mercaderes ricos y la nobleza, de modo que se había negado a tener hierbas ilícitas a la vista en su tienda, por miedo a que la autoridad no pudiera pasar por alto un desafío tan evidente en sus propias narices. El señor Aalyep había podido resistirse al Sa'kagé, pero nadie se resistía al maestro Blint. Aalyep suplía a Durzo de las hierbas más raras. A cambio, el maestro Blint se aseguraba de que nadie más del Sa'kagé se acercase siquiera a la tienda.

Sobre Kylar recaía la responsabilidad de recoger los artículos y dejar el dinero, como debía hacer esa noche. Lo bueno de ocuparse de esas tareas no era solo que aprendiera el oficio o entablase relaciones con las personas que lo proveerían en el futuro, sino también que podía crear su propia colección. Para tener un surtido completo como el del maestro Blint hacían falta años y miles o tal vez decenas de miles de gunders.

Lo malo era perder horas de sueño. Estaba mal visto que un joven noble durmiera hasta el mediodía a menos que hubiese salido de parranda con sus amigos. Así, aunque no llegaría a casa hasta casi el amanecer, Kylar tendría que levantarse con el sol.

Gruñó en silencio al recordar la época en que recorrer a hurtadillas las calles de Cenaria por la noche le parecía divertido.

La puerta de atrás de la tienda, como siempre, estaba cerrada. Además, el señor Aalyep tenía buenas cerraduras. Aunque nunca había coincidido con él —solo se escribían notas—, Kylar tenía la impresión de conocer bien al propietario, y era un tipo extraño. Con la protección de Durzo Blint en el Sa'kagé, podría haber dejado sus puertas abiertas de par en par sin la menor preocupación. Nadie en la ciudad se atrevería a robarle.

Sin embargo, como decía Blint, los mayores tesoros de un hombre son sus ilusiones. Por mucho que afirmase odiar la enseñanza, su maestro parecía tener un aforismo para cada ocasión. Kylar escogió la ganzúa y el tensor adecuados del surtido que llevaba oculto en el cinturón y se arrodilló para empezar a trabajar en la puerta. Suspiró. Era una cerradura nueva, y con la marca del maestro Proel, el mejor cerrajero de la ciudad. Hasta las cerraduras nuevas de mala calidad tendían a ir más duras y, aunque perder un tensor no era el fin del mundo, siempre le irritaba romperlos.

Kylar deslizó la ganzúa por los pernos. Cuatro pernos, dos de ellos algo sueltos. Eso significaba que era obra de uno de los oficiales de Proel y no del maestro en persona. Al cabo de diez segundos dio la vuelta al tensor, que acabó doblado, y la puerta se abrió. Kylar maldijo para sus adentros (tendría que procurarse un nuevo tensor) y guardó sus herramientas. Algún día tendría que encargar un juego de ganzúas y tensores de mistarille como los del maestro Blint. O por lo menos un tensor. El mistarille se torcía sin romperse nunca, pero era más caro al peso que los diamantes.

El señor Aalyep tenía todo el derecho del mundo a calificar de herboristería su establecimiento. Tenía tres habitaciones: la tienda grande y acogedora, con frascos de cristal etiquetados para mostrar las hierbas, un pequeño despacho y el herbolario donde Kylar se encontraba. La pequeña sala era húmeda, impregnada de olores fecundos y vaporosos que abrumaban el olfato.

Kylar comprobó con satisfacción el progreso de unos cuantos hongos. Varias setas letales estarían listas al cabo de una semana. Al señor Aalyep no le preocupaba criar setas en su local, ya que nadie podía distinguir las variedades letales de las comestibles a menos que fuera un diestro herborista o, por supuesto, un diestro envenenador.

Avanzando con cautela para no pisar ninguno de los tablones que crujían, Kylar atravesó el resto del herbolario, juzgando las plantas con ojo de experto. Levantó la tercera maceta de la segunda hilera y vio seis paquetes cuidadosamente metidos en bolsitas de borreguillo individuales. Las sacó y comprobó que todas fuesen lo que había encargado. Cuatro paquetes para el maestro Blint y dos para sí mismo. Guardó las hierbas en la bolsa que llevaba pegada a la espalda por debajo de la capa y dejó la faldriquera con el dinero de Aalyep en el hueco, que después volvió a cubrir con la maceta.

Entonces notó que algo iba mal. En un abrir y cerrar de ojos desenfundó dos espadas cortas.

Sin embargo, no dio ni un paso. La sensación de inquietud no amainó: no era algo malo en sí, sino una presencia nueva e inmediata. No se oía nada, no se produjo ningún ataque. Solo hubo una leve presión, como el roce suavísimo de un dedo.

Kylar se concentró en aquella sensación mientras sus ojos revisaban la tienda y sus oídos se aguzaban para detectar el más mínimo sonido. Era como si lo tocaran, pero le estaba pasando de largo, en dirección a...

Sonó un chasquido en la cerradura de la puerta de atrás. Estaba atrapado.

Capítulo 34

Conteniendo el impulso de correr a la puerta y abrirla de una patada, Kylar permaneció completamente quieto. No había nadie más en la habitación, de eso estaba seguro. Pero creía... sí, oía a alguien respirando en la tienda.

Entonces cayó en la cuenta de que eran más de una persona. Uno respiraba con bocanadas rápidas y superficiales, agitado. El otro tenía la respiración ligera pero lenta. No estaba tenso ni emocionado. Eso asustaba a Kylar.

¿Quién podía tender una emboscada a un ejecutor y no estar ni siquiera nervioso?

Temeroso de perder toda la iniciativa, Kylar avanzó poco a poco hasta el tabique que separaba el herbolario de la tienda. Si estaba en lo cierto, uno de los hombres se encontraba justo al otro lado. Tras enfundar silenciosamente y con angustiosa lentitud una de sus espadas cortas, desenvainó la espada ceurí de mano y media que llevaba a la espalda.

Acercó la punta de la hoja al tabique y esperó a oír algún sonido.

No hubo nada. Ya ni siquiera oía la respiración del hombre nervioso, por lo que debía de estar al otro lado del tabique, mientras que el tranquilo se habría alejado.

Kylar esperó. Tembló de expectación. Uno de los hombres era un brujo. ¿Estarían con los khalidoranos sobre los que le había advertido Jarl? Se quitó la idea de la cabeza. De eso podía preocuparse más tarde. Fueran quienes fuesen, lo tenían atrapado. Daba igual si lo habían tomado por el maestro Blint o por un ladronzuelo cualquiera.

Sin embargo, ¿cuál era el brujo? ¿El nervioso? No lo creía, pero la sensación que había cerrado la puerta después de tocarlo a él había parecido dirigida desde aquel lado.

Crujió un tablón.

—¡Feir! ¡Atrás! —gritó el hombre más alejado.

Kylar atravesó con su espada la madera de pino de un dedo de grosor. Luego retiró la hoja a la vez que cargaba por la entrada. Atravesó la cortina que separaba las dos estancias y se lanzó, desde la jamba y por encima del mostrador, hacia el hombre al que había intentado ensartar.

Este seguía en el suelo, y se apartó rodando mientras Kylar lanzaba un tajo hacia su cabeza. Era enorme. Más grande incluso que Logan, pero proporcionado como un tronco de árbol, macizo por todas partes, sin cintura o cuello definibles. Pese a todo, aun tumbado boca arriba, estaba alzando una espada para bloquear el golpe de Kylar.

Y lo habría parado si la espada de Kylar hubiese estado entera. Sin embargo, la mitad de la hoja ceurí yacía en el suelo junto al hombre, partida mediante magia un instante después de que la clavara a través del tabique.

Al no encontrar una espada donde la había esperado, el grandullón hizo un bloqueo demasiado abierto mientras Kylar aterrizaba de rodillas para completar su ataque. La hoja partida de Kylar voló hacia el estómago del gigante, tan ligera y rápida que no había reacción posible.

Entonces Kylar sintió como si su cabeza estuviera dentro de una campana de templo. Hubo una sacudida, grave pero concentrada, como si una enorme piedra angular hubiera caído desde un segundo piso a escasos centímetros de su cabeza.

La fuerza del impacto lo mandó despedido de lado, llevándose por delante un estante de frascos de hierbas hasta empotrarse contra un segundo anaquel y caer encima de los dos con estrépito.

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