Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—¡Yo lo controlo todo! —gritó Blint. Tiró un cuchillo al suelo y salió con un portazo tan fuerte que hizo tintinear todas las armas de las paredes.
Elene contempló la página en blanco y volvió a mojar la pluma en el tintero antes de que se secara del todo. En la otra punta de la mesa del comedor de los Drake, Mags e Ilena jugaban a un juego de tablero. Mags, la mayor, estaba muy concentrada, pero a Ilena se le iban los ojos hacia Elene.
—¿Por qué me enamoro siempre de hombres inalcanzables? —preguntó Elene Cromwyll. Era amiga de Mags e Ilena Drake desde hacía años. La brecha social entre una criada y las hijas de un conde tendría que haber impedido la relación, pero los Drake tenían a todos por iguales ante el Dios Único. Con la edad, las chicas se habían dado cuenta de lo extraña que era su amistad y la habían hecho más privada, pero no menos real.
—Aquel jardinero, Jaén, era alcanzable —observó Ilena, mientras movía una pieza. Mags frunció el ceño a la jugada y después a su hermana de quince años.
—Aquello me duró dos horas —dijo Elene—. Hasta que abrió su bocaza.
—En algún momento tuviste que estar colada por Pol —comentó Mags.
—En realidad, no. Lo que pasaba era que él me quería tanto que pensé que tenía que corresponderle —dijo Elene.
—Por lo menos Pol era real —terció Ilena.
—Ilena, no seas repelente —la reprendió Mags.
—Lo que te pasa es que estás enfadada porque vuelves a perder.
—¡No pierdo! —exclamó Mags.
—Ganaré en tres movimientos.
—¿Ah, sí? —Mags estudió las piezas—. Mocosa repipi. Yo, por lo menos, me alegro de que rechazaras a Pol, Elene —dijo Mags—.
Pero es cierto que eso te deja sin acompañante para nuestra fiesta.
Elene había soltado la pluma y hundido la cara entre las manos. Suspiró.
—¿Tenéis idea de lo que le escribí el año pasado? —Contempló la hoja en blanco que tenía delante.
—No creía que Pol supiese leer —dijo Ilena.
—No a Pol, a mi benefactor.
—Escribieras lo que escribieses, no dejó de mandarte dinero, ¿verdad? —preguntó Ilena, sin hacer caso de la mirada furibunda de su hermana. Ilena Drake solo tenía quince años pero casi siempre parecía tener bastante bajo control a Mags, cuando no a la mayor de las tres, Serah.
—Nunca ha parado. Ni siquiera cuando le dije que teníamos dinero más que suficiente. Pero no es cuestión de dinero, Lena —dijo Elene—. El año pasado le dije que estaba enamorada de él. —No tuvo valor para confesar que había corrido la tinta con sus propias lágrimas—. Le dije que iba a llamarle Kylar, porque Kylar es simpático y nunca llegué a saber el nombre de mi benefactor.
—Y ahora te gusta Kylar... con el que tampoco has hablado nunca.
—No tengo remedio. ¿Por qué os dejo que me habléis de chicos? —preguntó Elene.
—Ilena no puede evitar hablar de Kylar —dijo Mags con aires de hermana mayor a punto de imponer su autoridad—. Porque ella también está coladita por él.
—¡No es verdad! —chilló Ilena.
—Entonces, ¿por qué lo escribiste en tu diario? —presionó Mags, y pasó a imitar a su hermana con un sonsonete—: «¿Por qué Kylar no me habla más?» «Hoy Kylar ha hablado conmigo en el desayuno. Ha dicho que soy una monada. ¿Eso es bueno o todavía me ve solo como una niña pequeña?» Es asqueroso, Ilena. Es prácticamente nuestro hermano.
—¡So bruja! —aulló Ilena. Saltó por encima de la mesa y atacó a Mags, que chilló mientras Elene observaba la escena, paralizada entre el horror y la risa.
Entre grandes chillidos, Ilena se puso a tirar del pelo de Mags, que contraatacó. Elene se puso en pie, pensando que más valía pararlas antes de que se hicieran daño.
La puerta se abrió de golpe, casi desencajándose de sus bisagras, y allí estaba Kylar, espada en mano. El ambiente de la habitación cambió en un abrir y cerrar de ojos. Kylar emanaba un aura palpable de peligro y poder. Era la masculinidad en estado puro. La sensación asaltó a Elene como una ola que amenazase con arrastrarla hasta el mar. Apenas podía respirar.
Kylar entró con movimientos fluidos en la sala en una postura baja y sosteniendo la espada desnuda con ambas manos. Escrutó de un solo vistazo fugaz cada salida, cada ventana, cada sombra y hasta cada esquina del techo. Las chicas se quedaron quietas en el suelo, con un puñado del pelo de Mags todavía en la mano de Ilena, con la culpabilidad dibujada en sus caras.
Qué familiares le parecían esos ojos azules tan pálidos. ¿Fueron solo las fantasías de Elene las que vieron en ellos un destello de reconocimiento? Esos ojos tocaron los suyos y notó que un hormigueo le recorría toda la columna. La estaba mirando; a ella, no a las cicatrices. Los hombres siempre miraban sus cicatrices. Kylar veía a Elene. Quería hablar, pero no tenía palabras.
Kylar separó los labios como si también él estuviese a punto de decir algo, pero entonces se puso blanco como una sábana. Enfundó la espada a la velocidad del rayo y dio media vuelta.
—Señoritas, ruego que me disculpéis —dijo, agachando la cabeza. Después salió.
—Dios mío —exclamó Mags—. ¿Habéis visto eso?
—Daba miedo —dijo Ilena— y...
—Embriagaba —concluyó Elene. Estaba acalorada. Se dio la vuelta mientras las chicas se levantaban, se sentó y cogió la pluma. Como si pudiese escribir después de aquello.
—Elene, ¿qué pasa? —preguntó Mags.
—Cuando me ha mirado a la cara, parecía que hubiese visto un fantasma —dijo Elene. «¿Por qué?» Apenas había prestado atención a las cicatrices, que eran lo que espantaba a la mayoría de los chicos.
—Ya se le pasará. Eres un ángel, dale una oportunidad. Le pediremos que venga contigo a la fiesta y todo —dijo Ilena.
—No. No, os lo prohíbo. Es un barón, Lena.
—Un barón pobre cuyas tierras han caído en manos de los lae'knaught.
—No es más que otro hombre inalcanzable. Lo superaré.
—No tiene por qué ser inalcanzable. Si se uniera a la fe... A ojos del Dios, todos los hombres son creados iguales.
—Va, Lena, no me vengas con esas. Yo soy una criada. Una criada cubierta de cicatrices. Da igual lo que vea el Dios.
—¿Da igual lo que vea el Dios? —preguntó Mags con dulce reprobación.
—Tú ya me entiendes.
—Logan podría casarse con Serah, y eso es un salto tan grande como el que hay entre un barón pobre y tú.
—Ya se ve con malos ojos que la alta nobleza emparente con la baja, pero ¿con una plebeya?
—No estamos diciendo que te cases con él. Solo déjanos invitarlo a la fiesta.
—No —insistió Elene—. Lo prohíbo.
—Elene...
—Es mi última palabra. —Elene miró a las chicas hasta que las dos transigieron a regañadientes—. Pero —añadió luego— podríais contarme un poco más sobre él.
—Kylar —lo llamó el conde Drake cuando intentaba pasar a hurtadillas por delante de su despacho para ir al piso de arriba—, ¿puedes venir un momento?
No quedaba más remedio que obedecer, por supuesto. Kylar maldijo para sus adentros. El día se le estaba haciendo larguísimo. Tenía la esperanza de conciliar unas horas de sueño antes de cumplir con sus tareas previas al alba para el maestro Blint. Se barruntaba lo que quería el conde, de modo que entró en el despacho intentando no sentirse como un niño al que su padre está a punto de hablar de sexo.
Los años no habían pasado para el conde. Seguiría aparentando cuarenta aunque viviese hasta los cien. Su escritorio estaba en el mismo sitio, su ropa era del mismo corte y color y, cuando preparaba el terreno para una conversación difícil, seguía frotándose el caballete de la nariz donde apoyaba sus quevedos.
—¿Le has hecho el amor a mi hija? —preguntó.
Kylar se quedó boquiabierto. Vaya preparación de terreno. El conde lo observaba impasible.
—No le he puesto la mano encima, señor.
—No te preguntaba por tus manos.
Kylar lo miró con los ojos como platos. ¿Ese era el hombre que hablaba tanto del Dios como los granjeros del tiempo?
—No, no te preocupes, hijo. Te creo. Aunque sospecho que no habrá sido por falta de empeño por parte de Serah.
El rubor encendido que cubrió las mejillas de Kylar fue respuesta suficiente.
—¿Está enamorada de ti, Kylar?
Sacudió la cabeza, casi aliviado ante una pregunta que podía responder.
—Me parece que Serah quiere lo que cree que no puede tener, señor.
—¿Incluye eso hacer el amor a numerosos jóvenes, ninguno de los cuales es Logan?
Kylar balbució:
—No me parece correcto ni honorable por mi parte...
El conde alzó una mano, angustiado.
—Que no es la respuesta que me darías si creyeras que la acuso en falso. Me habrías dicho que de ninguna manera y que preguntarlo no te parecía correcto ni honorable por mi parte. Y habrías tenido razón. —Se frotó el caballete de la nariz y parpadeó—. Lo siento, Kylar. No he sido justo. A veces todavía uso de forma deshonrosa el ingenio que Dios me dio. Intento hacer el bien, cuadre o no con lo que los hombres consideran honorable. Hay una diferencia entre las dos cosas, ¿sabes?
Kylar se encogió de hombros, pero no se le pedía que respondiera.
—No pretendo criticar a mi niña, Kylar —explicó el conde—. He hecho cosas en esta vida mucho peores de lo que ella soñará jamás. Pero no es solo su felicidad lo que está en juego. ¿Está Logan al corriente de sus... indiscreciones?
—Le pedí que se lo contara, pero no creo que lo haya hecho, señor.
—¿Sabes que Logan me ha pedido la mano de Serah?
—Sí, señor.
—¿Debería concederle mi bendición?
—No podríais esperar un hijo mejor.
—Para mi familia, sería maravilloso. ¿Está bien para Logan?
Kylar vaciló.
—Creo que él la ama —respondió por fin.
—Quiere mi respuesta en los próximos dos días —dijo el conde—. Cuando cumpla veintiún años tomará posesión de la Casa de Gyre y se convertirá en uno de los hombres más ricos y poderosos del reino, aun después de todo lo que el rey ha interferido en su Casa en la última década. Sexto en la línea de sucesión, primero después de la familia real. La gente dirá que sale perdiendo con el matrimonio. Dirán que Serah es indigna. —El conde apartó la vista—. Normalmente me importa un pimiento lo que piense la gente, Kylar, porque lo piensa por los motivos equivocados. Esta vez, me da miedo que tengan razón.
Kylar no podía decir nada.
—Llevo años rezando por que mis hijas encuentren un marido adecuado. Y también he rezado porque Logan se casase con la mujer adecuada. ¿Por qué no me parece que esto sea la respuesta? —Volvió a menear la cabeza y pellizcarse el caballete de la nariz—. Perdóname, te he hecho una docena de preguntas que es imposible que me respondas, y no te he planteado la que sí puedes contestar.
—¿Cuál es, señor?
—¿Amas a Serah?
—No, señor.
—¿Y a esa chica? ¿Esa a la que envías dinero desde hace casi una década?
Kylar se ruborizó.
—He jurado no amar, señor.
—Pero ¿la amas?
Kylar salió por la puerta.
Cuando estaba en el pasillo, el conde dijo:
—¿Sabes? Por ti también rezo, Kylar.
La casa de putas había cerrado hacía horas. En el piso de arriba, las chicas dormían sobre sábanas sucias entre los olores prostibularios a alcohol rancio, sudor revenido, sexo antiguo, humo de leña y perfume barato. Las puertas estaban cerradas con pasador. Habían apagado todas las sencillas lámparas de cobre de la planta baja menos dos. Mama K no dejaba que sus burdeles derrochasen dinero.
Solo había dos personas en el salón, una a cada lado de la barra. Alrededor del taburete del hombre yacían los restos de una docena de vasos rotos.
Se acabó la decimotercera cerveza, levantó el vaso y lo tiró al suelo, donde se despedazó.
Mama K sirvió a Durzo otro vaso del tirador, sin siquiera parpadear. No dijo una palabra. Durzo hablaría cuando estuviese preparado. Aun así, se preguntaba por qué habría escogido ese burdel. Era un tugurio. A sus chicas atractivas las mandaba a otros locales. Había comprado otros burdeles con la intención de reformarlos, pero aquel estaba escondido en las entrañas de las Madrigueras, lejos de las vías principales, en pleno laberinto de casuchas y chabolas. Allí había perdido ella su virginidad. Le habían pagado diez monedas de plata y se había dado por afortunada.
No ocupaba los primeros puestos de su lista de sitios que visitar.
—Debería matarte —dijo Durzo por fin. Eran las primeras palabras que pronunciaba en seis horas. Se acabó su cerveza y lanzó el vaso por la barra. Se deslizó durante un trecho, volcó, cayó por un lado y se rompió.
—Anda, o sea que tenías lengua —replicó Mama K. Cogió otro vaso y abrió el tirador.
—¿Y tengo una hija, también?
Mama K se quedó petrificada. Tardó demasiado en cerrar el tirador y derramó cerveza.
—Vonda me hizo jurar que no te lo contaría. Estaba demasiado asustada para decírtelo ella y cuando murió... Puedes odiar a Vonda por lo que hizo, Durzo, pero lo hizo porque te quería.
Durzo la miró con tanta incredulidad y repugnancia que a Gwinvere le entraron ganas de pegarle en esa fea cara.
—¿Qué sabrás tú del amor, so puta?
Mama K pensaba que nadie podía herirla con palabras. Había oído todos y cada uno de los comentarios sobre putas del mundo y hasta había aportado unos cuantos de su propia cosecha. Sin embargo, había algo en cómo lo dijo Durzo, algo en ese comentario —¡viniendo de él!— que le llegó al alma. No podía moverse. Ni siquiera podía respirar. Al final, dijo:
—Sé que, si hubiese tenido la oportunidad de amar que tuviste tú, habría dejado de venderme. Habría hecho cualquier cosa por conservarlo. Yo nací en este orinal de vida, tú eres quien lo eligió.
—¿Cómo se llama mi hija?
—¿O sea que es por eso? ¿Me has traído aquí para recordarme las veces que se me follaron en este agujero maloliente? Me acuerdo. ¡Me acuerdo! Me hice puta para que mi hermana pequeña no tuviera que serlo. Y entonces apareciste tú. Me follabas cinco veces por semana y le contabas a Vonda que la querías. La dejaste embarazada. Te largaste. Le podría haber explicado que al menos eso estaba cantado. Esa parte de la historia es tan predecible que no vale la pena repetirla, ¿eh? Pero tú no eras un cliente cualquiera. No, tú conseguiste que además la secuestraran. ¿Y luego qué? ¿Fuiste a por ella? No, demostraste exactamente cuánto la querías. Querías ver el farol del rey dios, ¿eh? Siempre has estado dispuesto a apostar con las vidas de los demás, ¿o no, Durzo? Cobarde.