El camino de los reyes (113 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El oficial continuó injuriando mientras se ponía la guerrera. No la abotonó. En cambio, dio un paso adelante y le dio a la prostituta una patada en el vientre. La mujer jadeó, los dolospren brotaron del suelo y se congregaron a su alrededor. Nadie en la calle se detuvo, aunque la mayoría apretó el paso, las cabezas gachas.

Kaladin gruñó, saltó y se abrió paso entre un grupo de soldados. Entonces se detuvo. Tres hombres de azul salieron de la multitud y se situaron entre la mujer caída y el oficial de rojo. Solo uno era ojos claros, a juzgar por los nudos de sus hombros. Nudos dorados. Un oficial de alto rango, en efecto, segundo o tercer dahn. Obviamente no pertenecían al ejército de Sadeas, no con aquellas guerreras bien planchadas.

El oficial de Sadeas vaciló. El oficial de azul detuvo la mano en el pomo de su espada. Los otros dos empuñaban finas alabardas con brillantes cabezas de media luna.

Un grupo de soldados de rojo salió de entre la multitud y empezó a rodear a los de azul. El aire se volvió tenso, y Kaladin advirtió que la calle, bulliciosa unos momentos antes, se vaciaba rápidamente. Prácticamente se había quedado allí solo, el único que miraba a los tres hombres de azul, rodeados ahora por siete de rojo. La mujer seguía en el suelo, lloriqueando. Se agazapó junto al oficial de azul.

El hombre que la había golpeado, un bruto de pobladas cejas con una maraña de pelo negro despeinado, empezó a abotonarse el lado derecho de la guerrera.

—No pertenecéis a este lugar, amigos. Parece que os habéis equivocado de campamento.

—Tenemos asuntos legítimos —dijo el oficial de azul. Tenía el pelo dorado, moteado de negro alezi, y un rostro atractivo. Tendió la mano como si deseara estrechársela al oficial de Sadeas—. Vamos —dijo afablemente—. Sea cual sea tu problema con esta mujer, estoy seguro de que puede resolverse sin ira ni violencia.

Kaladin retrocedió hacia el alero donde se había escondido Syl.

—Es una puta —dijo el hombre de Sadeas.

—Eso ya lo veo —replicó el hombre de azul. Mantuvo la mano tendida.

El oficial de rojo la escupió.

—Comprendo —dijo el rubio. Retiró la mano, y líneas retorcidas de bruma se congregaron en el aire, solidificándose en sus manos mientras las alzaba en postura ofensiva. Apareció una enorme espada, tan larga como la altura del hombre.

Goteaba agua que se había condensado en su fría y titilante longitud. Era hermosa, larga y sinuosa, su único filo ondulado como una anguila y curvado hacia la punta. La parte trasera tenía delicadas protuberancias, como formaciones cristalinas.

El oficial de Sadeas retrocedió y cayó, la cara pálida. Los soldados de rojo se dispersaron. El oficial los maldijo (la maldición más vil que Kaladin había oído jamás), pero ninguno volvió para ayudarlo. Con una última mirada de odio, volvió a subir los escalones del edificio.

La puerta se cerró, dejando la calle extrañamente en silencio. Kaladin era la única persona presente además de los soldados de azul y la cortesana caída. El portador de esquirlada lo miró, pero obviamente juzgó que no era ninguna amenaza. Clavó la espada en las piedras; la hoja se hundió con facilidad y se quedó allí, con la empuñadura mirando al cielo.

El joven portador le tendió la mano a la prostituta caída. —Por curiosidad, ¿qué le has hecho?

Vacilante, ella aceptó su mano y permitió que la ayudara a ponerse en pie.

—Se negó a pagar, diciendo que su reputación hacía que fuera un placer para mí. —Hizo una mueca—. Me dio la primera patada después de que yo hiciera un comentario sobre su «reputación». Al parecer no era tal como él creía.

El brillante señor se echó a reír.

—Te sugiero que insistas en que te paguen primero a partir de ahora. Te escoltaremos a la frontera. Te aconsejo que no regreses en un tiempo al campamento de Sadeas.

La mujer asintió, todavía sujetándose la parte frontal del vestido. Su mano segura seguía al descubierto. Delgada, con piel bronceada, los dedos largos y delicados. Kaladin se quedó mirándola, y al advertirlo se ruborizó. Ella se acercó al brillante señor mientras sus dos camaradas vigilaban la calle, las alabardas preparadas. Incluso con el pelo despeinado y el maquillaje corrido, era bastante bonita.

—Gracias, brillante señor. ¿Quizá podría interesarte? No te cobraría nada.

El joven brillante señor alzó una ceja.

—Tentador —dijo—, pero mi padre me mataría. Es un poco anticuado.

—Una lástima —dijo la mujer, apartándose de él y cubriéndose torpemente el pecho mientras se metía la mano en la manga. Sacó un guante para su mano segura—. ¿Tu padre es bastante remilgado, entonces?

—Podríamos decir que sí —el brillante señor se volvió hacia Kaladin—. Eh, chico del puente.

¿Chico del puente? Este noble parecía solo unos pocos años mayor que Kaladin.

—Corre a ver al brillante señor Reral Makoram —dijo exportador, lanzándole algo. Una esfera. Chispeó a la luz antes de que Kaladin la capturara—. Está en el Sexto Batallón. Dile que Adolin Kholin no irá a la reunión de hoy. Le enviaré noticias para celebrarla en otro momento.

Kaladin miró la esfera. Un chip de esmeralda. Más de lo que él ganaba normalmente en dos semanas. Alzó la cabeza. El joven brillante señor y sus dos hombres se marchaban ya, seguidos por la prostituta.

—Corriste a ayudarla —dijo una voz. Al levantar la vista vio a Syl que flotaba hasta posarse en su hombre—. Ha sido muy noble de tu parte.

—Los otros llegaron primero —respondió Kaladin. «Y uno de ellos era un ojos claros, nada menos. ¿Qué le importaba?»

—De todas formas, trataste de ayudar.

—Una tontería. ¿Qué habría hecho? ¿Pelear con un ojos claros? Eso me habría echado encima a la mitad de los soldados del campamento, y la prostituta habría recibido una paliza aún mayor por provocar un altercado semejante. Podría haber acabado muerta por mi culpa.

Guardó silencio. Eso se parecía mucho a lo que había estado diciendo antes.

No podía ceder a la suposición de que estaba maldito, o tenía mala suerte, o lo que fuera. La superstición nunca llevaba a ninguna parte. Pero tenía que admitir que la pauta era preocupante. Si actuaba como siempre, ¿cómo podía esperar resultados diferentes? Tenía que intentar algo nuevo. Cambiar, de algún modo. Esto iba a requerir algo más que pensar.

Kaladin empezó a regresar al aserradero.

—¿No vas a hacer lo que pidió el brillante señor? —dijo Syl. No mostraba ningún efecto duradero de su súbito miedo; era como si quisiera fingir que no había sucedido.

—¿Después de la forma en que me ha tratado? —replicó Kaladin.

—No fue tan mala.

—No voy a inclinarme ante ellos —dijo Kaladin—. Estoy harto de correr a su capricho solo porque quieren que lo haga. Si tanto le preocupa el mensaje, debería haber esperado a asegurarse de que yo estaba dispuesto a obedecer.

—Aceptaste su esfera.

—Ganada con el sudor de los ojos oscuros a los que explota.

Syl guardó silencio un momento.

—Esta oscuridad que hay en ti cuando hablas me asusta, Kaladin. Dejas de ser tú mismo cuando piensas en los ojos claros.

Él no respondió; tan solo continuó su camino. No le debía nada a aquel brillante señor, y además, tenía órdenes de volver al aserradero.

Pero el hombre había intervenido para proteger a la mujer.

«No —se dijo Kaladin—, solo buscaba un modo de avergonzar a uno de los oficiales de Sadeas. Todo el mundo sabe que hay tensión entre los campamentos.»

Y eso fue todo lo que se permitió pensar sobre el tema.

UN AÑO ANTES

Kaladin volvió la piedra entre sus dedos, dejando que las facetas de cuarzo suspendido captaran la luz. Estaba apoyado en un gran peñasco, un pie contra la roca, la lanza a su lado.

La piedra captó la luz, haciéndola girar con distintos colores, dependiendo de la dirección en la que la volviera. Los hermosos y diminutos cristales titilaban, como las ciudades hechas de gemas que se mencionaban en los cuentos.

A su alrededor, el ejército del alto mariscal Amaram se disponía a la batalla. Seis mil hombres afilaban sus lanzas o se colocaban las armaduras de cuero. El campo de batalla estaba cerca y, sin ninguna alta tormenta a la espera, el ejército había pasado la noche en sus tiendas.

Habían pasado casi cuatro años desde que se unió al ejército de Amaram aquella noche lluviosa. Cuatro años. Y una eternidad.

Los soldados corrían de un lado a otro. Algunos saludaban a Kaladin con la mano o a viva voz. Él les respondió asintiendo, se guardó la piedra en el bolsillo, y se cruzó de brazos a la espera. No muy lejos, el estandarte de Amaram ondeaba ya, un campo burdeos blasonado con un glifopar verde oscuro en forma de espinablanca con los colmillos alzados.
Merem
y
khan
, honor y determinación. El estandarte ondeaba ante el sol naciente, y el frío de la mañana empezaba a dar paso al calor del día.

Kaladin miró al este, hacia la casa a la que nunca podría regresar. Lo había decidido meses atrás. Su alistamiento terminaría dentro de semanas, pero se enrolaría de nuevo. No podía enfrentarse a sus padres después de haber roto la promesa de proteger a Tien.

Un fornido soldado ojos oscuros corrió hacia él, con un hacha atada a la espalda, nudos blancos en los hombros. El arma no estándar era un privilegio por ser jefe de pelotón. Gare tenía brazos carnosos y una tupida barba negra, aunque había perdido una gran parte del cuero cabelludo del lado derecho de la cabeza. Lo seguían dos de sus sargentos, Nalem y Korabet.

—Kaladin —dijo Gare—. ¡Padre Tormenta, hombre! ¿Por qué me molestas? ¡Un día de batalla!

—Soy bien consciente de lo que nos espera, Gare —dijo Kaladin, todavía cruzado de brazos. Varias compañías estaban formando filas ya. Dallet se encargaría de que el pelotón de Kaladin lo hiciera también. En primera línea, habían decidido. Su enemigo, un ojos claros llamado Hallaw, era aficionado a las descargas a distancia. Habían combatido a sus hombres varias veces antes. Una de esas ocasiones había quedado grabada a fuego en la memoria y el alma de Kaladin.

Se había unido al ejército de Amaram esperando defender las fronteras alezi…, y eso hacía. Contra otros alezi. Terratenientes menores que buscaban rebañar trozos de las tierras del alto príncipe Sadeas. De vez en cuando, los ejércitos de Amaram intentaban apoderarse de territorios de otros altos príncipes, tierras que Amaram sostenía que pertenecían a Sadeas y habían sido robadas años antes. Kaladin no sabía cómo interpretar aquello. De todos los ojos claros, Amaram era el único en quien confiaba. Pero parecía que estaban haciendo lo mismo que los ejércitos a los que combatían.

—¿Kaladin? —preguntó Gare, impaciente.

—Tienes algo que quiero —dijo Kaladin—. Un nuevo recluta, el que vino ayer mismo. Galán dice que se llama Cenn.

Gare hizo una mueca.

—¿Se supone que tengo que jugar contigo a este juego ahora? Habla conmigo después de la batalla. Si el chico sobrevive, tal vez te lo dé.

Se volvió para marcharse, seguido de sus subalternos. Kaladin se irguió y recogió su lanza. El movimiento detuvo a Gare en seco.

—No va a ser ningún problema para ti —dijo Kaladin tranquilamente—. Envía al chico a mi pelotón. Acepta tu paga. Quédate callado. —Tendió una bolsa de esferas.

—¿Y si no quiero venderlo? —dijo Gare, volviéndose.

—No lo estás vendiendo. Me lo estás transfiriendo.

Gare miró la bolsa.

—Bueno, tal vez no me guste que todo el mundo haga lo que les dices. No me importa lo bueno que seas con la lanza. Mi pelotón es mío.

—No voy a darte más, Gare —dijo Kaladin, dejando caer la bolsa al suelo. Las esferas tintinearon—. Los dos sabemos que el chico es inútil para ti. Sin formación, mal equipado, demasiado pequeño para ser un buen soldado de primera línea. Envíamelo.

Kaladin se dio la vuelta y empezó a marcharse. Segundos después, oyó un tintineo cuando Gare recuperó la bolsa.

—No se puede reprochar a un hombre el intentarlo.

Kaladin siguió andando.

—¿Qué significan esos reclutas para ti, de todas formas? —preguntó Gare a sus espaldas—. ¡La mitad de tu pelotón está compuesto por hombres demasiado pequeños para luchar bien! ¡Casi parece que quieres que los maten!

Kaladin lo ignoró. Atravesó el campamento, saludando a los que lo saludaban. La mayoría se apartó de su camino, bien porque lo conocían y lo respetaban o porque habían oído hablar de su reputación. El jefe de pelotón más joven del ejército, solo cuatro años de experiencia y ya al mando. Un ojos oscuros tenía que viajar a las Llanuras Quebradas para ascender.

El campamento era un caos de soldados corriendo con preparativos de último minuto. Más y más compañías se congregaban en primera línea, y Kaladin pudo ver al enemigo formando en la hondonada al otro lado del campo, al oeste.

El enemigo. Así era como lo llamaban. Y sin embargo cada vez que había una disputa fronteriza de verdad con los veden o los reshi, esos hombres se alineaban con las tropas de Amaram y luchaban juntos. Era como si la Vigilante Nocturna jugueteara con ellos, practicando algún juego de azar prohibido, colocando de vez en cuando a los hombres en su tablero como aliados, y luego disponiendo que se mataran unos a otros al día siguiente.

No era cosa que tuvieran que pensar los lanceros. Eso le habían dicho. Repetidamente. Debía escuchar, ya que su deber era mantener su pelotón con vida lo mejor que pudiera. Ganar era secundario. «No se puede matar para proteger…»

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