Pero incluso la séptima vez averiguó la cifra: eran exactamente 21 parejas.
—¿Se te ocurre algo, Robert? —preguntó el diablo de los números.
El reloj de liebre avanzaba implacable. «¡Socorro!», gritó Robert, «esto nunca se acaba. Miles de liebres... ¡esto ya no tiene gracia, esto es una pesadilla!».
—Naturalmente —respondió Robert—. Son números de Bonatschi:
Pero, mientras lo decía, habían venido al mundo montones de liebres blancas, que caracoleaban entre las muchas pardas y blancas que brincaban en el campo. No podía verlas y contarlas a todas. El reloj de liebre avanzaba implacable. Hacía mucho que la aguja había empezado su segunda vuelta.
—¡Socorro! —gritó Robert—. Esto no se acaba. ¡Miles de liebres! ¡Es espantoso!
—Para que veas cómo funciona la cosa, he traído un listado de liebres para ti. En él podrás ver lo que ha pasado entre las cero y las siete horas.
—Hace mucho que pasaron las siete —exclamó Robert—. Ahora ya deben de ser por lo menos más de mil.
—Son exactamente 4.181, y ahora mismo, es decir, dentro de cinco minutos, serán 6.765.
—¿Quieres seguir así, hasta que la Tierra entera esté cubierta de liebres? —preguntó Robert.
—Oh, eso no llevaría mucho tiempo —dijo el anciano, sin mover un músculo—. Unas pocas vueltas más de la aguja y habrá ocurrido.
—¡Por favor, no! —pidió Robert—. ¡Es una pesadilla! ¿Sabes?, no tengo nada contra las liebres, me gustan incluso, pero lo que es excesivo es excesivo. Tienes que detenerlas.
—Encantado, Robert. Pero sólo si admites que las liebres se comportan como si se hubieran aprendido los números de Bonatschi.
—Sí, bien, por el amor de Dios, lo admito. Pero date prisa, o acabarán subiéndosenos a la cabeza.
El diablo de los números pulsó dos veces la corona del reloj de liebre, y éste empezó a funcionar hacia atrás. Cada vez que sonaba el timbre las liebres disminuían, y al cabo de unas pocas vueltas la aguja volvía a marcar cero. Había dos liebres en el vacío campo de patatas.
—¿Qué pasa con éstas? —preguntó el anciano—. ¿Quieres conservarlas?
—Mejor que no. De lo contrario, volverán a empezar desde el principio.
—Sí, eso es lo que pasa con la Naturaleza —dijo el anciano, columpiándose complacido en su silla plegable.
—Eso es lo que pasa con Bonatschi —replicó Robert—. Con tus números todo va siempre a parar al infinito. No sé si me gusta.
—Como has visto, a la inversa ocurre exactamente igual. Hemos vuelto a aterrizar donde empezamos, en el uno.
Y así, se separaron pacíficamente, sin preocuparse de qué ocurriría con la última pareja de liebres. El diablo de los números se fue con Bonatschi, su viejo conocido del paraíso de los números, y con los demás, que tramaban allí nuevas diabluras, y Robert siguió durmiendo, sin soñar, hasta que sonó el despertador. Se alegró de que fuera un despertador corriente, y no un reloj de liebre.
—Estoy preocupada —dijo la madre de Robert—. No sé lo que le pasa a este chico. Antes siempre estaba en el patio o en el parque, jugando al fútbol con Albert, Charlie, Enzio y los otros. Ahora está todo el día metido en su cuarto. En vez de hacer sus deberes, ha extendido en la mesa un gran pliego de papel y pinta liebres.
—Calla —dijo Robert—. Me confundes. Tengo que concentrarme.
—Y se pasa el día murmurando números, números, números. Eso no es normal.
Hablaba para sus adentros, como si Robert no estuviera en la habitación.
—Antes nunca se interesaba por los números. Al contrario, siempre se quejaba de su profesor por los deberes de matemáticas. Sal de una vez a tomar el aire —gritó por fin.
Robert levantó la cabeza de la hoja y dijo:
—Tienes razón. Si sigo contando liebres me dará dolor de cabeza.
Y Robert salió de casa. En el parque había una enorme pradera por la que no corría ni una sola liebre.
—Hola, Robert —gritó Albert al verle venir—. ¿Juegas?
También estaban Enzio, Gerardo, Ivan y Karol. Estaban jugando al fútbol, pero a Robert no le apetecía. No tienen ni idea de cómo crecen los árboles, pensó.
Cuando volvió a casa, era bastante tarde. Nada más cenar, se fue a la cama. Precavido, se metió un grueso rotulador en el bolsillo del pijama.
—¿Desde cuándo te vas tan pronto a la cama? —se sorprendió su madre—. Antes siempre querías quedarte lo más posible.
Pero Robert sabía muy bien lo que quería, y sabía también por qué no le contaba nada a su madre. No le hubiera creído cuando le hubiera dicho que las liebres, los árboles e incluso los moluscos saben contar, y que era amigo de un diablo de los números.
Apenas se había dormido cuando el anciano apareció.
—Hoy voy a enseñarte algo estupendo —dijo.
—Lo que sea, menos liebres. He pasado todo el día rompiéndome la cabeza con ellas. Siempre confundo las blancas y las pardas.
—¡Olvídalo! Ven conmigo.
Llevó a Robert hasta una casa blanca en forma de cubos. También dentro todo estaba pintado de blanco, incluso la escalera y las puertas. Llegaron a una gran habitación desierta, blanca como la nieve.
—Aquí ni siquiera puede uno sentarse —se quejó Robert—. ¿Y qué clase de ladrillos son ésos?
Se acercó hasta el alto montón que había en la esquina y miró los ladrillos con más atención.
—Parece cristal o plástico —constató—. Grandes cubos. Dentro de ellos brilla algo. Tienen que ser filamentos eléctricos, o algo por el estilo.