—Otra vez el uno —dijo Robert.
Cuando el anciano volvió a dar palmas, la primera línea se apagó y la segunda brilló como un semáforo que pasa a rojo.
—Quizá puedas sumarla —dijo.
— 1 + 1 = 2 —murmuró Robert—. ¡No es que sea precisamente sensacional!
El diablo de los números dio otra palmada, y la tercera línea se volvió roja.
— 1 + 2 + 1 = 4 —exclamó Robert—. No hace falta que sigas dando palmadas. Ya lo he entendido. Se trata de nuestros viejos conocidos, los doses saltarines. La siguiente línea sale 2 x 2 x 2 o 2
3
, igual a 8. Etcétera: 16, 32, 64. Hasta que el triángulo termina por abajo.
—La última línea —dijo el anciano— da 2
16
, y eso es bastante: 65.536, por si quieres saberlo con exactitud.
—¡Mejor que no!
—Está bien —el diablo de los números batió palmas, y volvió a hacerse la oscuridad.
—¿Quieres volver a ver a unos cuantos viejos conocidos ? —preguntó.
—Depende.
El anciano dio tres palmadas, y los cubos volvieron a iluminarse: algunos en amarillo, otros en azul, los siguientes en verde o rojo.
—Parece carnaval —dijo Robert.
—¿Ves las escalerillas del mismo color que van de arriba a la derecha hasta abajo a la izquierda?
Vamos a sumar todo lo que hay en una de ellas, y veremos qué sale. ¡Empieza con la roja, arriba del todo!
—Sólo tiene un escalón —dijo Robert—. Uno, como siempre.
—Luego, la amarilla de debajo.
—Tampoco tiene más que uno: uno.
—La próxima es una azul. Dos cubos.
— 1 + 1 = 2.
—Luego la verde, justo debajo. Dos cubos verdes.
— 2 + 1 = 3.
Ahora Robert sabía cómo seguir:
—Otra vez rojo: 1 + 3 + 1 = 5. Y amarillo: 3 + 4 + 1 = 8. Azul: 1 + 6 + 5 + 1 = 13.
—¿Qué podría significar: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13...?
—¡Bonatschi, naturalmente! Los números de las liebres.
—Ya ves que todo está en nuestro triángulo. Podríamos seguir durante días, pero creo que tienes suficiente por hoy.
—Puedes decirlo bien fuerte —admitió Robert.
—Está bien, basta de cálculos.
El diablo de los números batió palmas, y los cubos de colores se apagaron.
—Pero nuestro monitor aún es capaz de hacer muchas más cosas. Si vuelvo a batir palmas, ¿sabes lo que ocurrirá? Se iluminarán los números pares en todo el triángulo, y los impares seguirán oscuros. ¿Quieres que lo haga?
—Por mí...
Lo que Robert vio entonces fue una auténtica sorpresa.
—¡Es una locura! Un dibujo. Triángulos dentro del triángulo, sólo que cabeza abajo.
Robert estaba fuera de sí.
—Mayores y menores —dijo el diablo de los números—. Sin duda el pequeño parece un cubo, pero en realidad es un triángulo. El mediano consta de 6 cubos, y el grande de 28. Naturalmente, son números triangulares.
»Así que ahora sólo brillan en amarillo los números pares. ¿Qué crees que pasará si encendemos todos los números de nuestro monitor que se puedan dividir entre tres, cuatro o cinco? Sólo tengo que dar una palmada y lo verás. ¿Con qué divisor lo intentamos, con el cinco?
—Sí —dijo Robert—. Todos los que se puedan dividir entre cinco.
El anciano dio una palmada, las cifras amarillas se apagaron y las verdes se encendieron.
—Es increíble —dijo Robert—. Otra vez triángulos, pero ahora son otros. ¡La más pura brujería!
—Sí, querido, a veces yo mismo me pregunto dónde terminan las Matemáticas y dónde empieza la brujería.
—Fantástico. ¿Has inventado tú todo esto?
—No.
—¿Quién ha sido entonces?
—¡Sabe el Diablo! El gran triángulo de números es una cosa antiquísima, mucho más vieja que yo.
—Pues a mí me pareces bastante viejo.
—¿Yo? Permite que te diga que soy uno de los más jóvenes del paraíso de los números. Nuestro triángulo tiene por lo menos dos mil años. Creo que la idea se le ocurrió a algún chino. Pero hoy aún seguimos dándole vueltas, y seguimos hallando nuevos trucos que se pueden hacer con él.
Si seguís así, pensó Robert para sus adentros, es posible que no acabéis nunca. Pero no lo dijo.
Sin embargo, el diablo de los números le había entendido.
—Sí, las Matemáticas son una historia interminable —dijo—. Hurgas y hurgas y siempre encuentras cosas nuevas.
—¿No podéis dejar de hacerlo nunca? —preguntó Robert.
—Yo no, pero tú sí —susurró el diablo de los números, y cuando lo dijo los cubos verdes se hicieron cada vez más pálidos y él mismo se volvió cada vez más delgado, hasta que se quedó igual que un fideo y con cara de pito. La habitación estaba oscura como boca de lobo, y pronto Robert lo hubo olvidado todo, los cubos de colores, los triángulos, los números de Bonatschi e incluso a su amigo, el diablo de los números.
Durmió y durmió, y cuando despertó a la mañana siguiente su madre le preguntó:
—Estás muy pálido, Robert. ¿Has tenido pesadillas?
—Nooo —dijo Robert—. ¿Por qué?
—Estoy preocupada.
—Pero, mamá —respondió Robert—, ya sabes lo que dicen: No hay que mentar al Diablo.