»Luego, pones una letra más en cada nuevo círculo: A para Albert, B para Bettina, C para Charlie, etcétera.
»Luego unes las letras con líneas:
»No tiene mal aspecto, ¿verdad? Cada raya significa un apretón de manos. Puedes contarlas.
— 1, 3, 6, 15... Como antes —dijo Robert—. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿puedes explicarme por qué contigo siempre cuadra todo?
—Eso es precisamente lo demoníaco de las Matemáticas. Todo cuadra. Bueno, digamos mejor que casi todo. Porque ya sabes que los números de primera tienen sus pegas. Y también en lo demás hay que poner una atención enorme, porque de lo contrario es fácil caerse con todo el equipo. Pero, en líneas generales, en las Matemáticas la cosa discurre con bastante orden. Eso es lo que cierta gente odia de ellas. Pero yo no puedo soportar a los desordenados y a los chapuceros, y a ellos les pasa al revés, no soportan los números. A propósito, mira por la ventana: ¡el patio de vuestro colegio es una auténtica pocilga!
Robert tuvo que admitirlo, porque en el patio había latas de coca-cola vacías, tebeos rotos y envoltorios de bocadillo por todas partes.
—Si tres de vosotros cogierais una escoba, dentro de media hora vuestro patio tendría mucho mejor aspecto.
—¿Y quiénes serían esos tres? —preguntó Robert.
—Albert, Bettina y Charlie, por ejemplo. O Doris, Enzio y Felicitas. Además, también tenemos a Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol.
—Pero tú dices que sólo se necesitan tres.
—Sí —objetó el diablo de los números—, pero ¿qué tres?
—Se les puede combinar a voluntad —dijo Robert.
—Sin duda. Pero ¿y si no estuvieran todos? ¿Si sólo tuviéramos a tres: Albert, Bettina y Charlie?
—Entonces tendrían que hacerlo ellos.
—¡Bien, escríbelo!
Robert escribió:
—Y si entonces llega Doris, ¿qué hacemos? Vuelve a haber varias posibilidades.
Robert reflexionó. Luego escribió en la pizarra:
—Cuatro posibilidades —dijo.
—Pero casualmente Enzio pasa por allí. ¿Por qué no va a echar una mano? Ahora tenemos cinco candidatos. Prueba.
Pero Robert no quiso.
—Mejor dime qué va a salir —dijo desmoralizado.
—Está bien. Con tres personas sólo podemos formar un grupo de tres. Con cuatro personas ya hay cuatro grupos distintos, y con cinco hay diez.
Te lo escribiré:
»Hay otra cosa rara en esta lista. La he ordenado conforme al alfabeto, como ves. ¿Y cuántos grupos empiezan por Albert? Diez. ¿Cuántos por Bettina? Cuatro. Y por Charlie no empieza más que uno. En este juego aparecen una y otra vez las mismas cifras:
»¿Adivinas cómo sigue? Quiero decir, si ahora añadimos unos cuantos más, digamos que Felicitas, Gerardo, Heidi, etc. ¿Cuántos grupos de tres saldrían?
—Ni idea —dijo Robert.
—¿Te acuerdas todavía de cómo discurrimos el asunto de los apretones de manos, cuando todo el mundo se despedía de todo el mundo?
—Eso fue muy fácil, con ayuda de los números triangulares:
»Pero no sirve para nuestras cuadrillas de limpieza, que trabajan de tres en tres.
—No. Pero ¿qué pasa si sumas los dos primeros números triangulares?
—Sale cuatro.
—¿Y si añades el siguiente?
—Diez.
—¿Y otro más?
— 10 + 10 = 20.
—Ahí lo tienes.
—¿Y tengo que seguir calculando hasta llegar al undécimo? Esa no es tu forma de hacer las cosas.
—No te preocupes. También se puede hacer sin calcular, sin probar, sin ABCDEFGHIJK.
—¿Cómo?
—Con nuestro viejo triángulo numérico —dijo el anciano.
—¿Vas a pintarlo en la pizarra?
—No. No estoy pensando semejante cosa. Me resultaría demasiado aburrido. Pero tengo mi bastón a mano.
Tocó la pizarra con su vara, y ahí estaba el triángulo, en todo su esplendor y a cuatro colores.
—Más cómodo imposible —dijo el viejo diablo de los números—. Al estrechar las manos, simplemente cuentas los cubos verdes de arriba abajo: con dos personas un apretón de manos, con tres personas tres, con once personas 55.
»Para nuestra cuadrilla de limpieza necesitas los cubos rojos. Vuelves a contar de arriba abajo. Empiezas con tres personas, con ellas no hay más que una posibilidad. Si puedes elegir cuatro personas dispones de cuatro combinaciones, con cinco personas ya son diez. ¿Y qué pasa cuando están los once alumnos?
—Entonces son 165 —respondió Robert—. Es realmente sencillo. Este triángulo numérico es casi tan bueno como una calculadora. Pero ¿para qué sirven los cubos amarillos ?
—Oh —dijo el anciano—, ya sabes que yo no me doy fácilmente por satisfecho. Nosotros, los diablos de los números, siempre lo llevamos todo hasta el extremo. ¿Qué harás si las tres personas que tienes no son suficientes para el trabajo? Tendrás que coger cuatro. Y la fila amarilla te dirá cuántas posibilidades hay, por ejemplo, para elegir un cuarteto a partir de ocho personas.
—Setenta —dijo Robert, porque había entendido muy bien lo fácil que era sacar la respuesta del triángulo.
—Exacto —dijo el diablo de los números—. Por no hablar de los cubos azules.
—Probablemente sean los grupos de ocho. Si sólo dispongo de ocho personas, no tengo que pensar mucho. Sólo hay una posibilidad. Pero con diez candidatos ya puedo formar 45 grupos distintos. Etcétera, etcétera.
—Veo que lo has comprendido.
—Ahora sólo quisiera saber qué aspecto tiene el patio —dijo Robert.
Miró por la ventana, y he aquí que el patio estaba impecable como nunca.
—Sólo me pregunto qué tres llevarán ahora la escoba.
—En cualquier caso no eres uno de ellos, mi querido Robert —dijo el diablo de los números.