El diablo de los números (23 page)

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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

—Ésos son los números de primera —constató Robert.

El anciano se limitó a asentir. Luego volvió a tocar su silbato, cuatro veces seguidas. En el cuarto de Robert se desencadenó un verdadero infierno. ¡Una pesadilla! ¡Quién hubiera pensado que en un solo cuarto, aunque entre tanto se hubiera hecho tan largo como el camino de un cohete a la Luna, tuviera sitio tan espantosa cantidad de números! Ya casi no se podía respirar. Robert se sentía como si su cabeza se hubiera convertido en una ardiente bombilla.

«¡Adelante!», gritó el diablo de los números. Enseguida los números entraron desfilando, de tal modo que en un abrir y cerrar de ojos el dormitorio de Robert estuvo lleno hasta los topes.

—¡Basta! —gritó—. No puedo más.

—No es más que tu gripe —dijo el diablo de los números—. Seguro que mañana vuelves a estar mejor.

Luego, siguió dando órdenes:

—¡Todos aquí! ¡Las filas cuatro, cinco, seis y siete, a formar! ¡Aprisa, por favor!

Robert abrió los ojos, que ya se le estaban cerrando, y vio siete clases distintas de números, con camisetas blancas, rojas, verdes, azules, amarillas, negras y rosas, correctamente ordenadas unas tras otras, en pie en su infinitamente alargado dormitorio:

Ya casi no pudo leer los últimos números sobre las camisetas rosas, porque eran tan largos que apenas cabían en el pecho de quienes los llevaban.

—Crecen a una velocidad terrorífica —dijo Robert—. No puedo seguirlos.

—¡Pum! —dijo el anciano—. Los números con exclamaciones.

»Etcétera. Esto va más deprisa de lo que crees.

Pero ¿qué pasa con los otros? ¿Los conoces?

—A los rojos ya los teníamos, son los impares, y los verdes son los números de primera. Los azules... no sé, pero también me resultan familiares.

—¡Piensa en las liebres!

—Ah, sí. Son los Bonatschi. Y probablemente los amarillos sean los triangulares.

— No está mal, mi querido Robert. Con gripe o sin gripe, estás haciendo progresos como aprendiz de brujo.

—Bueno, y los negros no son más que números saltarines. 2
2
, 2
3
, 2
4
, etcétera.

—Y hay el mismo número de cada clase —dijo el diablo de los números.

—Infinitos —suspiró Robert—. Eso es lo terrible. Qué multitud.

—Filas uno a siete, ¡rompan filas! —rugió el anciano maestro.

Y se puso en marcha un nuevo arrastrar y apretujar y empujar y patear y desplazar. Sólo cuando todos los números volvieron a estar fuera se produjo un delicioso silencio, y el cuarto de Robert volvió a ser pequeño y a estar vacío, como había estado antes.

«Ahora necesito un vaso de agua y una aspirina», dijo Robert. Pero el anciano ya estaba agitando otra vez su bastón.

—Ahora es cuando necesito un vaso de agua y una aspirina —dijo Robert.

—Y descansa bien, para poder volver a tenerte en pie mañana.

El diablo de los números le tapó incluso.

—Sólo tienes que mantener los ojos abiertos —dijo—. El resto te lo escribiré en el techo.

—¿Qué resto?

—Oh —dijo el anciano, que ya volvía a agitar su bastón—, hemos expulsado a las filas porque arman demasiado alboroto y meten demasiada suciedad en la habitación. Ahora les toca el turno a las series.

—¿Series? ¿Qué clase de series?

—Bueeeno —dijo el diablo de los números—, los números no siempre forman como soldados de plomo. ¿Qué pasa cuando se unen? Quiero decir, cuando se les suma.

— No entiendo —gimió Robert.

Pero el anciano ya había escrito la primera serie en el techo de la habitación.

—¿No has dicho que debo descansar? —preguntó Robert.

— No te pongas así. Sólo tienes que leer lo que pone:

—¡Son quebrados! —exclamó indignado Robert—. ¡Al diablo con ellos!

—Perdona, pero la verdad es que son muy sencillos. ¿No te lo parece a ti?

—Un medio —leyó Robert— más un cuarto más un octavo más un dieciseisavo, etcétera. Arriba hay siempre un uno, y abajo están los números saltarines de la serie del dos, los de la camiseta negra: 2, 4, 8, 16... Ya sabemos cómo sigue.

—Sí, pero ¿qué sale si sumamos todos esos quebrados?

—No lo sé —repuso Robert—. Como la serie no termina nunca, probablemente salga una cantidad infinita. Pero por otra parte 1/4 es menos que 1/2, 1/8 es menos que 1/4, etcétera... así que lo que añado es cada vez más pequeño.

Las cifras desaparecieron del techo. Robert se quedó mirando fijamente hacia arriba y no vio más que una larga raya:

—¡Ajá! —dijo al cabo de un rato—. Creo que comprendo. Empieza con 1/2. Luego sumo la mitad de 1/2, es decir 1/4.

Y lo que decía apareció en el techo del cuarto, negro sobre blanco:

—Luego, sencillamente, sigo adelante, añadiendo siempre una mitad. La mitad de 1/4 es 1/8, la mitad de 1/8 es 1/16, etcétera. Los quebrados que se añaden son cada vez más pequeños, hasta que son tan diminutos que ya no puedo verlos, de forma parecida a como sucedió aquella vez con el chicle compartido.

—Y puedo seguir así hasta que me salgan canas verdes. Así llegaré casi hasta el uno, pero nunca del todo.

—Sí puedes llegar. Sólo tienes que seguir hasta el infinito.

—Eso no me apetece. Al fin y al cabo estoy en cama con gripe.

—Aun así —dijo el anciano—, ahora sabes cómo sigue y qué sale. Porque tú puedes cansarte, pero los números nunca.

Arriba en el techo la raya desapareció, y se pudo leer:

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