El Emperador (5 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

—Para usted —dijo Kilian, sacando la caña de su agujero y plantándola en el sillón del pescador.

Murgatroyd salió de la sombra y se sentó en el sillón. Sujetó la contera de la caña en su sitio y agarró fuertemente el asidero de corcho con la mano izquierda. El rodete, un gran «Penn Senator» que parecía un barrilillo de cerveza, seguía rodando vivamente. El hombre empezó a cerrar el mecanismo de control.

Aumentó la tensión sobre su banco y la caña se arqueó. Pero el sedal siguió deslizándose.

—Apriete —dijo Kilian—, o él se llevará todo el hilo.

El director de Banco contrajo el bíceps y apretó más el freno. La punta de la caña se inclinó más y más, hasta quedar al nivel de sus ojos. El sedal redujo la velocidad, pero volvió a deslizarse. Kilian se inclinó para observar el control. Las marcas de los anillos interior y exterior estaban casi frente a frente.

—Ese truhán está ejerciendo una tensión de cuarenta kilos —dijo—. Tendrá que apretar un poco más.

A Murgatroyd empezaba a dolerle el brazo, y sus dedos se ponían rígidos sobre el asidero de corcho. Hizo girar el control hasta que las dos marcas gemelas coincidieron exactamente.

—Basta —dijo Kilian—. Esto representa 100 kilos. El límite. Sujete fuerte la caña con ambas manos.

Con un sentimiento de alivio, Murgatroyd llevó la otra mano a la caña, sujetó ésta con ambas, apoyó las suelas de sus zapatos en el peto de popa, tensó los músculos de los muslos y de las pantorrillas y se echó atrás. No ocurrió nada. La parte inferior de la caña estaba vertical entre sus muslos, mientras que la punta señalaba la estela. Y el sedal seguía deslizándose, despacio pero continuamente. La reserva de hilo del tambor menguaba ante sus ojos.

—¡Jesús! —exclamó Kilian—. Es un pez gordo. Está tirando a más de 50, como si nada. Aguante, hombre.

Su acento sudafricano se hacía más pronunciado con la excitación. Murgatroyd tensó de nuevo las piernas, cerró los dedos con fuerza, contrajo las muñecas, los antebrazos y los bíceps, encogió los hombros, bajó la cabeza y siguió aguantando. Nadie le había pedido, hasta entonces, que aguantase una tensión de 50 kilos. Al cabo de tres minutos, el carrete' dejó al fin de girar. Fuese lo que fuere lo que estaba allá abajo, se había llevado 600 metros de sedal.

—Será mejor que le pongamos las correas —dijo Kilian.

Pasó una correa sobre cada hombro de Murgatroyd. Rodeó su cintura con otras dos y levantó otra, más ancha, entre los muslos. Sujetó las cinco con una hebilla central, sobre la panza, y las puso bien prietas. Esto aliviaba un poco las piernas, pero las correas se hincaban delante de los hombros, sobre la camisa de algodón. Por primera vez, advirtió Murgatroyd lo fuerte que era allí el sol. La parte superior de sus muslos desnudos empezó a escocerle.

El viejo Patient se había vuelto, sujetando la rueda con una sola mano. Había observado desde el principio el deslizamiento del sedal. Dijo, simplemente:

—Pez espada.

—Está usted de suerte —dijo Kilian—. Parece que ha enganchado un pez espada.

—¿Es bueno? —preguntó Higgins, que había palidecido.

—Es el rey de la pesca deportiva —contestó Kilian—. Hay hombres ricos que vienen aquí todos los años y gastan montones de dinero en el deporte, y nunca pescan un pez espada. Pero luchará, como nunca vio usted luchar en la vida.

Aunque el sedal había dejado de deslizarse y el pez nadaba detrás de la barca, éste no había cesado de tirar. La punta de la caña seguía arqueada sobre la estela. El pez ejercía una tensión de 3a 45 kilos.

Los cuatro hombres observaban en silencio, mientras Murgatroyd seguía aguantando. Durante cinco minutos, sujetó con fuerza la caña; el sudor brotaba de su frente y de sus mejillas y rodaba en gotas hasta el mentón. Después, la punta de la caña se alzó poco a poco, al aumentar el pez su velocidad para aflojar la tensión del anzuelo en su boca. Kilian se agachó junto a Murgatroyd y empezó a darle instrucciones, como un profesor de aviación a su discípulo antes del primer vuelo a solas.

—Enrolle ahora —dijo—, despacio pero con firmeza. Reduzca la tensión a 40 kilos; en beneficio de usted, no de él. Cuando dé un tirón, cosa que hará, déjele marchar y ponga el control a 50. No trate de cobrar hilo mientras esté luchando; rompería el sedal como si fuese de algodón. En cambio, si nada en dirección a la barca, enrolle lo más aprisa que pueda. No deje nunca que el hilo se afloje, o tratará de escupir el anzuelo.

Murgatroyd hizo lo que el otro le decía. Consiguió enrollar 50 metros de hilo antes de que el pez diese un tirón. Cuando lo hizo, casi arrancó la caña de las manos del hombre. Murgatroyd tuvo el tiempo justo de llevar la otra mano al asidero y sujetar la caña con ambos brazos. El pez arrastró otros 100 metros de sedal antes de detenerse en su carrera y empezar de nuevo a seguir la barca.

—Hasta ahora, se ha llevado seiscientos cincuenta metros de hilo —dijo Kilian—. Y sólo tiene usted ochocientos.

—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó entre dientes Murgatroyd.

El sedal se aflojó y el hombre volvió a enrollar.

—Rezar —dijo Kilian—. Si la tensión pasa de 50 kilos, no podrá retenerle. Y si se agota todo el hilo del tambor, lo romperá sencillamente.

—Hace mucho calor —dijo Murgatroyd.

Kilian miró sus shorts y su camisa.

—Se va a asar —dijo—. Espere un momento. Se quitó sus propios pantalones deportivos y des lizó sucesivamente ambas perneras sobre las perneras de Murgatroyd. Después, tiró del pantalón lo más arriba que pudo. Las correas impedían que llegase a la cintura de Murgatroyd, pero, al menos, sus piernas y sus muslos estaban cubiertos. El alivio fue inmediato. Kilian sacó de la cabina un suéter de mangas largas. Olía a sudor y a pescado.

—Voy a pasarle esto por la cabeza —dijo—, pero no se lo podrá poner si no soltamos las correas durante unos segundos. Esperemos que el pez no arranque en estos instantes.

Tuvieron suerte. Kilian soltó las dos correas de los hombros y tiró del suéter hasta la cintura de Murgatroyd. Después, volvió a sujetar aquéllas. El pez seguía a la barca; el sedal estaba tirante, pero la tensión no era muy fuerte. Gracias al suéter, los brazos dejaron de dolerle a Murgatroyd. Kilian se volvió en redondo. Desde su asiento, el viejo Patient le alargaba su sombrero de ala ancha. Kilian lo puso sobre la cabeza de Murgatroyd. La franja de sombra protegía sus ojos y era un nuevo alivio, pero la piel de su cara estaba ya roja e irritada. El reflejo del sol sobre el mar puede quemar más que el propio sol.

Murgatroyd aprovechó la pasividad del pez espada. Había cobrado cien metros, aunque los dedos le dolían a cada vuelta de la manivela, pues todavía había una tensión de 20 kilos en el sedal, cuando el pez tiró de nuevo. Recobró sus cien metros en treinta segundos, y la tensión volvió a subir a kilos. Murgatroyd encorvó los hombros y aguantó. Las correas parecían morderle la carne donde le tocaban. Eran las diez de la mañana.

En la hora siguiente, empezó a saber lo que era el dolor. Tenía los dedos agarrotados. Le dolían las muñecas, y los antebrazos enviaban espasmos hasta sus hombros. Los bíceps estaban contraídos, y los hombros, lastimados. A pesar de los pantalones y del suéter, el sol empezaba a tostar de nuevo su piel. Tres veces, en aquella hora, cobró cien metros de sedal, y otras tantas veces los recuperó el pez con sus tirones.

—No creo que pueda aguantar mucho más —dijo, apretando los dientes.

Kilian estaba en pie a su lado, con una lata abierta de cerveza helada en la mano. Él llevaba ahora las piernas descubiertas, pero oscurecidas por años de exposición al sol. No parecían dolerle.

—Aguante, hombre. La batalla consiste en esto. Él tiene la fuerza, usted los aparejos y la astucia. Aparte de esto, es cuestión de aguante; el suyo contra el de él.

Poco después de las doce, el pez espada se dejó ver por vez primera. Murgatroyd lo había acercado a 500 metros. La barca se mantuvo un segundo en la cresta de una ola. Allá abajo, el pez emergió en el costado de una hondonada de agua verde, y Murgatroyd se quedó boquiabierto. El afilado pico de aguja de la mandíbula superior apuntó al cielo; debajo, la mandíbula inferior colgaba abierta. Por encima y detrás de los ojos, la aleta dorsal, parecida a la cresta de un gallo, estaba desplegada y erecta. Su cuerpo resplandecía y, al retirarse la ola de la que había surgido, pareció aguantarse de pie, sobre su cola en media luna. El corpachón se estremeció, como si caminase sobre la cola. Por un instante estuvo allí, mirándoles fijamente sobre la espuma. Después, cayó hacia atrás, engullido por otra pared movible, y se hundió en su oscuro mundo. El viejo Patient fue el primero en romper el silencio.


C'est l'Empereur
—dijo.

Kilian giró en redondo.


Vous êtes sure
? —preguntó.

El viejo asintió con la cabeza.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Higgins.

Murgatroyd contemplaba fijamente el sitio donde había desaparecido el pez. Después, poco a poco y con firmeza, empezó a enrollar de nuevo.

—Es un pez conocido en estos parajes —dijo Kilian—. Si es realmente él, y no sé que el viejo se haya equivocado nunca, es un pez espada azul, considerado como el que tiene el récord del mundo, con 600 kilos, y esto quiere decir que debe ser viejo y astuto. Le llaman
el Emperador
. Es como una leyenda para los pescadores.

—Pero, ¿cómo pueden conocer un pez particular? —inquirió Higgins—. Todos parecen iguales.

—Éste fue atrapado dos veces —dijo Kilian—. Y las dos veces se escapó. Pero la segunda vez estaba cerca de la barca, frente a la Riviére Noire. Vieron que el primer anzuelo colgaba de su boca. Entonces rompió el sedal en el último momento y se llevó otro anzuelo consigo. Cada vez que fue enganchado, se irguió sobre la cola y todos pudieron verle bien. Incluso hubo uno que le fotografió cuando estaba en el aire, y por esto le conocen. Yo no podría identificarle a quinientos metros de distancia, pero Patient, a pesar de sus años, tiene ojos de lince.

A mediodía, Murgatroyd parecía viejo y enfermo. Estaba sentado, inclinado sobre su caña, en un mundo exclusivo de él, solo con su dolor y con una determinación interior como no había sentido jamás. Las palmas de ambas manos rezumaban agua de las ampollas reventadas, y las correas mojadas de sudor se hincaban cruelmente en los tostados hombros. Pero él agachaba la cabeza y hacía girar el rodete.

A veces se enrollaba fácilmente el hilo, como si el pez se tomase también un rato de descanso. Cuando cesaba la tensión del sedal, Murgatroyd sentía un alivio tan exquisito que más tarde no podría describir. Pero, cuando la caña se doblaba y tenía que contraer de nuevo los doloridos músculos para luchar contra el pez, el dolor era algo inimaginable.

Murgatroyd sacudió la cabeza. Tenían los labios agrietados por el sol y el agua salada.

—Mire, amigo, está usted hecho polvo. Lleva tres horas en esto, y no está lo bastante preparado. No hace falta que se mate. Si necesita ayuda o un poco de descanso, sólo tiene que decirlo.

Murgatroyd sacudió la cabeza. Tenía los labios agrietados por el sol y el agua salada.

—Ese pez es mío —dijo—. Déjeme en paz.

La batalla prosiguió, mientras el sol martillaba la cubierta. El viejo Patient seguía encaramado en su alto asiento como un viejo corvejón castaño, con una mano en la rueda del timón, manteniendo el motor justo por encima del punto muerto, con la cabeza vuelta para observar la estela y descubrir cualquier señal de
el Emperador
. Jean-Paul, que había ya recogido y guardado las otras cañas, estaba acurrucado a la sombra del cobertizo. A nadie le interesaba ya el bonito, y los sedales inútiles sólo hubiesen servido de estorbo. Higgins había sucumbido al fin a la marea y estaba sentado con la cabeza gacha sobre un cubo en el que había devuelto los bocadillos que había tomado para el almuerzo y dos latas de cerveza. Kilian, sentado delante de él, daba cuenta de su quinta cerveza fría. De vez en cuando, echaba una mirada al doblado espantapájaros, con su sombrero indígena, en el sillón giratorio, v escuchaba el susurro estridente del sedal al enrollarse o el desesperante zumbido del mismo al ceder de nuevo.

El pez espada estaba a 300 metros cuando apareció por segunda vez. Ahora, la barca estaba en un seno entre dos olas, y
el Emperador
rompió la superficie de cara a ellos. Emergió en un salto sorprendente, sacudiendo el agua de su espalda. El arco descrito al saltar el pez hizo que el sedal se aflojase de pronto. Kilian se puso en seguida en pie.

—Recoja hilo —gritó—, o escupirá el anzuelo. Los cansados dedos de Murgatroyd dieron vueltas a la manivela del tambor para tensar el sedal. Lo consiguió por poco. El hilo se puso tirante al sumergirse el pez. Murgatroyd había ganado 50 metros. Pero el pez los recobró. En la quieta y oscura profundidad, a varias brazas de las olas y del sol, el gran cazador pelágico, con un instinto fruto de millones de años de evolución, reaccionó al tirón de su enemigo y se sumergió, aguantando la tensión en el ángulo de su huesuda boca.

En su sillón, el pequeño director de Banco se apercibió de nuevo, apretó los doloridos dedos alrededor del asidero de corcho, sintió que las correas desgarraban sus hombros como finos alambres, pero siguió aguantando. Observó que el todavía mojado sedal de nylon se hundía, braza tras braza, ante sus ojos. Había perdido ya cincuenta metros, y el pez seguía sumergiéndose.

—Tendrá que volverse y subir de nuevo —dijo Kilian, mirando por encima del hombro de Murgatroyd—. Entonces será el momento de darle a la manivela.

Se inclinó para mirar aquella cara roja como un ladrillo y que se estaba desollando. Dos lágrimas brotaron de los ojos medio cerrados y rodaron por las fláccidas mejillas de Murgatroyd. El sudafricano apoyó amablemente una mano en su hombro.

—Escuche —dijo—, ya no puede más. ¿Por qué no me deja el sitio durante una horita? Después podrá encargarse de la última parte, cuando él esté cerca y a punto de rendirse.

Murgatroyd observó el sedal, que ahora se deslizaba más despacio. Abrió la boca para hablar. Pero se abrió también una grieta de su labio, y un hilillo de sangre resbaló hasta su mentón. El asidero de corcho se había vuelto escurridizo, a causa de la sangre de las palmas de las manos.

—El pez es mío —gruñó—. Mío. Kilian se irguió.

—Está bien, señor inglés, el pez es suyo —admitió.

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