El policía parecía desconcertado. Al fin, dijo:
—Muy bien, señor; en tal caso, debo pedirle que me acompañe.
Entretanto, había llegado a Heath Street un automóvil «Panda», llamado por el agente cinco minutos antes. Éste sostuvo una breve conversación con los dos policías uniformados del coche, y se sentó con Chadwick en los asientos de atrás. El automóvil les llevó en dos minutos a la Comisaría local. Chadwick fue conducido a presencia del sargento de guardia. Guardó silencio mientras el joven guardia explicaba al sargento lo ocurrido. El sargento, viejo veterano cargado de paciencia, contempló a Chadwick con cierto interés.
—¿Quién es el hombre a quien pegó? —preguntó al fin.
—Mr. Gaylord Brent —contestó Chadwick.
—No le es a usted simpático, ¿verdad? —preguntó el sargento.
—No mucho —admitió Chadwick.
—¿Por qué llamó al agente y le dijo que usted lo había hecho? —preguntó el sargento.
Chadwick se encogió de hombros.
—Es la ley, ¿no? Se ha vulnerado la ley. Había que informar a la Policía.
—Una idea digna de encomio —reconoció el sargento. Se volvió al agente—. ¿Es grave la lesión de Mr. Brent?
—No lo creo —dijo el joven policía—. Parecía más bien un golpecito en la jeta.
El sargento suspiró.
—Dirección —pidió—. El agente se la dio—. Esperen aquí —dijo el sargento.
Se retiró a una habitación interior. El número de teléfono de Gaylord Brent no figuraba en la guía, pero el sargento lo obtuvo del servicio de Información. Llamó. Volvió al cabo de un rato.
—Mr. Gaylord Brent no parece deseoso de llevar el asunto adelante —dijo.
—No se trata de esto —dijo Chadwick—. Mr. Brent no es nadie para entorpecer la acción de la justicia. No estamos en Norteamérica. Lo cierto es que se ha cometido una agresión, vulnerando las leyes del país, y corresponde a la Policía decidir si hay que proceder contra el autor del hecho.
El sargento le miró con disgusto.
—Sabe algo de leyes, ¿eh, señor?
—He leído un poco —afirmó Chadwick.
—Como todos —suspiró el sargento—. Pero la Policía podría decidir no mantener la acusación.
—Si es así, no tengo más remedio que decirle que, si no la mantiene, volveré allí y repetiré la agresión —dijo Chadwick.
El sargento tomó lentamente un pliego de impresos para denuncias.
—Entonces, no hay más que hablar —dijo—. ¿Nombre?
Bill Chadwick dio su nombre y su dirección y fue conducido a la sala de interrogatorios. Allí, se negó a prestar declaración y dijo solamente que deseaba explicar su acción al magistrado, a su debido tiempo. Lo escribieron a máquina en una hoja, y él firmó ésta. Entonces fue formalmente acusado; el sargento le señaló una fianza de 100 libras y le citó para comparecer ante el tribunal de North London a la mañana siguiente. Después de lo cual, le dejaron marchar.
El día siguiente compareció a la vista preliminar. Ésta sólo duró dos minutos. Chadwick rehusó hacer alegaciones, sabiendo que esta negativa tenía que ser interpretada por el tribunal como indicación de que, llegado el momento, podía declararse inocente. Fue citado para dos semanas después y se aumentó la fianza en otras 100 libras. Como sólo era una vista preliminar, Mr. Gaylord Brent no estuvo presente en la sala. Como era un caso de agresión vulgar, la noticia sólo ocupó unas líneas en el periódico local. Y, como nadie del distrito donde vivía Bill Chadwick leía aquel periódico, la noticia pasó inadvertida.
Pero, en la semana anterior al juicio, los directores de la sección de noticias de los principales periódicos de la tarde y del domingo de Fleet Street y sus alrededores, recibieron sendas llamadas telefónicas.
En todos los casos, el informador anónimo comunicó al director que el eminente investigador del
Courier
, Gaylord Brent, comparecería ante el tribunal de North London el lunes próximo, en una causa por agresión seguida de oficio contra
William Chadwick
, y que recomendaba al director, en su propio interés, que enviase a uno de sus reporteros, en vez de limitarse a recoger la información de la «Press Association».
La mayoría de los directores comprobaron la lista de juicios señalados por el tribunal para aquel día, confirmaron que el nombre de Chadwick figuraba en ella, y enviaron un reportero. Nadie sabía de qué se trataba exactamente, pero todos esperaban que fuese algo interesante. A semejanza de lo que ocurre en el movimiento sindical, la teoría de la camaradería en Fleet Street dista bastante de la solidaridad en la práctica.
Bill Chadwick compareció a las 10 en punto de la mañana, y le dijeron que esperase a que le llama sen para el juicio. Esto ocurrió a las once y cuarto. Cuando entró en la sala, una rápida mirada a los bancos de la Prensa confirmó su presunción de que estarían llenos a rebosar. No había advertido que Gaylord Brent, citado como testigo, estaba sentado fuera de la sala, en uno de los bancos del vestíbulo principal. Según la ley inglesa, ningún testigo puede entrar en la sala del tribunal antes de que le llamen para prestar declaración. Sólo después de haber declarado puede sentarse en el fondo de la sala y presenciar el resto del juicio. Esto sumió a Chadwick en una momentánea perplejidad. Resolvió el problema declarándose inocente.
Rehusó el magnánimo ofrecimiento del juez de suspender nuevamente el juicio para que pudiese nombrar un abogado defensor, y explicó que deseaba defenderse él mismo. El juez se encogió de hombros, pero accedió.
El fiscal expuso los hechos, o al menos lo que sabía de ellos, e hizo que algunos arquearan las cejas cuando dijo que el propio Chadwick había acudido al agente Clarke aquella mañana, en Hampstead, para denunciar la agresión. Sin más preámbulos, llamó al agente Clarke a prestar declaración.
El joven policía prestó juramento y refirió la detención. El juez preguntó a Chadwick si quería repreguntar al testigo. Chadwick rehusó hacerlo. El juez repitió su pregunta, y él rehusó de nuevo. El agente Clarke bajó del estrado y fue a sentarse en el fondo de la sala. Entonces llamaron a Gaylord Brent. Éste subió al estrado y prestó juramento. Chadwick se levantó.
—Señoría —dijo al juez, con voz clara—, he estado reflexionando y deseo cambiar mi primera manifestación. Me declaro culpable.
El juez le miró fijamente. El fiscal, que se había levantado para interrogar al testigo, se sentó. Gaylord Brent, en el sillón de los testigos, guardó silencio.
—Bueno —dijo el juez—. ¿Está usted seguro, Mr. Chadwick?
—Sí, Señoría; Completamente seguro.
—Mr. Cargill, ¿tiene usted algo que oponer? —preguntó el juez al fiscal.
—Nada, Señoría —contestó Cargill—. Debo presumir que el acusado reconoce los hechos tal como los he expuesto.
—Los reconozco —asintió Chadwick, desde el banquillo—. Reflejan exactamente lo ocurrido.
El juez se volvió a Gaylord Brent.
—Siento que le hayamos molestado, Mr. Brent —dijo—, pero creo que ya no le necesitaremos como testigo. Puede abandonar la sala o sentarse en los bancos de atrás.
Gaylord Brent asintió con la cabeza y bajó del estrado. Saludó con otro movimiento de cabeza a los bancos de 'a Prensa y fue a sentarse junto al agente de Policía que había prestado declaración. El juez se dirigió a Chadwick.
—Mr. Chadwick, usted se ha confesado culpable. Esto quiere decir que reconoce haber agredido a Mr. Brent. ¿Quiere llamar a algún testigo en su defensa?
—No, Señoría.
—Si quiere, puede aportar testigos de buena conducta, o declarar usted mismo, si hay alguna circunstancia atenuante.
—No deseo aportar ningún testigo. Señoría —dijo Chadwick—. En cuanto a las circunstancias atenuantes, quisiera hacer una declaración.
—Está en su derecho —dijo el juez.
—Señoría, hace seis semanas, Mr. Gaylord Brent publicó este artículo —dijo Chadwick, levantándose y sacando del bolsillo un recorte de periódico— en el
Sunday Courier
, que es el periódico para el que trabaja. Ruego a Su Señoría que lo lea.
Un ujier se adelantó, tomó el recorte y se acercó al juez.
—¿Tiene esto algo que ver con la causa que se está debatiendo? —preguntó el magistrado.
—Sí, señor. Tiene mucho que ver.
—Muy bien —dijo el juez, que tomó el recorte de manos del ujier y lo leyó rápidamente. Cuando hubo terminado, lo dejó y dijo—: Visto.
—En ese artículo —explicó Chadwick— Gaylord Brent me hizo víctima de una cruel difamación que me causó un enorme perjuicio. Su Señoría habrá observado que el artículo se refiere a una compañía que mercantilizó un producto y después quebró, defraudando a numerosas personas en sus inversiones. Desgraciadamente, yo fui uno de los comerciantes que, como otros muchos, creí que se trataba de una compañía sólida y con un producto de confianza, y me vi defraudado por ella. La verdad es que mi error también me costó dinero; pero no fue más que un error. En ese artículo, nacido de la nada, se me acusó sin fundamento de una mal establecida complicidad en el asunto, y, lo que es peor, fui acusado por un descuidado, perezoso e incompetente chupatintas que ni siquiera pudo molestarse en hacer debidamente su trabajo.
Hubo un rumor en la sala y, después, una pausa. Después de ésta, los lápices empezaron a moverse frenéticamente sobre las hojas de papel pautado, en los bancos de la Prensa.
El fiscal se levantó.
—¿Cree Su Señoría que esto tiene algo que ver con las circunstancias atenuantes? —preguntó, en tono gemebundo.
—Puedo asegurar a Su Señoría —terció Chadwick— que sólo estoy tratando de explicar los antecedentes del caso. Creo, sencillamente, que Su Señoría podrá juzgar mejor la infracción si conoce sus motivos.
El juez observó unos momentos a Chadwick.
—El acusado está en su derecho —dijo—. Prosiga.
—Gracias, Señoría —dijo Chadwick—. Bueno, si ese caballero que se hace llamar periodista se hubiese tomado la molestia de ponerse al habla conmigo antes de escribir ese montón de basura, yo habría podido mostrarle mis archivos, mis cuentas y mis documentos bancarios, para demostrarle, sin lugar a dudas, que había sido tan engañado como los compradores. Y que había perdido grandes cantidades en la operación. Pero él no podía molestarse en ponerse en contacto conmigo, a pesar de que mi teléfono figura en la sección alfabética de la guía telefónica y en las páginas amarillas. Por lo visto, detrás de su pantalla de orgullosa competencia, ese intrépido investigador prefiere escuchar los chismes de café a comprobar los hechos…
Gaylord Brent, rojo de ira, se levantó en el fondo de la sala.
—¡Eh! Escuche… —gritó.
—¡
Silencio
! —rugió el ujier, poniéndose también en pie—. ¡
Silencio en la Sala
!
—Comprendo su irritación, Mr. Chadwick —terció el juez—, pero todavía me pregunto qué tiene esto que ver con las circunstancias atenuantes.
—Señoría —dijo humildemente Chadwick—, sólo apelo a su sentido de la justicia. Cuando un hombre que siempre ha llevado una vida pacífica y observado la ley golpea de pronto a otro ser humano, creo que deben conocerse los motivos de una acción tan anómala. Pienso que éstos deben influir en el juicio del hombre encargado de dictar sentencia.
—Está bien —admitió el juez—, explique sus motivos. Pero, por favor, modere su lenguaje.
—Lo haré —dijo Chadwick—. Después de la publicación de ese fárrago de embustes, disfrazados de periodismo serio, mi negocio se vio gravemente afectado. Resultó que algunos de mis asociados, ignorantes de que los datos expuestos por Mr. Gaylord Brent no eran fruto de una investigación a fondo, sino del fondo de una botella de whisky, estaban dispuestos a creer todas aquellas falsedades.
En el fondo de la sala, Gaylord Brent estaba fuera de sí.
Dio un codazo al policía sentado a su lado.
—No puede continuar así, ¿verdad?
—Cállese —dijo el policía.
Brent se levantó.
—Señor juez —gritó—, quisiera decir…
—¡
Silencio
! —gritó el ujier.
—Si hay más interrupciones por parte del público, mandaré expulsar al responsable —dijo el magistrado.
—Por esto, señor —prosiguió Chadwick—, empecé a reflexionar. Me pregunté con qué derecho podía un payaso mal informado, demasiado perezoso para comprobar sus afirmaciones, ocultarse detrás de los procedimientos legales y de los recursos financieros de que dispone un periódico importante, y desde este ventajoso punto, arruinar a un hombre modesto al que ni siquiera se tomó el trabajo de conocer; un hombre que ha trabajado de firme toda su vida y tan honradamente como ha podido.
—Hay otros recursos contra una presunta difamación —observó el juez.
—Ciertamente, Señoría —dijo Chadwick—, pero Su Señoría debe saber, como hombre de leyes que es, que pocas personas pueden hoy en día cargar con los enormes gastos necesarios para luchar contra el poder de un periódico nacional. Por consiguiente, traté de ver al director para explicarle, con hechos y documentos, que su empleado había estado completamente equivocado y ni siquiera se había esforzado en ser veraz. Pero él se negó en redondo a recibirme. Entonces quise ver personalmente a Gaylord Brent, y, dado que en su oficina no me lo permitieron, fui a visitarle a su casa.
—¿Para pegarle en la nariz? —inquirió el magistrado—. Pudo ser usted gravemente difamado, pero esto no excusa la violencia.
—¡Oh, no, señor! —exclamó Chadwick, sorprendido—. No fui con la intención de pegarle, sino de discutir con él. Fui a pedirle que estudiase las pruebas y se convenciese de que lo que había escrito era falso.
—¡Ah! —exclamó el juez, con interés—. Por fin salió el motivo. ¿Fue a su casa a pedirle una rectificación?
—Exactamente, Señoría —dijo Chadwick.
Sabía, igual que el fiscal, que, al no estar declarando bajo juramento, no podía ser repreguntado.
—¿Y por qué no discutió con él? —preguntó el juez.
Chadwick encogió los hombros.
—Lo intenté —dijo—. Pero él me trató con el mismo desdén que me habían tratado en las oficinas del periódico. Sabía que yo era un hombre modesto, vulgar; que no podía luchar contra el poderoso
Courier
.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó el juez.
—Confieso que algo explotó dentro de mí —respondió Chadwick—. Hice una cosa imperdonable. Le di un puñetazo en la nariz. Por única vez en mi vida, perdí el control.