Ni siquiera a la luz de la fogata advirtieron la presencia de un viejo que les observaba a través de la valla de cadenas.
El capataz acabó de revisar el rectángulo de cemento nuevo y llegó al extremo del solar donde había estado la antigua valla del fondo.
Miró a sus pies.
—¿Qué es esto? —preguntó—. Esto no es nuevo. Es viejo.
Señalaba una plancha de cemento de unos 2 x 0,60 metros.
—Era el suelo del antiguo gallinero —dijo el obrero que había extendido la capa de cemento por la mañana.
—¿No lo cubriste con una nueva capa? —preguntó el capataz.
—No. Habría elevado demasiado el nivel del suelo en este sitio. Y, al extender el alquitrán, habría quedado una protuberancia desastrosa.
—Si hay algún defecto, el patrón nos hará rehacer el trabajo y nos lo hará pagar —observó malhumorado, el capataz.
Se alejó unos pasos y volvió con una pesada barra de hierro puntiaguda. Levantándola sobre la cabeza, la dejó caer de punta sobre la vieja plancha de cemento. La barra rebotó.
El capataz lanzó un gruñido.
—Está bien, es bastante sólida —concluyó. Y, volviéndose hacia el bulldozer que esperaba, hizo una seña—. Llena esto, Michel.
La pala del bulldozer se hincó detrás del montón de humeante macadam y empujó la ardiente montaña, derramando el material como suave y húmedo azúcar, sobre el rectángulo de cemento. A los pocos minutos, el suelo gris se había convertido en negro, y el macadam quedó dispuesto para que el rodillo mecánico, que estaba detrás de los esparcidores, terminase el trabajo. Al extinguir la última luz del crepúsculo, el hombre se marchó a su casa y el aparcamiento quedó terminado al fin.
Detrás de la valla, el viejo dio media vuelta y se alejó renqueando. No dijo nada, nada en absoluto. Pero, por primera vez, sonrió, con una sonrisa larga y satisfecha, de puro alivio.
El teléfono sonó poco después de las ocho y media, y, como era una mañana de domingo, Bill Chadwick estaba aún en la cama. Trató de hacerse el distraído, pero el teléfono siguió sonando. Después de diez timbrazos, saltó de la cama y bajó al vestíbulo.
—¡Diga!
—Hola, Bill. Soy Henry.
Era Henry Carpenter, vecino de la misma calle, con el que tenía trato, pero no íntima amistad.
—Buenos días, Henry —saludó Chadwick—. ¿No se te pegan las sábanas los domingos por la mañana?
—Pues, no —contestó la voz—. En realidad, voy a hacer un poco de
jogging
en el parque.
Chadwick lanzó un gruñido. No era extraño, pensó. Era un tipo que nunca estaba ocioso. Bostezó.
—¿Y qué se te ofrece a hora tan temprana? —preguntó.
La voz del otro pareció apocada.
—¿Has visto los periódicos de esta mañana? —preguntó Carpenter.
Chadwick miró hacia la esterilla del vestíbulo, donde estaban sus dos periódicos sin abrir.
—No —dijo—. ¿Por qué?
—¿Recibes el
Sunday Courier
? —preguntó Carpenter.
—No —dijo Chadwick.
Hubo una larga pausa.
—Creo que deberías echar un vistazo al de hoy —sugirió Carpenter—. Hay algo que se refiere a ti.
—¡Oh! —dijo Chadwick, con creciente interés—. ¿Qué dice?
Carpenter pareció aún más apocado. Su confusión se advertía en el tono de su voz. Sin duda había pensado que Chadwick habría leído el artículo y podría comentarlo con él.
—Bueno, será mejor que lo leas tú mismo, amigo —dijo Carpenter, y colgó el teléfono.
Chadwick contempló el zumbador aparato y colgó a su vez. Como cualquier persona que se entera de que ha sido mencionada en un artículo periodístico que no ha leído, sintió viva curiosidad.
Volvió a su dormitorio con el
Express
y el
Telegraph
, los dio a su esposa y empezó a ponerse los pantalones y un suéter de cuello alto sobre el pijama.
—¿Adónde vas? —preguntó su esposa.
—Sólo a comprar otro periódico. Henry Carpenter me ha dicho que trae algo acerca de mí.
—¡Oh! Por fin llegó la fama —dijo su mujer—. Prepararé el desayuno.
En la tienda de periódicos de la esquina quedaban dos ejemplares del
Sunday Courier
, un pesado y grueso periódico escrito, en opinión de Chadwick, por unos engreídos para los engreídos. Hacía frío en la calle, y por esto se abstuvo de hojear sus numerosas secciones y suplementos, prefiriendo dominar su curiosidad durante unos minutos más y hacerlo en la comodidad de su propia casa. Cuando entró de nuevo en ella, su esposa tenía preparados el zumo de naranjas y el café sobre la mesa de la cocina.
Al abrir el periódico, se dio cuenta de que Carpenter no le había dado el número de la página, por lo que empezó por la sección de noticias generales. Terminó con ella al tomar la segunda taza de café y se saltó las secciones de arte y cultura y de deportes. Quedaban el suplemento en colores y la sección comercial. Dado que él era un modesto empresario en las afueras de Londres, miró en esta sección.
En la tercera página, un nombre llamó su atención; no era el suyo, sino el de una compañía que había quebrado recientemente y con la que había sostenido una breve pero, en definitiva, costosa relación. El artículo figuraba en una columna que blasonaba de su seriedad investigadora.
Mientras leía el artículo, dejó su taza de café y se quedó boquiabierto.
—No puede decir esto de mí —murmuró—. No es verdad.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó su esposa.
Saltaba a la vista que le inquietaba la expresión pasmada del semblante de su marido. Éste, sin decir palabra, le pasó el periódico, doblado de manera que pudiese ver inmediatamente el artículo. Ella lo leyó cuidadosamente y lanzó una sola y breve exclamación al llegar a la mitad.
—Es terrible —dijo, cuando hubo terminado—. Ese hombre da a entender que tuviste algo que ver con un fraude.
Bill Chadwick se había levantado y paseaba arriba y abajo de la cocina.
—No lo da a entender —dijo, dominado ahora por la ira—, sino que lo dice sin ambages. La conclusión es evidente. ¡Maldita sea! Fui víctima de esa gente, no un socio conocedor de lo que se traían entre manos. Vendí sus productos de buena fe. Y su quiebra me ha costado tanto como a los demás.
—¿Puede perjudicarte esto, querido? —preguntó su esposa, con semblante preocupado.
—¿Perjudicarme? Puede arruinarme. Y no es verdad. Ni siquiera he visto nunca al hombre que ha escrito eso. ¿Cómo se llama?
—Gaylord Brent —contestó su esposa, leyendo la firma del artículo.
—No le conozco. Y no se tomó el trabajo de entrevistarse conmigo para comprobar su información. No puede decir esas cosas de mí.
Esto fue lo mismo que le dijo a su abogado el lunes por la tarde. El abogado expresó el natural disgusto por lo que había leído y escuchó con simpatía la explicación de Chadwick sobre lo que había ocurrido realmente en su asociación con la ahora liquidada compañía mercantil.
—Partiendo de lo que usted dice, es indudable que este artículo contiene una difamación contra usted —dijo.
—Entonces, tendrán que retractarse y pedirme disculpas —observó acaloradamente Chadwick.
—En principio, sí —dijo el abogado—. Creo que, para empezar, lo mejor será que yo escriba al director del periódico en su nombre, expresándole nuestra opinión de que ha sido usted difamado por su colaborador y exigiéndole una reparación/en forma de retractación y disculpa, desde luego en lugar destacado.
Y esto fue lo que hizo. Durante dos semanas, no hubo contestación del director del
Sunday Courier
. Durante dos semanas, tuvo Chadwick que soportar las miradas de sus pocos empleados y evitar, cuando podía, los contactos con otros empresarios. Dos contratos que había esperado conseguir se le escaparon de las manos.
Por fin, el abogado recibió una carta del
Sunday Courier
. La firmaba un secretario, en nombre del director, y su tono era de cortés rechazamiento.
El director, decía la carta, había estudiado atentamente la carta del abogado en interés de Mr. Chadwick, y estaba dispuesto a
considerar
la publicación de una carta de Mr. Chadwick en la columna de correspondencia, siempre, naturalmente, previa autorización del propio director.
—En otras palabras, que la harían trizas —dijo Chadwick, sentado de nuevo ante su abogado—. Es un carpetazo, ¿no?
El abogado reflexionó un momento. Resolvió ser franco. Conocía a su cliente desde hacía muchos años.
—Sí —dijo—, lo es. Sólo una vez tuve que tratar con un periódico nacional sobre un asunto de esta clase, pero esta carta es una respuesta muy corriente. Aborrecen publicar retractaciones y, sobre todo, pedir disculpas.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó Chadwick.
El abogado hizo un ademán.
—Existe el Consejo de Prensa —respondió—. Puede presentarles una queja.
—¿Y qué harían?
—Poca cosa. Generalmente, sólo admiten alegaciones contra los periódicos cuando se puede demostrar que se ha causado un perjuicio innecesario, debido a negligencia del periódico o a un error patente por parte del reportero. También suelen rechazar las quejas por calumnia manifiesta, por ser de competencia de los tribunales. En cualquier caso, sólo pueden amonestar al periódico; nada más.
—¿No puede el Consejo obligar a una retractación y a una disculpa?
—No.
—Entonces, ¿qué nos queda?
El abogado suspiró.
—Temo que sólo podemos ir a un pleito. Entablar una demanda ante el Tribunal, por difamación, y reclamando daños y perjuicios. Desde luego, si presentamos la demanda, es posible que el periódico resuelva no formular oposición y publicar la disculpa que usted exige.
—¿Lo haría?
—Tal vez sí, y tal vez no.
—Pero tendría que hacerlo. El caso está clarísimo.
—Permítame que le sea franco —dijo el abogado—. En cuestiones de difamación, no existen los casos claros. En primer lugar, no existe una ley sobre difamación. Mejor dicho, estos casos se rigen por el derecho común, por un montón de precedentes legales establecidos durante siglos. Estos precedentes se prestan a diferentes interpretaciones, y su caso, como cualquier otro, diferirá de los anteriores en pequeños matices o detalles.
En segundo lugar, se discute en estos casos sobre un conocimiento, sobre un estado mental, sobre lo que pensaba un hombre en un momento dado y, por consiguiente, sobre su intencionalidad, como opuesta a la ignorancia y por ende a la intención. ¿Me sigue usted?
—Sí, creo que sí —dijo Chadwick—. Pero no tendré que demostrar mi inocencia, ¿verdad?
—Pues sí —contestó el abogado—. Usted sería el demandante, y el periódico, el director y Mr. Gaylor Brent, los demandados. Usted tendría que demostrar su absoluto desconocimiento de las intenciones fraudulentas de la ahora quebrada compañía, en la época en que estuvo asociado con ella; sólo así probaríamos que ha sido difamado por la sugerencia de su implicación en el caso.
—¿Me aconseja que no pleitee? —preguntó Chadwick—. ¿Sugiere realmente que me resigne a que un hombre que no se ha preocupado de comprobar los hechos antes do publicarlos vierta sobre mí un cúmulo de mentiras; que acepte incluso la ruina de mi negocio, sin defenderme?
—Mr. Chadwick, tengo que serle franco. A veces se dice que nosotros, los abogados, animamos a nuestros clientes a pleitear a diestro y siniestro, porque tales acciones nos permiten devengar cuantiosos honorarios. En realidad, suele ocurrir lo contrario. Son los amigos, la esposa, los colegas del litigante, quienes le impulsan a entablar el pleito. Ellos, desde luego, no tienen que pagar las costas. Para el profano, un buen pleito es una panacea. Nosotros, los profesionales, sabemos demasiado lo que cuestan los litigios.
Chadwick reflexionó sobre la cuestión del costo de la justicia, cosa en la que había pensado raras veces.
—¿Cuánto podría costar? —preguntó a continuación, en voz baja.
—Lo bastante para arruinarle —respondió el abogado.
—Yo pensaba que, en este país, todos los hombres podían ampararse en la ley —dijo Chadwick.
—En teoría, sí —admitió el abogado—. En la práctica, es muy diferente. ¿Es usted rico, Mr. Chadwick?
—No. Tengo un pequeño negocio. En estos tiempos, significa que mi liquidez es muy escasa. He trabajado de firme toda mi vida, y voy tirando. Soy dueño de mi casa, de mi coche y de mi ropa. Tengo concertado el subsidio de vejez como trabajador autónomo, una póliza de seguro de vida y unos ahorros de unos miles de libras. Soy un hombre corriente, oscuro.
—A esto iba —dijo el abogado—. En la actualidad, sólo los ricos pueden pleitear contra los ricos, y más en los casos de difamación en los que un litigante puede ganar el pleito y tener que pagar sus propias costas. Y éstas, si el pleito es largo, y aún sin hablar de la apelación, pueden ser diez veces superiores a la indemnización por daños y perjuicios.
Los grandes periódicos, las grandes editoriales y otras empresas parecidas, tienen concertados seguros que cubren las indemnizaciones por difamación que puedan dictarse contra ellas. Pueden requerir los servicios de los abogados más eminentes del West End, los más costosos de Queen's Counsel. Por esto, cuando se enfrentan…, perdone la expresión…, con un hombre modesto, suelen rechazar todo arreglo. Con un poco de habilidad, un pleito puede alargarse cinco años o más, antes de que se dicte sentencia, y, durante este tiempo, las costas de ambas partes no paran de subir. Sólo la preparación del caso puede costar muchos miles. Y una vez ante el Tribunal, las costas se disparan como un cohete, al cobrar los abogados cuantiosos honorarios y «dietas». Entonces, el abogado puede también exigir la ayuda de un colaborador más joven.
—¿A cuánto pueden ascender las costas? —preguntó Chadwick.
—En un pleito largo, con años de preparación, y aún excluyendo una apelación posible, varias decenas de miles de libras —respondió el abogado—. Y aún hay más.
—¿Qué más debo saber? —preguntó Chadwick.
—Si usted gana y los demandados son condenados al pago de las costas, percibirá la indemnización de perjuicios limpia. Pero si el juez no hace condena de costas, cosa que sólo suelen hacer en los casos peores, tiene usted que pagar las suyas. Si pierde, el juez puede condenarle a pagar las costas de los demandados, además de las suyas propias. Incluso si usted gana, el periódico puede apelar a la sentencia. Lo cual significa doblar el importe de las costas. Y si gana usted la apelación, sin especial condena de costas, puede verse igualmente arruinado.