Diez minutos después, nos invitó a sentamos a la mesa y colocó delante de nosotros sendos tazones de porcelana, cucharas soperas y dos largas rebanadas de pan blanco y esponjoso. Por último, depositó en el centro una gran sopera de la que sobresalía un mango de acero, y nos indicó que nos sirviéramos.
Serví a Bernadette una ración de lo que resultó ser un espeso y nutritivo puré de verduras, donde dominaban las patatas, y que llenaba bien el estómago; tanto mejor. Constituía la comida de la noche, pero estaba tan buena que ambos repetimos dos veces. Ofrecí servir a Madame Preece, pero ésta no me lo permitió. Por lo visto, no era costumbre en el lugar.
—
Servez-vous, Monsieur, servez vous
—repetía, logrando que yo llenase mi tazón hasta el borde.
Apenas habían pasado cinco minutos cuando cesó el ruido de los hachazos, y, unos segundos más tarde, se abrió la puerta de atrás y entró el granjero para cenar. Me levanté para saludarle, mientras Madame le explicaba la razón de nuestra presencia; pero el hombre no mostró el menor interés por los dos desconocidos instalados en su mesa. Por consiguiente, volví a sentarme.
Era un hombre corpulento que casi tocaba el techo con la cabeza. Andaba pesadamente y daba la impresión —que después resultó acertada— de una enorme fuerza y una roma inteligencia.
Tendría, más o menos, unos sesenta años, y llevaba sus cabellos grises cortados muy cortos. Advertí que sus orejas eran muy pequeñas y que sus ojos, al mirarnos sin la menor señal de bienvenida, eran azules, inocentes, inexpresivos e infantiles.
El gigantón se sentó en su silla acostumbrada sin decir palabra, y su esposa le sirvió al momento un tazón de sopa hasta los bordes. Sus manos estaban negras de tierra y, según presumí, de otras sustancias, pero no hizo el menor intento de lavárselas. Madame Preece se sentó de nuevo, nos obsequió con otra brillante sonrisa y otro movimiento de su cabeza de pajarito, y seguimos comiendo. Por el rabillo del ojo, vi que el granjero engullía su puré, acompañándolo con grandes trozos de pan que arrancaba sin cumplidos de su hogaza.
No había conversación alguna entre marido y mujer, pero advertí que ella le dirigía miradas afectuosas e indulgentes de vez en cuando, aunque él no parecía darse cuenta.
Bernadette y yo tratamos de hablar, al menos entre nosotros. Era más para romper el enojoso silencio que para transmitirnos información.
—Espero que el coche pueda quedar reparado por la mañana —dije—. Si es algo grave, tendré que ir a la ciudad más próxima en busca de la pieza de recambio o de una grúa.
Me estremecí al pensar en las consecuencias que ello podría tener para nuestro menguado presupuesto de turistas de posguerra.
—¿Cuál es la ciudad más próxima? —preguntó Bernadette, entre dos cucharas de sopa.
Traté de recordar el mapa.
—Bergerac, si no recuerdo mal.
—¿A qué distancia está? —preguntó ella.
—Pues, unos sesenta kilómetros —le respondí.
No había mucho más que decir, y de nuevo reinó el silencio. Y éste continuó durante más de un minuto, hasta que una voz, venida no sabía yo de dónde, dijo de pronto en inglés:
—Cuarenta y cuatro.
Ambos teníamos la cabeza gacha en aquel momento, y Bernadette la levantó para mirarme. Yo estaba tan intrigado como ella. Miré a Madame Preece. Ésta sonrió encantada y siguió comiendo. Bernadette hizo un imperceptible movimiento de cabeza en la dirección del granjero. Éste seguía devorando su sopa y su pan.
—¿Decía usted…? —le pregunté.
No dio señales de haberme oído, y varias cucharadas más de sopa, acompañadas de más trozos de pan, cayeron en su buche. Después, a los veinte segundos de mi pregunta, dijo claramente en inglés:
—Cuarenta y cuatro. A Bergerac. Kilómetros. Cuarenta y cuatro.
No nos miró, sino que siguió comiendo. Yo miré a Madame Preece. Ésta sonrió feliz, como diciendo: «¡Oh, sí! Mi marido tiene talento para los idiomas.» Benardette y yo dejamos las cucharas, asombrados.
—¿Habla usted inglés? —preguntó el granjero.
Transcurrieron más segundos. Al fin, asintió con la cabeza.
—¿Nació usted en Inglaterra? —le pregunté.
El silencio se prolongó sin que llegase la respuesta. Ésta tardó cincuenta segundos.
—En Gales —contestó el hombre, y se llenó la boca con otro pedazo de pan.
Aquí debo explicar que, si no acelerase un poco el diálogo al referir esta historia, el lector se moriría de cansancio. Pero entonces no se desarrolló así. La conversación que transcurrió lentamente entre los dos tardó siglos en llegar a su fin, debido a las exageradas pausas entre mis preguntas y sus respuestas.
Al principio, pensé que él debía ser duro de oído. Pero no era esto. Oía bastante bien. Después, pensé que tal vez era un hombre sumamente receloso, astuto, que consideraba las implicaciones de sus respuestas, como piensa un jugador de ajedrez en las consecuencias de sus movimientos. Tampoco era esto. Era, sencillamente, que sus procesos mentales eran tan lentos que necesitaba muchos segundos, incluso un minuto entero, para captar la pregunta, descubrir su significado, elaborar la respuesta y formularla.
Tal vez no hubiese debido sentirme tan interesado como para mantener una fatigosa conversación que duró dos horas, pero el hecho de que un hombre de Gales estuviese haciendo de granjero en un remoto campo francés, había despertado mi curiosidad. Poco a poco, a retazos, se puso de manifiesto la razón, y ésta fue lo bastante fascinante para encantamos a Bernadette y a mí.
El hombre no se llamaba Preece, sino Price, que en francés se pronunciaba Preece. Evan Price. Procedía de Rhondda Valley, en el sur de Gales. Hacía casi cuarenta anos que había sido soldado raso en un regimiento galés, durante la Primera Guerra Mundial.
Como tal, había participado en la segunda gran batalla del Mame que precedió al final de la guerra. Había resultado gravemente herido y pasado semanas en un hospital del Ejército británico al firmarse el Armisticio. Dado que su condición no le permitía volver a casa con las tropas británicas, había sido trasladado a un hospital francés.
Allí había sido cuidado por una joven enfermera, que se enamoró de él mientras él yacía en el lecho del dolor. Se habían casado y trasladado al Sur, a la pequeña granja de los padres de ella en Dordoña. No habían vuelto nunca a Gales. Al morir los padres de su esposa, ésta, como hija única, había heredado la granja donde se encontraban ahora.
Madame Preece había escuchado la lentísima narración, captando de vez en cuando una palabra conocida y sonriendo satisfecha en tales casos. Yo trataba de imaginar cómo habría sido en 1918, esbelta y vivaracha como un pajarillo, de ojos negros, pulcra y activa en su trabajo.
Bernadette estaba también conmovida por la imagen de la pequeña enfermera francesa cuidando y enamorándose de aquel niño enorme, desvalido y sencillo, en el hospital de Flandes. Se inclinó y tocó con la mano un brazo de Price.
—Es una linda historia, Mr. Price —dijo.
Él no mostró el menor interés.
—Nosotros somos de Irlanda —dije yo, como para corresponderle con alguna información.
Él guardó silencio, mientras su esposa le servía el tercer plato de sopa.
—¿Ha estado alguna vez en Irlanda? —le preguntó Bernadette.
Transcurrieron más segundos. El hombre gruñó y asintió con la cabeza. Bernadette y yo nos miramos, agradablemente sorprendidos.
—¿Trabajó usted allí?
—No.
—¿Cuánto tiempo estuvo?
—Dos años.
—¿Y cuándo fue? —preguntó Bernadette.
—De mil novecientos quince… a mil novecientos diecisiete.
—¿Qué hacía allí?
Transcurrió otro rato.
—Estaba en el Ejército.
Claro, debí suponerlo. No había ingresado en 1917, sino antes, y había sido destinado a Flandes en 1917. Antes de esto, había estado en la guarnición del Ejército británico en Irlanda.
Un ligero nerviosismo se reflejó en los modales de Bernadette. Ésta procede de una familia furiosamente republicana. Quizá yo hubiese debido dejar las cosas como estaban; no insistir. Pero mi instinto de periodista me obligó a seguir preguntando.
—¿Dónde estaba acuartelado?
—En Dublín.
—¡Ah! Nosotros venimos de allí. ¿Le gusta Dublín? —No.
—¡Oh! Lo siento.
Los dublineses solemos estar bastante orgullosos de nuestra capital. Nos gusta que los extranjeros, incluidas las tropas de guarnición, aprecien las cualidades de la ciudad. La primera parte de la carrera del ex soldado Price se desarrolló con la misma lentitud que la segunda. Había nacido en Rhondda en 1897, de padres muy pobres. La vida había sido dura y yerma para él. En 1914, cuando tenía diecisiete años, había ingresado en el Ejército, más para asegurarse el condumio, la ropa y un lugar donde alojarse, que por fervor patriótico. Nunca había pasado de soldado raso.
Durante doce meses, había estado en campos de instrucción, mientras otros eran enviados al frente de Flandes, y en un almacén de intendencia en Gales. A finales de 1915 había sido destinado a las fuerzas de guarnición en Irlanda y acuartelado en los helados barracones de Islandbridge, en la ribera sur del río Liffey, en Dublín.
Supuse que la vida debió ser, para él, lo bastante aburrida para hacerle decir que no le gustaba Dublín. Los desnudos dormitorios de los cuarteles, la mezquina paga de aquellos tiempos, y la labor interminable y tonta de dar brillo a los botones, de lustrar zapatos y de hacer la cama; servicio de guardia en las heladas noches y rondas por las calles bajo la fuerte lluvia. En cuanto a los ratos de ocio…, poco podía hacerse con la paga de soldado. Alguna cerveza en la cantina, y poco o ningún contacto con una población que era católica. Probablemente se había alegrado cuando le habían sacado de allí al cabo de dos años. ¿O era capaz de alegrarse o de afligirse por algo aquel pesado y lento hombrón? —¿No le ocurrió nunca algo interesante? —le pregunté al fin, bastante desilusionado.
—Sólo una vez —respondió al cabo de un rato.
—¿Y qué fue?
—Una ejecución —respondió, sorbiendo la sopa.
Bernadette dejó su cuchara y se irguió en su silla. Sentimos pasar una ráfaga fría en el aire. Sólo Madame, que no entendía una palabra, y su marido, que era demasiado insensible, no lo advirtieron. Decididamente, yo no hubiese debido insistir.
A fin de cuentas, eran muchos los ejecutados en aquella época. Los asesinos eran ahorcados en Mountjoy. Pero ahorcados. Por verdugos de la cárcel. ¿Necesitaban a los soldados para esto? Y soldados británicos eran también ejecutados, por homicidio y por violación, en Consejo de Guerra y según las leyes militares. ¿Eran ahorcados o fusilados? Yo lo ignoraba.
—¿Recuerda cuándo fue esa ejecución? —le pregunté.
Bernadette estaba como petrificada.
Mr. Price me miró con sus claros ojos azules. Después, sacudió la cabeza.
—Hace mucho tiempo —respondió.
Pensé que estaba fingiendo; pero no era así. Sencillamente, lo había olvidado.
—¿Estaba usted en el pelotón de fusilamiento? —le pregunté.
Estuvo pensando durante el tiempo acostumbrado. Después, asintió con la cabeza.
Me pregunté qué debían sentir los miembros de los pelotones de ejecución; apuntar un fusil contra otro ser humano, atado a un poste a 20 metros de distancia; hacer coincidir el punto de mira con la señal blanca sobre el corazón y mantener la vista fija sobre aquel hombre vivo; y, a la voz de mando, apretar el gatillo, oír la detonación, sentir el golpe del retroceso; ver como la figura de pálido semblante se dobla sobre las cuerdas. Después, volver al cuartel, limpiar el fusil y tomar el desayuno. Gracias a Dios, nunca me había encontrado ni me encontraría nunca en semejante trance.
—Trate de recordar cuándo fue —insistí.
Se esforzó en recordar. De veras. Casi podía sentirse su esfuerzo. Al fin, dijo:
—Mil novecientos dieciséis. Creo que fue en verano.
Me incliné hacia delante y le toqué el antebrazo. Levantó los ojos y me miró. No había malicia en ellos; sólo una paciente interrogación.
—Recuerde… trate de recordar… ¿Quién era el hombre al que fusilaron?
Pero esto era demasiado. Por mucho que se esforzase, no podía recordarlo. Al fin meneó la cabeza.
—Hace mucho tiempo —dijo.
Bernadette se levantó bruscamente. Dirigió una sonrisa forzada y cortés a Madame.
—Voy a acostarme —me dijo—. No tardes.
Subí veinte minutos más tarde. Mr. Price estaba en su sillón delante del fuego, sin fumar, sin leer. J Contemplando las llamas. Muy satisfecho.
La habitación estaba a oscuras y no quise encender la lámpara de parafina. Me desnudé a la luz de la luna que se filtraba por la ventana y me metí en la cama.
Bernadette yacía inmóvil, pero yo sabía que estaba despierta. Y en qué pensaba. En lo mismo que yo. En aquella espléndida primavera de 1916 en que, el domingo de Pascua, un grupo de partidarios de la entonces impopular idea de que Irlanda debía ser independiente de Gran Bretaña habían asaltado la oficina de Correos y otros importantes edificios.
En los cientos de soldados enviados para sofocar el motín con fuego de fusil y de artillería…, pero no el soldado Price, que debió permanecer en su aburrido cuartel de Islandbridge, pues no había mencionado el incidente. En el humo y el ruido, y los cascotes en las calles y los muertos y los moribundos, irlandeses e ingleses. Y en los rebeldes que al fin fueron sacados de la oficina de Correos, vencidos y desprestigiados. En la extraña bandera tricolor verde, naranja y blanco que habían izado en lo alto del edificio y que fue vergonzosamente arriada y sustituida de nuevo por la Unión Jack británica.
Desde luego, ahora no lo enseñan en los colegios, pues no forma parte de los mitos necesarios, pero sigue siendo un hecho; cuando los rebeldes fueron llevados encadenados a los muelles de Dublín, para embarcar a la cárcel de Liverpool, los dublineses y entre ellos muchos católicos, les repudiaron y maldijeron por causar trastornos a Dublín.
Probablemente la cosa habría terminado allí, de no haber sido por la estúpida y loca decisión de las autoridades británicas de ejecutar a los dieciséis líderes del levantamiento entre el 3 y el 12 de mayo, en la cárcel de Kilmainham. En el término de un año, cambió todo el ambiente; en las elecciones de 1918, el partido de los independentistas triunfó en todo el país. Y después de dos años de guerra de guerrillas, se logró al fin la independencia.