—¿Ha visto usted a ese hombre? —preguntó Mrs. Armitage.
—¿Al señor de Jong? Sí. Es un acreditado comerciante en monedas de Amsterdam. He visto los documentos. Todos están perfectamente en regla; son absolutamente legales.
—¿Y qué hizo él con el dinero? —preguntó el viejo Armitage.
—Lo ingresó en el Banco.
—Entonces, no hay problema —dijo el hijo.
—La segunda partida era su casa solariega de Kent, una propiedad magnífica, con 60 áreas de parque. En junio pasado, hipotecó esta propiedad por el noventa y cinco por ciento de su valor. En el momento de su muerte, sólo había pagado un trimestre de intereses. AI morir el la sociedad constructora se convirtió en primer acreedor, y ahora, ha tomado posesión de los títulos de propiedad. También esto es perfectamente legal.
—¿Cuánto le dieron por la finca? —preguntó Mrs. Armitage.
—Doscientas diez mil libras —dijo Pound.
—¿Y también las ingresó en el Banco? —Sí. Después, estaba su apartamento de Mayfair. Lo vendió por contrato privado aproximadamente al mismo tiempo, valiéndose de otro abogado para el contrato de venta, y por el precio de ciento cincuenta mil libras. Esta suma fue también ingresada en el Banco.
—Y van tres. ¿Qué más? —preguntó el hijo.
—Aparte de estas tres propiedades, tenía una valiosa colección de monedas. Ésta fue vendida por partes, a través de la empresa, por poco más de medio millón de libras, en un periodo de varios meses. Pero las facturas se guardaron por separado y fueron encontradas en su caja de caudales de la casa de campo. Perfectamente legales y cuidadosamente anotadas. Ingresó en el Banco los precios de cada una de las ventas. Su agente de Cambio y Bolsa, por orden suya, vendió toda su cartera de valores antes del primero de agosto. En penúltimo lugar, estaba su «Rolls Royce». Lo vendió por cuarenta y ocho mil libras, y alquiló otro coche. Por último, tenía cuenta corriente en diversos Bancos. La herencia total, por lo que he podido averiguar, y estoy convencido de no haberme dejado nada, importa poco más de tres millones de libras.
—¿Quiere usted decir —dijo Armitage, padre— que, antes de morir, él realizó todos los bienes que poseía, los convirtió en dinero efectivo e ingresó éste en el Banco, sin decirlo a nadie ni levantar la menor sospecha en sus conocidos y en los que trabajaban para él?
—Ni yo habría podido expresarlo mejor —confesó Pound.
—Bueno, a nosotros no nos habría interesado toda esa chatarra —dijo el joven Armitage—. Le habríamos encargado que la vendiese. Por consiguiente, él le ahorró este trabajo en los últimos meses. Ahora, sólo hace falta que pague las deudas, liquide el impuesto y nos dé el dinero.
—Siento no poder hacerlo —dijo Mr. Pound.
—¿Por qué no? —preguntó Mrs. Armitage, en tono ligeramente irritado.
—El dinero que depositó, por todas aquellas ventas…
—¿Qué?
—Lo retiró.
—¿Qué
…?
—Lo ingresó, y después lo retiró. De muchos Bancos, en cantidades parciales, en un período de muchas semanas. Pero lo retiró todo. En dinero efectivo.
—No se pueden retirar tres millones de libras en efectivo —dijo el viejo Armitage, con incredulidad.
—¡Oh, sí que se puede! —replicó mansamente Pound—. No de una sola vez, desde luego; pero sí en cantidades de cincuenta mil libras, de los Bancos importantes y con previo aviso. Muchos negocios operan con grandes sumas en efectivo. Por ejemplo, los casinos o los corredores de apuestas. Y los traficantes en artículos de segunda mano…
Le interrumpió un creciente vocerío. Mrs. Armitage golpeaba la mesa con su puño rollizo; su hijo se había puesto en pie y agitaba el dedo índice sobre la mesa; su marido trataba de adoptar la actitud de un juez disponiéndose a dictar una grave sentencia. Y todos gritaban a la vez.
—No pudo llevarse el dinero… Tuvo que meterlo en alguna parte… Usted tenía que encontrarlo…
Los dos se habían puesto de acuerdo para esto…
Esta última observación agotó la paciencia de Martin Pound.
—¡
Silencio
…! —rugió.
Su exabrupto fue tan inesperado que todos se callaron. Apuntó con un dedo al joven Armitage.
—Usted, señor, retirará inmediatamente sus últimas palabras. ¿Lo ha entendido?
El joven Armitage rebulló en su asiento. Miró a sus padres, que le observaban con ceño.
—Disculpe —dijo.
—Bueno —siguió diciendo Pound—, este truco especial ha sido empleado otras veces, generalmente para eludir el pago de impuestos. Pero me sorprende en Timothy Hanson. Raras veces da resultado. Se puede retirar una importante cantidad de dinero, pero disponer de él es algo muy distinto. Pudo depositarlo en un Banco extranjero; pero, sabiendo que iba a morir, habría sido una insensatez. Él no podía desear favorecer a unos banqueros que son ya bastante ricos. No; debió ponerlo en alguna parte, o comprar algo con él. Puede que tardemos algún tiempo, pero llegaremos al final. Si el dinero fue depositado, lo encontraremos. Si adquirió con él otros bienes, también lo descubriremos. Aparte de todo lo demás, existen los impuestos de plusvalía y de transmisión de bienes y sobre el propio capital. Por consiguiente, tendrán que tener alguna información.
—¿Qué puede hacer usted personalmente? —preguntó al fin el viejo Armitage.
—Hasta ahora, y gracias a los poderes que me otorga el testamento, me he puesto en contacto con todos los Bancos importantes y de negocios del Reino Unido. Hoy en día, todo está regulado por computadoras. Pero, hasta ahora, no ha aparecido ningún depósito a nombre de Hanson. También he publicado anuncios en los periódicos más importantes de la nación, pero no he obtenido ninguna respuesta. He visitado a su antiguo chófer y criado, Mr. Richards, ahora retirado en el sur de Gales; pero nada ha podido aclararme. Él no vio nunca grandes cantidades de billetes, y pueden creerme si les digo que debían abultar
mucho
. Y ahora, mi pregunta es: ¿qué quieren que haga?
Hubo un silencio mientras los tres consideraban la pregunta.
En su fuero interno, Martín Pound lamentaba lo que su amigo había tratado de hacer. «¿Cómo pudiste pensar que te saldrías con la tuya? —preguntó al espíritu ausente—. ¿Tan poco respeto sentías por el fisco? No tenías que temer a estas personas ambiciosas y vanas, Timothy. Pero sí a los de los impuestos. Son inexorables, incansables. No se paran nunca. Nunca acaban los fondos. Por muy bien escondido que esté el caudal, seguirán buscando hasta que nos cansemos. Mientras no sepan dónde está, proseguirán la caza sin cesar. Sólo cuando lo sepan, y aunque esté fuera de Gran Bretaña y de su jurisdicción, cerrarán el expediente.»
—¿No se propone seguir buscando? —preguntó el viejo Armitage, con un poco más de cortesía que la mostrada hasta entonces.
—Un poco más, sí —convino Pound—. Aunque he hecho ya cuanto he podido. Y tengo que atender a mi clientela. No puedo dedicar todo mi tiempo a esta investigación.
—Entonces, ¿qué aconseja usted? —preguntó Armitage.
—Siempre nos queda el Fisco —dijo suavemente Pound—. Más pronto o más tarde, y seguramente más pronto que tarde, tendré que informarles de lo ocurrido.
—¿Y piensa que ellos lo descubrirán? —preguntó afanosamente Mrs. Armitage—. A fin de cuentas, ellos son también beneficiarios, en cierto sentido.
—Estoy seguro de que lo harán —dijo Pound—. Querrán su tajada. Y tienen todos los recursos del Estado a su disposición.
—¿Cuánto tardarían? —preguntó Armitage.
—¡Ah! —dijo Pound—. Esto es otra cuestión. A juzgar por mi experiencia, no suelen tener prisa. Las cosas de palacio van despacio.
—¿Meses? —preguntó el joven Armitage.
—Probablemente años. No renunciarán a la búsqueda. Pero tampoco se apresurarán.
—No podemos esperar tanto tiempo —chilló Mrs. Armitage, cuya ascensión social parecía retrasarse demasiado—. Tiene que haber un camino más rápido.
—¿Qué le parecería un detective privado? —sugirió Armitage, hijo.
—¿Podría contratar a un detective privado? —preguntó Mrs. Armitage.
—Ellos prefieren el término agente privado de investigación —contestó Pound—. Sí, podría hacerlo. En el pasado, tuve ocasión de emplear uno de estos agentes, hombre de gran competencia, en el descubrimiento de unos herederos ignorados. En nuestro caso, los herederos están presentes y lo que se ha extraviado es el caudal. Sin embargo…
—Entonces, acuda a él —saltó Mrs. Armitage—. Dígale que tiene que descubrir dónde puso todo su dinero aquel desgraciado.
«Codicia —pensó Pound—. Si Hanson hubiese sospechado lo codiciosos que podían llegar a ser…»
—Muy bien. Pero está la cuestión de sus honorarios. Tengo que decirles que, de las cinco mil libras que me fueron confiadas para gastos, queda un saldo muy pequeño. Los desembolsos han sido más importantes que de costumbre… Y el investigador cobrará bastante. Sin embargo,
es
lo mejor que…
Mrs. Armitage miró a su marido.
—¿Norman?
El viejo Armitage tragó saliva. Veía esfumarse su automóvil y sus proyectadas vacaciones de verano. Asintió con la cabeza.
—Yo… bueno… me haré cargo de los honorarios cuando se haya agotado el saldo de las cinco mil libras —dijo.
—Muy bien —admitió Pound, levantándose—. Contrataré los servicios de Mr. Eustace Miller, exclusivamente. No me cabe duda de que descubrirá el paradero de la fortuna desaparecida. Hasta ahora, nunca me ha fallado.
Dicho lo cual, les despidió y se encerró en su despacho para telefonear a Eustace Miller, investigador privado.
Durante cuatro semanas, Mr. Miller guardó silencio; no así los Armitage, que acribillaban a Martin Pound con sus incesantes exigencias de una rápida localización de la desaparecida fortuna que les correspondía. Por fin, Miller informó a Martin Pound de que había llegado a un punto crucial en su investigación y pensaba que debía explicar sus progresos hasta la fecha.
Pound sentía casi tanta curiosidad como los Armitage, y convocó una reunión en su despacho.
Si la familia Armitage había esperado enfrentarse con un personaje al estilo de Philip Marlowe o de la imagen popular del sagaz detective privado, debió sentirse desilusionada. Eustace Miller era bajito, redondo y de aspecto bonachón, con mechones de cabellos blancos alrededor de su, por lo demás, calva cabeza, y gafas en media luna. Vestía seriamente, llevaba una cadena de reloj, de oro, cruzada sobre el chaleco, y se levantó sobre sus cortas piernas para emitir su informe.
—Empecé esta investigación —dijo, mirándoles sucesivamente a todos por encima de las gafas— partiendo de tres presunciones. Primera: el difunto Mr. Hanson había realizado sus extrañas actuaciones en los meses anteriores a su muerte, con un propósito deliberado y firme. Segunda: creí, y sigo creyendo, que la intención de Mr. Hanson fue privar a sus presuntos herederos y a los agentes del Fisco de toda participación en su fortuna después de su muerte…
—¡El viejo bastardo! —saltó el joven Armitage.
—No estaba obligado a dejarles nada —terció suavemente Pound—. Prosiga, Mr. Miller.
—Gracias. Presumí que Mr. Hanson no había quemado el dinero, ni había corrido el enorme riesgo de llevarlo al extranjero, habida cuenta del gran volumen que hubiese tenido una cantidad tan importante en dinero efectivo. Dicho en pocas palabras, llegué a la conclusión de que había comprado algo con él.
—¿Oro? ¿Diamantes? —preguntó Armitage, padre.
—No. Examiné todas estas posibilidades, pero las descarté después de intensas investigaciones. Entonces pensé en otro artículo de gran valor y volumen relativamente pequeño. Consulté a la empresa «Johnson Matthey», dedicada al comercio de metales preciosos. Y lo encontré.
—¿El dinero? —preguntaron a coro los tres Armitage.
—La solución —replicó Miller, y, muy satisfecho, sacó un fajo de papeles de su cartera de mano—. Éstos son los documentos de la compra de Mr. Hanson a «Johnson Matthey» de doscientos cincuenta lingotes, de cincuenta onzas, de platino de una pureza del 99,95 por ciento.
Se hizo un pasmado silencio alrededor de la mesa.
—Francamente, no fue un ardid muy hábil —añadió Mr. Miller, con cierto desencanto—. El comprador pudo destruir todos sus papeles referentes a la compra, pero, naturalmente, el vendedor no destruyó los
suyos
. Y aquí están.
—¿Por que platino? —preguntó débilmente Pound.
—Esto es interesante. En el actual régimen laborista, se necesita permiso para comprar y almacenar oro. Los diamantes son inmediatamente identificables dentro del ramo y mucho menos fáciles de realizar de lo que dan a entender algunas novelas policíacas mal informadas. En cambio, el platino no requiere permiso para su compra, tiene aproximadamente el mismo valor que el oro y, aparte del rodio, es uno de los metales más apreciados del mundo. Cuando él lo compró, pagó el precio establecido en el mercado libre; o sea, quinientos dólares americanos la onza.
—¿Cuánto gastó? —preguntó Mrs. Armitage.
—Aproximadamente los tres millones de libras que obtuvo de la realización de sus bienes —contestó Miller—. En dólares USA, y este mercado calcula siempre en dólares USA, seis millones doscientos cincuenta mil dólares. Correspondientes, como dije, a doscientos cincuenta lingotes de cincuenta onzas de peso.
—¿Adónde los llevó? —preguntó el viejo Armitage.
—A su casa solariega de Kent —respondió Miller.
Estaba disfrutando del momento y su aire satisfecho daba a entender que aún tenía más que revelar.
—Pero yo estuve allí —protestó Pound.
—Con ojos de abogado —dijo Miller—. Los míos son de investigador. Y sabía lo que buscaba. Por consiguiente, no empecé en la casa, sino en los edificios exteriores. ¿Saben ustedes que Mr. Hanson tenía un taller de carpintería magníficamente equipado en un granero, detrás de la caballeriza?
—Sí —dijo Pound—. Era su
hobby
.
—Exacto —asintió Miller—. Y allí concentré mis esfuerzos. El lugar había sido escrupulosamente limpiado; con un aspirador eléctrico.
—Posiblemente por Richards, el chófer y hombre para todo —dijo Pound.
—Es posible, pero no probable. A pesar de la limpieza, observé unas manchas en las tablas del suelo e hice analizar algunas astillas. Las manchas eran de fuel. Siguiendo una idea, pensé en alguna clase de máquina, tal vez un motor. Como este mercado es bastante reducido, encontré la respuesta al cabo de una semana. En mayo último, Mr. Hanson compró un potente generador eléctrico alimentado con fuel y lo instaló en su taller. Poco antes de morir lo vendió como chatarra.