Al salir de Farranfore, el juez vio que al fin tenía la mano que había estado esperando. Después de pedir tres cartas, observó, entusiasmado, que tenía cuatro damas y el siete de tréboles. O'Connor debió pensar que tenía también buen juego, pues siguió cuando el juez cubrió las 5 libras del cura y subió 5 más. Pero, cuando el cura cubrió las 5 libras y subió otras 10, O'Connor se rajó y tiró las cartas. De nuevo estaba perdiendo 12 libras.
El juez se mordió el dedo pulgar. Después, aumentó en 10 libras la puesta del cura.
—Cinco minutos para Tralee —dijo el revisor, asomando la cabeza en la puerta del compartimiento.
El sacerdote observó el montón de cerillas en el centro de la mesa y su propio montoncito, equivalente a 12 libras.
—No sé —dijo—. ¡Oh, Dios mío! No sé qué tengo que hacer.
—Padre —dijo O'Connor—, no puede subir más; tendrá que cubrir la apuesta y ver las cartas.
—Supongo que sí —dijo el cura, empujando 10 libras en cerillas hasta el centro de la mesa y quedándose sólo con 2—. Con lo bien que me iba. Hubiese tenido que guardar las treinta y dos libras para el orfanato cuando aún las tenía. Ahora sólo podré darles dos.
—Yo las completaré hasta cinco, padre —dijo el juez Comyn—. Mire. Tengo cuatro damas.
O'Connor silbó. El cura miró las cartas extendidas y, después, su propio juego.
—¿No valen más los reyes que las damas? —preguntó, confuso.
—Así es, si tiene usted cuatro —dijo el juez.
El sacerdote volvió las cartas sobre la mesa.
—Pues los tengo —dijo. Y era verdad—. ¡Válgame Dios! —jadeó—. Me imaginaba que había perdido. Suponía que debía usted tener esa escalera real.
Recogieron los naipes y las cerillas al entrar en Tralee. O'Connor se guardó las cartas. El juez tiró las cerillas rotas en el cenicero. O'Connor contó doce billetes de una libra y los dio al cura.
—Que Dios se lo pague, hijo mío —dijo el sacerdote.
El juez Comyn sacó a regañadientes su talonario de cheques.
—Creo que son cincuenta libras exactas, padre —dijo.
—Lo que usted diga —respondió el sacerdote—. Yo no recuerdo siquiera con qué cantidad empecé.
—Le aseguro que debo cincuenta libras al orfanato —dijo el juez. Se dispuso a escribir—. ¿Dijo usted el Orfanato de Dingle? ¿Debo poner este nombre?
El sacerdote pareció perplejo.
—No creo que tengan cuenta en el Banco, ¿sabe? Es una institución tan modesta… —explicó e) padre.
—Entonces lo extenderé a su favor —dijo el juez, esperando que le diese su nombre.
—Yo tampoco tengo cuenta en el Banco —dijo, aturrullado, el cura—. Nunca manejo dinero.
—No se preocupe por esto —dijo cortésmente el juez. Escribió rápidamente, arrancó el talón y lo dio al sacerdote—. Lo he extendido al portador. El Banco de Irlanda en Tralee se lo hará efectivo, y llegará con tiempo justo. Cierran dentro de media hora.
—¿Quiere decir que, con esto, me darán el dinero en el Banco? —preguntó el cura, sosteniendo cuidadosamente el talón.
—Desde luego —dijo el juez—. Pero no lo pierda. Es pagadero al portador, y cualquiera que lo encontrase podría cobrarlo. Bueno, O'Connor, padre, ha sido un viaje interesante, aunque un poco caro para mí. Les deseo buenos días.
—Y para mí —dijo tristemente O'Connor—. El Señor debió darle las cartas, padre. Nunca había visto tanta suerte. Pero habrá sido una buena lección. Nunca volveré a jugar a las cartas en el tren, y menos con la Iglesia.
—Cuidaré de que el dinero esté en el orfanato, que bien lo merece, antes de ponerse el sol —dijo el sacerdote.
Se despidieron en el andén de la estación de Tralee, y el juez Comyn se dirigió a su hotel. Deseaba acostarse temprano, teniendo en cuenta los juicios de mañana.
Los dos primeros juicios de la mañana fueron muy sencillos, pues los acusados de delitos menos graves se declararon culpables, y les impuso una multa en ambos casos. Los miembros del jurado de Tralee permanecían sentados, en forzosa ociosidad.
El juez Comyn tenía la cabeza inclinada sobre sus papeles cuando llamaron al tercer acusado. Los asistentes sólo podían ver la parte de arriba de la peluca del juez.
—Hagan pasar a Ronan Quirk O'Connor —tronó el secretario del tribunal.
Hubo un ruido de pisadas. El juez siguió escribiendo.
—¿Es usted Ronan Quirk O'Connor? —preguntó el secretario al acusado.
—Sí —dijo una voz.
—Roñan Quirk O'Connor —dijo el secretario—, se le acusa de hacer trampas en el juego, incurriendo en el delito previsto en la sección 17 de la Ley sobre el Juego de 1845. Según la acusación, usted. Ronan Quirk O'Connor, el día 13 de mayo de este año, se apropió en su propio beneficio de una cantidad de dinero de Mr. Lurgan Keane, en el Condado de Kerry, haciendo trampas en el juego o empleando una baraja marcada. Con lo que defraudó al susodicho Lurgan Keane. ¿Se declara usted culpable, o inocente?
Durante esta perorata, el juez Comyn dejó su pluma con desacostumbrado cuidado, contempló fijamente sus papeles, como deseando continuar el juicio de este modo, y por fin levantó los ojos.
El hombrecillo de ojos perrunos le miró con aturdido asombro. El juez Comyn miró al acusado con igual espanto.
—Inocente —murmuró O'Connor.
—Un momento —dijo el juez.
Toda la sala guardó silencio, mirándole fijamente, mientras él seguía sentado, impasible, detrás de su mesa. Ocultos tras la máscara de su semblante, sus pensamientos giraban en torbellino. Hubiese podido suspender la vista, alegando que conocía al acusado.
Después se le ocurrió pensar que esto significaría un nuevo juicio, con mayores gastos para el contribuyente. Todo se reducía, se dijo, a una cuestión. ¿Podría celebrar el juicio honradamente y bien, e instruir lealmente al jurado? Resolvió que podía hacerlo.
—Que el jurado preste juramento, por favor —dijo.
El secretario tomó juramento al jurado y, después, preguntó a O'Connor si tenía abogado que le defendiese. O'Connor dijo que no, y que deseaba defenderse él mismo. El juez Comyn maldijo para sus adentros. La justicia exigía que se pusiese de parte del acusado contra las alegaciones del fiscal.
Éste se levantó para exponer los hechos, que, a su decir, eran muy sencillos. El 13 de mayo último, un abacero de Tralee, llamado Lurgan Keane, había tomado el tren de Dublín a Tralee para volver a casa. Se daba la circunstancia de que llevaba encima una cantidad de dinero importante, unas 71 libras.
Durante el viaje, y para pasar el rato, había jugado a las cartas con el acusado y otra persona, empleando una baraja que sacó el propio acusado. Sus pérdidas habían sido tan considerables que empezó a sospechar. En Faranford, la estación antes de Tralee, se apeó del tren con una excusa, se dirigió a un empleado de la compañía del ferrocarril y le pidió que requiriese la presencia de la Policía de Tralee en el andén de esta población.
El primer testigo fue un sargento de Policía de Tralee, hombre alto y vigoroso, que explicó la detención. Declaró, bajo juramento, que, debido a una información recibida, se presentó en la estación de Tralee el 13 de mayo último, a la llegada del tren de Dublín. Allí se le había acercado un hombre, que más tarde supo que era Mr. Lurgan Keane, el cual le había señalado al acusado.
Había pedido al acusado que le acompañase a la comisaría de Policía de Tralee, y así lo había hecho el hombre. Allí le pidieron que vaciara sus bolsillos. Entre su contenido, había una baraja de naipes que Mr. Keane identificó como la que había sido empleada en la partida de póquer en el tren.
Las cartas, dijo, habían sido enviadas a Dublín para su examen y, una vez recibido el dictamen, O'Connor había sido acusado del delito.
Hasta ahora, la cosa estaba clara. El siguiente testigo era miembro de la brigada de fraudes de la Garda de Dublín. «Sin duda estaba ayer en el tren —pensó el juez—, aunque en tercera clase.»
El detective declaró que, después de un examen minucioso, se había establecido que los naipes estaban marcados. El fiscal le mostró una baraja, y el detective las identificó por las señales que en ellas había puesto. Entonces, el fiscal le preguntó cómo se marcaban las cartas.
—Dé dos maneras, señor —explicó el detective, dirigiéndose al juez—. Por «sombreado» y por «recorte». Cada uno de los cuatro palos se indica en el reverso de los naipes recortando los bordes en diferentes sitios, pero en ambos extremos, de manera que no importa que la carta esté colocada hacia arriba o hacia abajo. El recorte hace que la franja blanca entre el borde del dibujo y el borde del naipe varíe en anchura. Esta diferencia, aunque muy ligera, puede observarse desde el otro lado de la mesa, indicando así al estafador los palos que tiene su adversario. ¿Está claro?
—Muy ingenioso —dijo el juez Comyn, mirando fijamente a O'Connor.
—Las cartas altas, desde el as hasta el diez, se distinguen entre sí por un sombreado, el cual se consigue empleando un preparado químico que oscurece o aclara ciertas zonas del dibujo del reverso de las cartas. Las zonas así alteradas son sumamente pequeñas, a veces no mayores que la punta de una espira del dibujo. Pero es suficiente para que el fullero lo distinga desde el otro lado de la mesa, porque éste sabe exactamente lo que busca.
—¿Es también necesario que el fullero haga trampa al repartir las cartas? —preguntó el fiscal.
Se daba cuenta de la atención del jurado. Esto era muy diferente del robo de caballos.
—Puede hacerse trampa al dar las cartas —reconoció el detective—, pero no es absolutamente necesario.
—¿Puede ganarse contra un jugador de esta clase? —preguntó el fiscal.
—Es completamente imposible, señor —respondió el testigo, mirando al juez—. El fullero se limita a no apostar cuando sabe que su oponente tiene una mano mejor, y a jugar fuerte cuando sabe que es mejor la suya.
—No tengo más que preguntar —dijo el fiscal.
Por segunda vez, O'Connor se abstuvo de repreguntar al testigo.
—Tiene derecho a hacer al testigo las preguntas que desee, con referencia a su declaración —dijo el juez Comyn al acusado.
—Gracias, señor —dijo O'Connor, pero siguió en su actitud.
El tercer y último testigo de la acusación era el abacero de Tralee, Lurgan Keane, el cual entró en el compartimiento de los testigos como un toro en la plaza, y miró a O'Connor echando chispas por los ojos.
A preguntas del fiscal, refirió su historia. Había realizado un negocio en Dublín aquel día, y esto explicaba la cantidad de dinero que llevaba encima. En el tren, había sido engatusado a jugar una partida de póquer, juego en el que se considera experto, y, antes de llegar a Farranfore, le habían birlado 62 libras. Había recelado, porque, por muy prometedora que fuese su mano, siempre había otra mejor y acababa perdiendo.
En Farranfore, se había apeado del tren, convencido de que le habían estafado, y había pedido la intervención de la Policía de Tralee.
—Y no me equivoqué —gritó, dirigiéndose al jurado—. Ese hombre jugaba con cartas marcadas.
Los doce miembros del jurado asintieron solemnemente con la cabeza.
Esta vez, O'Connor se levantó, pareciendo más triste que nunca y tan inofensivo como un corderillo, para repreguntar al testigo. Mr. Keane le dirigió una mirada furibunda.
—¿Ha dicho usted que yo saqué la baraja? —preguntó, como excusándose.
—Sí, y lo hizo —dijo Keane.
—¿Cómo? —preguntó O'Connor.
Keane pareció desorientado.
—La sacó del bolsillo —respondió.
—Sí, del bolsillo —convino O'Connor—. Pero, ¿qué hice con las cartas?
Keane pensó un momento.
—Empezó a hacer solitarios —dijo.
El juez Comyn, que casi había empezado a creer en una ley de coincidencias notables, experimentó de nuevo este turbador sentimiento.
—¿Fui yo el primero en hablarle —preguntó el acusado— o fue usted quien me habló primero?
El corpulento abacero pareció alicaído.
—Yo le hablé —dijo, y, volviéndose al jurado, añadió—: pero el acusado jugaba tan mal que no pude evitarlo. Tenía cartas rojas que podía poner sobre las negras, o negras que podía poner sobre las rojas, y no lo veía. Por esto le hice un par de indicaciones.
—Pero, pasando a lo del póquer —insistió O'Connor—, ¿fui yo o fue usted quien sugirió una partida amistosa?
—Fue usted —dijo acaloradamente Keane—, y también fue usted quien sugirió que lo hiciésemos más interesante jugando un poco de dinero. Pero sesenta y dos libras son mucho dinero.
Los del jurado volvieron a asentir con la cabeza. Desde luego, era mucho dinero. Casi lo bastante para que un obrero pudiese subsistir durante un año.
—Yo afirmo —dijo O'Connor a Keane— que fue
usted
quien sugirió el póquer, y que fue
usted
quien propuso jugar con dinero. ¿No es verdad que empezamos jugando con cerillas?
El abacero pensó profundamente. La honradez se reflejaba en su semblante. Algo rebulló en su memoria. No mentiría.
—Es posible que fuese yo —admitió, pero se le ocurrió otra cosa y se volvió al jurado—. Pero en esto consiste su habilidad. ¿No es esto lo que hacen los fulleros?
Engatusan
a su víctima para que juegue.
Por lo visto le gustaba la palabra «engatusar», que no figuraba en el vocabulario del juez. Los miembros del jurado asintieron con la cabeza. Era evidente que tampoco a ellos les gustaba que les engatusaran.
—Una última cuestión —dijo tristemente O'Connor—. Cuando pasamos las cuentas, ¿cuánto dinero me pagó?
—Sesenta y dos libras —respondió furiosamente Keane—. ¡Con lo que me había costado ganarlas!
—No —dijo O'Connor desde el banquillo—. ¿Cuánto me pagó, personalmente,
a mí
?
El abacero de Tralee pensó furiosamente. Después, palideció.
—A usted no le pagué nada —dijo—. Fue aquel granjero quien ganó.
—¿Y le gané algo a él? —preguntó O'Connor, que parecía a punto de llorar.
—No —contestó el testigo—. Usted perdió unas ocho libras.
—No haré más preguntas —dijo O'Connor.
Mr. Keane se disponía a bajar del estrado cuando le detuvo la voz del juez.
—Un momento, Mr. Keane. Ha dicho usted que había ganado «aquel granjero». ¿Quién era exactamente este granjero?
—El otro hombre que viajaba en el compartimiento, señor. Era un granjero de Wexford. No jugaba bien, pero tenía la suerte de cara.