Como muchos hombres ricos y maduros, Hanson había contraído amistad personal con sus cuatro consejeros más valiosos: el abogado, el agente de cambio y Bolsa, el asesor mercantil y el medico, y estaba en inmejorables relaciones con todos ellos. Los dos hombres se sentaron.
—¿En qué puedo servirte? —preguntó Pound.
—Desde hace tiempo, Martin, me has aconsejado que haga testamento —dijo Hanson.
—Cierto —respondió el abogado—. Es una precaución muy necesaria y que se olvida muchas veces.
Hanson hurgó en su cartera y sacó un abultado sobre de papel manila, sellado con lacre rojo. Lo alargó sobre la mesa al sorprendido abogado.
—Aquí está —dijo.
Pound tomó el sobre con un gesto de perplejidad en su rostro siempre tranquilo.
—Espero, Timothy, que… En el caso de un caudal tan importante como el tuyo…
—No te preocupes —repuso Hanson—. Ha sido redactado por un abogado. Debidamente firmado por mí y por los testigos. No hay ninguna ambigüedad, nada que pueda dar pie a impugnarlo.
—Comprendo —dijo Paúl.
—No lo tomes a mal, viejo amigo. Sé que te estás preguntando por qué no te encargué su redacción y acudí a un abogado provinciano. Tuve mis razones. Por favor, confía en mí.
—Desde luego —dijo apresuradamente Pound—. No hables más de ello. ¿Deseas que lo guarde en lugar seguro?
—Sí. Pero hay otra cosa. En él te designo como único albacea. Sé que preferirías haberlo visto. Pero te doy mi palabra de que no hay nada, en las funciones del albacea, que pueda turbar tu conciencia, tanto profesional como personalmente. ¿Aceptas?
Pound sopesó el grueso sobre con las manos.
—Sí —dijo—, puedes contar con ello. En todo caso, estoy seguro de que hablamos de un futuro remoto. Tienes un aspecto magnífico. Viendo las cosas como son, es probable que vivas más que yo. ¿Qué harás entonces?
Hanson aceptó la lisonja por la buena intención que la había provocado. Diez minutos más tarde, salió al claro sol de mayo, en Gray's Inn Road.
Hasta mediados de setiembre, Timothy Hanson se mostró tan activo como siempre. Hizo varios viajes al Continente y frecuentó aún más la City de Londres. Pocos hombres que mueren antes de hora tienen oportunidad de poner en orden sus muchos y complicados asuntos, y Hanson quería estar seguro de que los suyos quedarían exactamente arreglados como él pretendía.
El 15 de setiembre, llamó a Richards. El chofer y hombre-para-todo que, con su esposa, cuidaba de Hanson desde hacía doce años, encontró a su patrono en la biblioteca.
—Tengo que darle una noticia —Hanson—. A final de año, pienso retirarme.
Richards se sorprendió, pero no dio señales de ello. Pensó que habría algo más.
—También pienso emigrar —dijo Hanson— y pasar mi retiro en una residencia mucho más pequeña, en algún lugar donde luzca el sol.
Conque era esto, pensó Richards. De todos modos, el viejo se mostraba considerado al avisarle con tres meses de anticipación. Pero, tal como estaba el mercado de trabajo, tendría que empezar a buscar en seguida. Y no era sólo el trabajo, sino la linda y pequeña vivienda de que disfrutaba ahora.
Hanson tomó un grueso sobre de encima de la repisa de la chimenea. Lo tendió a Richards, que lo tomó sin comprender.
—Temo —dijo Hanson— que, a menos que los futuros ocupantes de la casa quieran seguir contando con sus servicios y con los de Mrs. Richards, tendrá que buscar otro empleo.
—Sí, señor —dijo Richards.
—Desde luego, le dejaré las, mejores referencias antes de marcharme —repuso Hanson—. Sin embargo, por razones de negocio, le estimaré que no mencione esto en el pueblo, ni lo diga a nadie hasta que sea necesario. También le agradecería que no buscase otro empleo hasta, digamos, el primero de noviembre. Dicho en pocas palabras, no quisiera que se supiese de momento la noticia de mi próxima partida.
—Muy bien, señor —contestó Richards, que sostenía aún el grueso sobre.
—Esto me lleva —dijo Hanson— a la última cuestión. Ese sobre. Usted y Mrs. Richards me han servido bien y fielmente durante los pasados doce años. Quiero que sepa que lo aprecio. Siempre lo he apreciado.
—Gracias, señor.
—Les agradecería mucho que siguiesen igualmente fieles a mi memoria cuando me haya ido. Sé que pedirle que no busque empleo durante las próximas seis semanas puede ser duro para usted. Aparte de esto, quisiera ayudarle de algún modo en su vida futura. Este sobre contiene diez mil libras, en billetes usados de veinte libras.
Richards perdió al fin su aplomo. Arqueó las cejas.
—Gracias, señor —dijo.
—Por favor, no me lo agradezca —dijo Hanson—. Se lo doy en la desacostumbrada forma de dinero efectivo, porque, como casi todo el mundo, me fastidia que el fisco se lleve una buena tajada del dinero que he ganado con mi trabajo.
—Tiene usted razón —dijo, calurosamente, Richards.
Podía palpar los gruesos fajos de billetes a través del sobre.
—Una cantidad como esta devengaría un fuerte impuesto, que usted tendría que pagar. Yo le aconsejaría que no lo ingresase en el Banco, sino que lo guardase en lugar seguro. Y que no gastara cantidades importantes que pudiesen llamar la atención. Está únicamente destinado a ayudarle en su nueva vida, dentro de unos meses.
—No se preocupe, señor —dijo Richards—. Conozco el paño. Todos hacen lo mismo, hoy en día. Y muchísimas gracias, en nombre de los dos.
Richards cruzó el patio enarenado para seguir limpiando el flamante «Rolls Royce». Se sentía optimista. Su salario había sido siempre generoso, y, teniendo habitación de balde, había podido ahorrar bastante. Con esta nueva ganga, quizá no tendría necesidad de volver a la cada vez más agotada bolsa de trabajo. Había una pequeña casa de huéspedes en Porthcawl, en su Gales natal, que él y Megan habían descubierto aquel mismo verano…
El 1 de octubre por la mañana, Timothy Hanson bajó de su dormitorio antes de que el sol se hubiese elevado sobre el horizonte. Mrs. Richards tardaría aún una hora en llegar para prepararle el desayuno y empezar la limpieza.
Había sido otra noche terrible, y las píldoras que guardaba en el cajón cerrado de su mesita de noche iban perdiendo la batalla contra las punzadas de dolor que le desgarraban el bajo vientre. Estaba pálido y macilento, más viejo de lo que correspondía a su edad. Se dio cuenta de que ya no había nada que hacer. Había llegado su hora. Pasó diez minutos escribiendo una breve nota a Richards, pidiéndole disculpas por su inofensiva mentira de quince días atrás y diciéndole que telefonease a Martin Pound para que viniese inmediatamente. Dejó la carta sobre el suelo, en lugar visible junto a la puerta de la biblioteca, destacando contra el oscuro entarimado. Después telefoneó a Richards y dijo al hombre adormilado que le contestó que no necesitaría que Mrs. Richards le sirviese temprano el desayuno, pero que, en cambio, necesitaría al chofer en la biblioteca, dentro de treinta minutos.
Cuando hubo terminado, sacó de su mesa escritorio la escopeta cuyos cañones había recortado unos 25 cm. para hacerla más manejable. La cargó con dos cartuchos de grueso calibre y se retiró a la biblioteca.
Meticuloso hasta el fin, cubrió su sillón de orejas predilecto con una gruesa manta, consciente de que pronto pertenecería a otra persona. Se sentó en el sillón, acariciando el arma. Echó una última mirada a los libros que tanto apreciaba y a las vitrinas que habían albergado su tan querida colección de monedas raras. Después, dirigió los cañones contra su pecho, apoyó el dedo en los gatillos, aspiró profundamente y disparó sobre su corazón.
Mr. Martin Pound cerró la puerta de la sala de juntas contigua a su despacho y ocupó su sitio en la cabecera de la larga mesa. En la mitad de ésta, a la derecha, hallábase sentada Mrs. Armitage, hermana de su cliente y amigo, y a la que conocía por referencias. Su marido se sentaba a su lado. Ambos vestían de negro. Al otro lado de la mesa, con aire aburrido e indolente, estaba sentado su hijo. Tarquín, joven de poco más de veinte años y que parecía sentir un interés desordenado por el contenido de su desmesurada nariz. Mr. Pound se caló las gafas y se dirigió al trío.
—Deben saber que el difunto Timothy Hanson me pidió que actuase como único albacea en su sucesión. En circunstancias normales, y en mi expresada condición, habría abierto el testamento inmediatamente después de su muerte, para el caso de que hubiese alguna instrucción inmediata, referente, por ejemplo, a la forma del entierro.
—Entonces, ¿no lo redactó usted? —preguntó Armitage, padre.
—No, no lo redacté —respondió Pound.
—¿Y no sabe el contenido? —preguntó Armitage, hijo.
—No; lo desconozco —dijo Pound—. En realidad, el difunto Mr. Hanson impidió la apertura del testamento, al dejarme una carta personal sobre la repisa de la chimenea de la habitación donde murió. En ella ponía en claro varias cosas, que ahora estoy en condiciones de comunicarles a ustedes.
—Vayamos al testamento —dijo el joven Armitage.
Mr. Pound le miró fríamente y no le respondió.
—Cállate, Tarquín —dijo suavemente Mrs. Armitage.
Pound siguió diciendo:
—En primer lugar, Timothy Hanson no se suicidó en un estado de desequilibrio mental. En realidad, estaba en la última fase de un cáncer incurable, y conocía su enfermedad desde el mes de abril último.
—Pobre infeliz —dijo Armitage, padre.
—Yo mostré después esta carta al instructor del Condado de Kent, y el hecho fue confirmado por el médico forense en la autopsia. Esto permitió que las formalidades del certificado de defunción y la encuesta se cumplieran en sólo quince días. En segundo lugar, decía claramente que no quería que se abriese y leyese el testamento hasta que hubiesen terminado aquellas formalidades. Por último, declaraba su deseo de que se procediese a una lectura formal del testamento, con abstención de toda comunicación por correo, en presencia de su única pariente superviviente, su hermana Mrs. Armitage, y el marido y el hijo de ésta.
Los otros tres miraron a su alrededor con creciente y no precisamente dolorida sorpresa.
—Pero sólo estamos nosotros tres aquí —dijo Armitage, hijo.
—Exacto —dijo Pound.
—Entonces, debemos ser los únicos beneficiarios —dijo Armitage, padre.
—No necesariamente —repuso Pound—. Si les he convocado hoy aquí, ha sido sólo atendiendo a la carta de mi difunto cliente.
—Si pretendió gastarnos una broma… —dijo hoscamente Mrs. Armitage.
Apretó los labios, con facilidad nacida de una larga práctica.
—¿Puedo proceder a la lectura del testamento? —preguntó el señor Pound.
—Adelante —dijo el joven Armitage.
Martín Pound tomó un fino cortapapeles y abrió cuidadosamente el grueso sobre que tenía en la mano. Sacó de el otro sobre abultado y un documento de tres páginas, con los márgenes de la izquierda sujetos con una cinta verde. Pound dejó a un lado el voluminoso sobre y abrió el pliego de papeles. Empezó a leer.
—«Esta es la última voluntad de Timothy John Hanson, natural de…»
—Sabemos todo esto —interrumpió Armitage, padre.
—Vaya al grano —dijo Mrs. Armitage.
Pound les miró con disgusto por encima de las gafas. Prosiguió:
—«Declaro que este mi testamento debe ser protocolizado de acuerdo con la ley inglesa. Segundo: revoco todos mis anteriores testamentos y actos de última voluntad…»
Armitage, hijo, lanzó un ruidoso suspiro, como si estuviese acabando la paciencia.
—«Tercero: nombro albacea a Martín Pound, de Pound y Gogarty, abogado, y le encargo que administre mi herencia, pague todas mis deudas legítimas y cumpla la cláusula de este mi testamento. Cuarto: pido a mi albacea que, al llegar a este punto de la lectura, abra el sobre adjunto, en el que encontrará el dinero para los gastos de mi entierro, el pago de sus honorarios profesionales y cualesquiera otros desembolsos que tuviese que hacer para el cumplimiento de mi voluntad. En el caso de que sobrase algún dinero, le ruego que lo destine a una obra de caridad de su propia parroquia.»
Mr. Pound dejó el testamento y asió de nuevo el cortapapeles. Sacó del sobre cinco fajos de billetes de 20 libras, todos nuevos y sujetos con una cinta de color castaño en la que se indicaba que cada fajo contenía la suma de 1.000 libras. Se hizo el silencio en la sala. Armitage, hijo, dejó de explorar una de sus cavidades nasales y contempló fijamente el montón de dinero, con la indiferencia de un sátiro observando a una virgen. Martín Pound volvió a tomar el testamento.
—«Quinto: pido a mi único albacea que, en consideración a nuestra larga amistad, asuma sus funciones el día siguiente a mi entierro.»
Martin Pound volvió a mirar por encima de las gafas.
—En circunstancias normales —dijo—, habría ya inspeccionado el negocio de Mr. Hanson en la ciudad y sus otros bienes conocidos, para asegurarme de que eran administrados bien y fielmente, al objeto de que los beneficiarios no sufriesen perjuicios por negligencias en la gestión. Sin embargo, sólo en este instante he sido encargado oficialmente del albaceazgo, y antes de ahora no podía hacerlo. Además, resulta que no puedo empezar hasta el día siguiente al del entierro.
—Oiga —dijo Armitage, padre—, si hubiese negligencia, podría reducirse el valor de la herencia, ¿no?
—No puedo decirlo —respondió Pound—. Pero dudo de que se produzca tal cosa. Mr. Hanson tenía unos auxiliares excelentes en su negocio de la City, y sé de fijo que confiaba en su lealtad y en su competencia.
—Sin embargo, ¿no sería mejor que usted hiciese algo? —sugirió Armitage.
—El día después del entierro —dijo Pound.
—Entonces, que el entierro se celebre lo antes posible —intervino Mrs. Armitage.
—Como usted quiera —dijo Pound—. Usted
es su
más próxima pariente. «Sexto: de todo el resto de mis bienes, instituyo…»
Aquí, Martin Pound hizo una pausa y pestañeó, como si no pudiese dar crédito a lo que leía. Tragó saliva y prosiguió:
—«…instituyo heredera a mi querida hermana, en la confianza de que compartirá su buena fortuna con su querido esposo Norman y con su simpático hijo Tarquín. Ello sujeto a la condición establecida en el párrafo séptimo.»
Hubo un silencio de pasmo. Mrs. Armitage se llevó delicadamente el pañuelo a los ojos, no para enjugar una lágrima, sino para disimular la sonrisa que torcía las comisuras de sus labios. Cuando apartó el pañuelo, miró a su esposo y a su hijo con el aire de una gallina vieja que, al levantar el trasero, se ha encontrado con un huevo de oro macizo. Los dos Armitage varones permanecieron sentados, con la boca abierta.