—¿A cuánto asciende su caudal? —preguntó al fin el padre.
—Realmente, no lo sé —dijo Pound.
—Vamos, tiene usted que saberlo —insistió el hijo—. Aproximadamente. Usted llevaba todos sus asuntos.
Pound pensó en el abogado desconocido que había redactado el testamento que tenía en la mano.
—Casi todos… —dijo.
—¿Y bien…?
Pound cedió. Por muy desagradable que le resultasen los Armitage, eran los únicos beneficiarios del testamento de su difunto amigo.
—Yo diría, dados los precios actuales en el mercado, y suponiendo que se realizasen todos los bienes, entre dos millones y medio y tres millones de libras.
—¡Diablos! —exclamó el viejo Armitage, y empezó a hacer un cálculo mental—. ¿A cuánto ascenderá el impuesto de sucesiones?
—Temo que a un suma muy importante.
—¿Cuánto?
—Siendo una herencia tan cuantiosa, aplicarán a buena parte de ella el mayor índice, que es del setenta v cinco por ciento. Sobre el total, calculo que será aproximadamente el sesenta y cinco por ciento.
—¿Quedando un millón limpio? —preguntó el hijo.
—Es una estimación muy vaga, compréndalo —respondió Pound, desatentadamente.
Pensó en cómo había sido su amigo Hanson: educado, caprichoso minucioso. Por el amor de Dios, Timothy, ¿por qué, por qué lo has hecho?
—Queda el párrafo séptimo —observó.
—¿Qué dice? —preguntó Mrs. Armitage, saliendo de su ensueño referente a un auge social.
Pound reanudó la lectura.
—«Durante toda mi vida, me ha horrorizado que un día pueda ser comido bajo tierra por los gusanos y otros parásitos —leyó—. Por consiguiente, hice construir un ataúd forrado de plomo, que se encuentra depositado en la empresa de pompas fúnebres "Bennet y Gaines", en la población de Ashford. Quiero ser llevado en él a mi última morada. En segundo lugar, nunca he querido que un día pudiese desenterrarme una excavadora o algo por el estilo. En consecuencia, ordeno que arrojen mi cadáver al mar, concretamente a veinte millas al sur de la costa de Devon, donde antaño serví como oficial de Marina. Por último, quiero que sean mi hermana y mi cuñado quienes, por el amor que me profesaron durante toda su vida, se encarguen de lanzar mi ataúd al océano. Y digo a mi albacea que, si no se cumpliese cualquiera de estas disposiciones, o mis beneficiarios pusiesen cualquiera impedimento, quedará nulo y sin efecto todo lo anteriormente establecido, y la totalidad de mi herencia pasarán a la Hacienda.»
Martin Pound levantó la mirada. En su fuero interno, le sorprendían los temores y caprichos de su amigo, pero no dio la menor señal de ello.
—Ahora, Mrs. Armitage, tengo que preguntarle formalmente: ¿tiene usted que formular alguna objeción a los deseos expresados por su difunto hermano en el párrafo séptimo?
—Realmente, un entierro en el mar es una estupidez —dijo ella—. Y no creía que estuviese permitido.
—Es sumamente raro, pero no ilegal —respondió Pound—. Conozco otros casos.
—Será muy caro —dijo el hijo—. Mucho más que en un cementerio. ¿Por qué no una cremación?
—El costo del entierro no afectará a la herencia —dijo seriamente Pound—. Los gastos saldrán de aquí —Tocó las 5.000 libras que tenía junto al codo—. Y ahora, ¿alguna objeción?
—Bueno, no sé…
—Tengo que advertirles que, si se oponen, el testamento quedará nulo y sin valor en lo tocante a ustedes.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Que todo pasaría al Estado —gruñó su marido.
—Exactamente —dijo Pound.
—Entonces, no me opongo —dijo Mrs. Armitage—. Aunque pienso que es una ridiculez.
—Si es así, ¿debo entender que me autoriza para tomar las disposiciones necesarias? —preguntó Pound.
Mrs. Armitage asintió bruscamente con la cabeza.
—Cuanto antes mejor —dijo su marido—. Así podremos proceder a la protocolización del testamento y al cobro de la herencia.
Martin Pound se levantó rápidamente. Estaba harto.
—No hay más cláusulas en el testamento. Todas sus páginas están firmadas por el testador y los testigos. Por consiguiente, creo que no hay más que discutir. Haré las gestiones necesarias y me pondré en contacto con ustedes para fijar el día y el lugar. Buenos días.
No es muy agradable encontrarse en medio del Canal de la Mancha a mediados de octubre, salvo para los entusiastas. Mr. y Mrs. Armitage dejaron bien claro, antes de salir del puerto, que a ellos no les entusiasmaba en absoluto.
Mr. Pound suspiró, mientras aguantaba los embates del viento en la popa de la embarcación, para no tener que estar con ellos en la cabina. Había tardado una semana en hacer las gestiones y había contratado una barca de arrastre en Brixham, Devon. Los tres marineros que la tripulaban habían aceptado el desacostumbrado trabajo, después de fijar un precio adecuado y de asegurarse de que no quebrantarían ninguna ley. En aquella época, la pesca en el Canal rendía poco.
Se había necesitado una polea para subir el ataúd de media tonelada a la camioneta, en el patio de atrás de la empresa de pompas fúnebres kentiana. Después, la camioneta había arrancado y el automóvil negro la había seguido hasta la costa del Sudoeste. Los Armitage no habían parado de quejarse en todo el trayecto. En Brixham, la camioneta se había arrimado al muelle, y el ataúd había sido depositado en la barca. Ahora estaba atravesado sobre dos tablones en la amplia cubierta de popa, brillando su encerada madera de roble y sus pulidas guarniciones de metal bajo el cielo de la mañana de otoño.
Tarquin Armitage había acompañado al grupo en el automóvil hasta Brixham, pero, después de echar una mirada al mar, había preferido quedarse en el caldeado interior de una hostería de la población. En todo caso, su presencia en la ceremonia fúnebre era innecesaria. El capellán retirado de la Marina Real, a quien había localizado Pound a través del correspondiente departamento del Almirantazgo, había aceptado con satisfacción un generoso estipendio por sus servicios y se hallaba ahora sentado en la pequeña cabina con los demás, cubierto su sobrepelliz con un grueso gabán.
El patrón de la barca de arrastre anduvo sobre la cubierta y se acercó a Pound. Sacó una carta marina, que fue agitada por la brisa, y señaló con el dedo índice un punto a veinte millas al sur del puerto de partida. Arqueó una ceja. Pound asintió con un movimiento de cabeza.
—Aguas profundas —dijo el patrón. Señaló el ataúd con la cabeza—. ¿Le conocía usted?
—Mucho —dijo Pound.
El patrón lanzó un gruñido. Tripulaba la pequeña barca de arrastre con su hermano y un primo; casi todos aquellos pescadores eran parientes. Estos tres eran rudos devonianos, de cara y manos tostadas por el sol, de la madera de sus antepasados, que habían pescado en aquellas turbulentas aguas desde los tiempos en que Drake aprendía la diferencia entre el palo mayor y el de mesana.
—Llegaremos dentro de una hora —dijo, y volvió tambaleándose a la proa.
Cuando llegaron al lugar señalado, el patrón situó la barca de proa al viento y la mantuvo inmóvil con el motor casi parado. El primo tomó una larga pieza de madera, tres tablas fijadas con travesanos por su parte inferior, de una anchura total de un metro, y la apoyó en la borda, con la cara lisa hacia arriba y de manera que la barandilla quedase casi en la mitad del plano en declive, a la manera del eje de un columpio. Así, la mitad de la rampa se apoyaba en la cubierta, y la otra mitad sobresalía sobre el encrespado mar. Mientras el hermano del patrón manejaba el motor de la cabria, su primo prendía unos ganchos en las cuatro asas metálicas del ataúd.
Zumbó el motor y se tensaron los cables. El gran ataúd se alzó de la cubierta. El hombre de la cabria lo mantuvo a una altura de un metro y el primo empujó el féretro de roble sobre las tablas. Lo situó de cara al mar y asintió con la cabeza. El de la cabria lo bajó hasta apoyarlo justamente sobre la barandilla. Aflojó los cables y el ataúd, con un chasquido, quedó en la debida posición, medio fuera y medio dentro de la barca. Mientras el primo lo mantenía fijo, el de la cabria bajó, quitó los ganchos y ayudó a levantar el borde de las tablas hasta dejarlas en sentido horizontal. Ahora el ataúd pesaba poco, porque estaba equilibrado. Uno de los hombres miró a Pound y éste llamó al capellán y a los Armitage para que saliesen de su refugio.
Los seis permanecieron en silencio bajo las nubes bajas, salpicados ocasionalmente por la cresta de una ola al pasar y esforzándose en mantener el equilibrio en aquel mar embravecido y sobre la oscilante cubierta. En honor del capellán, hay que decir que fue lo más breve posible, dentro de la dignidad, agitados sus blancos cabellos y el sobrepelliz por las ráfagas del viento. Norman Armitage estaba también descubierto, y parecía mareado como el loro del cuento y helado hasta los huesos. Lo que pensaba de su difunto pariente, que yacía ahora tan cerca de él, envuelto en capas de alcanfor, plomo y roble, puede presumirse fácilmente. En cuanto a Mrs. Armitage, con su abrigo de pieles, su sombrero y una bufanda de lana, sólo se le podía ver la afilada y helada nariz.
Martin Pound contempló el cielo mientras seguía el sacerdote con su rezo. Una gaviota solitaria daba vueltas en el viento, insensible a la humedad, al frío y al mareo, sin saber nada de impuestos y testamentos y parientes, autosuficiente en su perfección aerodinámica, independiente, libre. El abogado volvió a mirar el ataúd y, después, el océano. No estaba mal, pensó, si uno se dejaba llevar por el sentimentalismo. Personalmente, nunca se había preocupado de lo que sería de él después de muerto, y no sabía que a Hanson le hubiese importado tanto esta cuestión. Pero, si a uno le importaban estas cosas, no era un mal lugar de descanso. Vio la madera de roble salpicada de espuma que nunca podría penetrar en ella. «Bueno, nadie te molestará ahí, viejo amigo», pensó.
—…encomendamos a Tu eterna clemencia a nuestro hermano Timothy John Hanson, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Pound advirtió, de pronto, que el sacerdote había terminado. Éste le miraba, interrogador. Pound hizo una seña a los Armitage. Éstos se situaron junto a los pescadores y apoyaron una mano en la parte de atrás del ataúd. Pound asintió con la cabeza, en dirección a los hombres, que levantaron poco a poco el extremo de las tablas. El otro extremo se hundió en el agua. Por fin se movió el ataúd. Los dos Armitage empujaron. Se oyó un chirrido y el féretro se deslizó rápidamente. La barca osciló. El ataúd golpeó el lado de una ola, con un ruido sordo, más que un chasquido. Y desapareció. Instantáneamente. Pound miró al patrón, que estaba arriba, en la caseta del timón. El hombre levantó una mano y señaló en dirección al sitio de donde habían venido. Pound asintió de nuevo con la cabeza. Aumentó el zumbido del motor. Las tablas habían sido retiradas y guardadas. Los Armitage y el capellán corrían a guarecerse. Aumentaba la fuerza del viento.
Era casi de noche cuando doblaron la punta del malecón de Brixham; las primeras luces brillaban en las casas de allende el muelle. El capellán tenía su cochecito aparcado cerca de allí, y se marchó rápidamente. Pound pagó al patrón, satisfecho de ganar en una tarde tanto como en una semana pescando caballas. Los de la empresa de Pompas Fúnebres esperaban con el automóvil y el aburrido Tarquín Armitage. Pound les cedió el automóvil para ellos solos. Prefería volver a Londres en tren, sin compañía.
—Espero que calculará usted inmediatamente el valor del caudal —dijo Mrs. Armitage, con voz estridente—. Y que hará protocolizar el testamento. No queremos más comedias.
—Tengan la seguridad de que no perderé tiempo —dijo fríamente Pound—. Tendrán mis noticias.
Saludó y se dirigió a la estación. Presumía que el asunto no sería largo. Tenía ya todos los detalles de la herencia de Hanson. Y todo estaría en orden. Hanson era un hombre tan precavido…
Hasta mediados de noviembre no pudo Mr. Pound comunicar de nuevo con los Armitage. Aunque sólo invitó a Mrs. Armitage, como única beneficiaria, a visitar su bufete de Gray's Inn Road, ella se presentó con su marido y su hijo.
—En cierto modo, me encuentro un poco perplejo —digo el abogado.
—¿Sobre qué?
—Sobre el caudal de su difunto hermano, Mrs. Armitage. Permita que le explique. Como abogado de Mr. Hanson, sabía ya cuáles eran las diversas partidas que componían su herencia; por consiguiente, pude examinarlas una a una sin pérdida de tiempo.
—¿Y qué son? —preguntó ella, bruscamente.
Pound no permitió que le apremiasen.
—Tenía, en efecto, siete partidas importantes en su caudal. En conjunto, representan el noventa y nueve por ciento de sus bienes. En primer lugar, estaba el negocio de monedas raras y preciosas que tenía en la City. Debe usted saber que era una empresa privada de su exclusiva propiedad. La fundó y la desarrolló él mismo. También poseía, a través de la empresa, el edificio en que se halla emplazada. Lo compró, con una hipoteca, poco después de la guerra, cuando los precios eran bajos. La hipoteca fue cancelada hace tiempo; la empresa poseía el edificio libre de cargas, y él poseía la empresa.
—¿Qué valor tiene todo esto? —preguntó Armitage, padre.
—Aquí no hay problema —dijo Pound—. Con el edificio, las mercaderías en existencia, la clientela y los alquileres pendientes de las otras tres compañías ocupantes del inmueble, exactamente un millón doscientas cincuenta mil libras.
El joven Armitage silbó entre dientes e hizo un guiño.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud? —preguntó Armitage.
—Porque lo vendió por esa suma.
—¿Qué…?
—Tres meses antes de morir, después de unas breves negociaciones, vendió la empresa, con todo su activo, a un rico comerciante holandés que deseaba comprarla desde hacía años. La suma pagada es la que acabo de mencionar.
—Pero él trabajó allí hasta casi el día de su muerte —objetó Mrs. Armitage—. ¿Quién más sabía esto?
—Nadie —dijo Pound—. Ni siquiera el personal. La escritura de venta del edificio fue redactada por un abogado modesto, el cual, cumpliendo su deber, no dijo una palabra acerca de ello. El resto de la venta se hizo constar en contrato privado entre él y el comprador holandés. Pero se establecían condiciones. Sus cinco empleados debían conservar sus puestos, y él seguiría como único gerente hasta final de este año o hasta su muerte, si se producía, como así fue, antes de aquella fecha. Desde luego, el comprador pensó que esto no era más que una formalidad.