—¿Consiguió averiguar su nombre? —preguntó el juez Comyn.
Mr. Keane pareció perplejo.
—No lo intenté —dijo—. Era el acusado quien tenía las cartas. En todo caso, trataba de estafarme.
Terminadas las pruebas de la acusación, O'Connor subió al estrado para declarar en su propio interés. El secretario le tomó juramento. Su declaración fue tan sencilla como quejumbrosa. Se ganaba la vida comprando y vendiendo caballos, lo cual no era un delito. Le gustaba jugar a las cartas con los amigos, aunque era bastante torpe con ellas. Una semana antes de su viaje en tren del 13 de mayo, estaba tomando una cerveza en un
pub
de Dublín cuando sintió un bulto en el banco de madera, debajo de su muslo.
Era una baraja, sin duda abandonada por un anterior ocupante del banco, y, ciertamente, no era nueva. Pensó en entregarla al hombre del bar, pero se dio cuenta de que una baraja tan usada no tenía ningún valor. Por esto la guardó, para distraerse haciendo solitarios en sus largos viajes en busca de un potro o una yegua para sus clientes.
Si las cartas estaban marcadas, él lo ignoraba en absoluto. No sabía nada de los sombreados y de los recortes de que había hablado el detective. Ni siquiera habría sabido qué buscar en el reverso de unos naipes encontrados en un banco de un
pub
.
En cuanto a hacer trampas, ¿no ganaban los tramposos?, preguntó al jurado. Él había perdido libras y 10 chelines durante aquel viaje, en beneficio de un desconocido. Se había portado como un imbécil, pues el desconocido tenía la suerte de cara. Si Mr. Keane había apostado y perdido más que él, quizá se debió a que Mr. Keane era aún más atrevido que él. Negaba en absoluto haber hecho trampa, o no habría perdido un dinero ganado a costa de muchos sudores.
Al interrogarle, el fiscal trató de destruir su historia. Pero el hombrecillo se aferró a ella con cortés y modesta tenacidad. Por último, el fiscal tuvo que sentarse sin obtener mayores resultados.
O'Connor volvió al banquillo y esperó. El juez Comyn le miró desde el estrado. «Eres un pobre diablo, O'Connor —pensó—. O lo que has dicho es verdad, en cuyo casi tienes mala suerte con las cartas: o no lo es, y en ese caso eres el fullero más incompetente del mundo. Sea como fuere, has perdido dos veces, con tus propias cartas, en provecho de dos viajeros desconocidos.»
Sin embargo, al resumir el debate, no podía plantear aquel dilema. Señaló al jurado que el acusado sostenía que había encontrado la baraja en un
pub
de Dublín y que ignoraba que los naipes estuviesen marcados. Él jurado podía creerlo o no creerlo; pero lo cierto era que la acusación no había podido probar lo contrario y, según la ley irlandesa, la prueba incumbía a la acusación.
En segundo lugar, el acusado había dicho que había sido Mr. Keane, y no él, quien había sugerido la partida de póquer y jugar con dinero, y Mr. Keane había reconocido que esto podía ser verdad.
Pero, más importante aún, la acusación sostenía que el acusado había ganado dinero al testigo Lurgan Keane haciendo trampas en el juego. Tanto si hubo como si no hubo trampas, el testigo Keane había reconocido bajo juramento que el acusado no había recibido dinero alguno de él. Tanto el testigo como el acusado habían perdido, aunque en muy diferentes cantidades. Considerando esta cuestión, la acusación no podía prosperar. Su deber era recomendar al jurado que absolviese al inculpado. Y, como conocía a su gente, señaló también que sólo faltaban quince minutos para la hora del almuerzo.
Tiene que ser un caso muy grave para que un jurado de Kent retrase la hora del almuerzo; por consiguiente, los doce hombres buenos volvieron al cabo de diez minutos, con un veredicto de inocencia. O'Connor fue absuelto y se alejó del banquillo. El juez Comyn se quitó la toga en el vestuario del tribunal, colgó la peluca en una percha y salió del edificio, en busca de su propio almuerzo. Sin toga y sin peluca, cruzó la acera de delante del tribunal sin que nadie le reconociese.
Y a punto estaba de cruzar la calzada, en dirección al principal hotel de la población, donde le esperaba un suculento salmón del «Shannon», cuando vio que salía del patio del hotel un hermoso y resplandeciente automóvil de buena marca. O'Connor iba al volante.
—¿Ve usted aquel hombre? —preguntó una voz asombrada junto a él.
El juez se volvió y se encontró con que el abacero de Tralee estaba a su lado.
—Sí —dijo.
El automóvil salió del patio del hotel. Sentado junto a O'Connor, había un pasajero vestido de negro.
—¿Y ve al que está sentado a su lado? —preguntó Keane, aún más asombrado.
El coche avanzó en su dirección. El clérigo protector de los huérfanos de Dingle sonrió con benevolencia a los dos hombres de la acera y levantó dos dedos rígidos. Después, el automóvil se alejó calle abajo.
—¿Ha sido una bendición clerical? —preguntó el abacero.
—Puede que sí —dijo el juez Comyn—, aunque lo dudo.
—¿Y por qué va vestido de esa manera? —preguntó Lurgan Keane.
—Porque es un sacerdote católico —dijo el juez.
—¡Qué va a ser! —exclamó acaloradamente el abacero—. Es un granjero de Wexford.
[1]
Se me ha indicado que este cuento no corresponde al género de los otros que forman esta colección y no se adapta a ninguna categoría real. Es pura idiosincrasia por mi parte, pero he resuelto incluirlo de todos modos. Me lo contó un amigo irlandés, que me juró que era absolutamente verídico y que le había ocurrido a él. Por esta razón, a diferencia de todos los demás cuentos, he preferido contarlo en primera persona. F. F.
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