Bernadette se agitó a mi lado. Estaba rígida, presa de sus pensamientos. Yo sabía cuáles eran éstos. Recuerdos de aquellas mañanas de mayo en que las botas claveteadas de los pelotones de ejecución resonaban al marchar desde el cuartel hasta la cárcel en la oscuridad que precede al amanecer. De los soldados que esperaban pacientemente en el patio gris de la cárcel a que el preso fuese conducido al poste levantado delante del paredón del fondo.
Y de su tío. Debía de estar pensado en él, en la noche tibia. El hermano mayor de su padre, adorado aunque muerto antes de nacer ella, negándose a hablar en inglés con los carceleros, hablando sólo en irlandés ante el Consejo de Guerra, erguida la cabeza, levantando el mentón, mirando los cañones de los fusiles al asomar el sol en el horizonte. Y de todos los otros… O'Connell, Clarke, MacDonocugh y Padraig Pearse. Sí, Pearse.
Gruñí, irritado por mi propia tontería. Era una estupidez. En aquellos tiempos, hubo muchos otros, violadores, saqueadores, asesinos, desertores del Ejército británico, que habían sido fusilados después de un Consejo de Guerra. Había muchos delitos sancionados obligatoriamente con la pena de muerte. Y había guerra, con lo que aumentaban las penas capitales.
«En el verano», había dicho Price. Era un largo período. Desde mayo hasta finales de setiembre. Y los acontecimientos de la primavera de 1916 fueron grandes sucesos en la historia de una pequeña nación. Los soldados rasos no tienen arte ni parte en los grandes sucesos. Rechacé los recuerdos y me dormí.
Nos despertamos temprano, porque el sol entró a raudales por la ventana poco después del amanecer y las gallinas armaron un ruido capaz de despertar a los muertos. Nos lavamos, y yo me afeité lo mejor que pude, con el agua del aguamanil, y después arrojamos ésta por la ventana al patio. Así humedecería la tierra calcinada. Nos vestimos con la misma ropa del día anterior y bajamos.
Madame Price dispuso tazones de humeante café con leche sobre la mesa, y también pan untado con mantequilla, que despachamos de buen grado. No había señales de su marido. Apenas había terminado mi café cuando Madame Price me hizo señas para que la siguiese a la puerta de la granja. En el patio pisoteado por las vacas, junto a la carretera, estaban mi «Triumph» y un hombre que resultó ser el dueño del taller mecánico. Pensé que Mr. Price podría servirme de intérprete, pero no pude verle en parte alguna.
El mecánico me dio muchas explicaciones, de las que entendí una sola palabra: «
Carborateur
.» La repitió varias veces e hizo ademán de soplar en un tubo como para quitar una partícula de polvo. Conque era esto…, una cosa muy sencilla. Me prometí seguir un curso de mecánica elemental. Me pidió mil francos, que, antes de que De Gaulle inventase el nuevo franco, equivalía más o menos a una libra esterlina. Me dio las llaves del coche y se despidió.
Pague otros mil francos a Madame Price (en aquellos días, uno podía tomarse unas vacaciones en el extranjero por muy poco dinero) y llamé a Bernadette. Cargamos la maleta y montamos en el coche. El motor arrancó inmediatamente. Madame nos dirigió un último saludo y entró en la casa.
Puse marcha atrás, giré y me dirigí a la carretera.
Acababa de llegar a ésta cuando me detuvo un fuerte grito. A través de la ventanilla abierta, vi a Mr. Price cruzando el patio en nuestra dirección y blandiendo su hacha como si fuese un mondadientes.
Me quedé boquiabierto, porque pensé que iba a atacarnos. Si hubiese querido, habría podido partir el coche en pedazos. Entonces vi una expresión de júbilo en su semblante. El grito y el movimiento del hacha habían sido solamente para llamar nuestra atención antes de que nos alejásemos.
Llegó jadeando y su cara de luna apareció junto a la ventanilla.
—Lo he recordado —dijo—. Lo he recordado.
Me quedé pasmado. Estaba contento como un chiquillo que ha hecho algo especial para agradar a sus padres.
—¿Recordado? —inquirí. Asintió con la cabeza.
—El nombre del hombre a quien matamos aquella mañana. Era un poeta llamado Pearse.
Bernadette y yo nos quedamos aturdidos, inmóviles, inexpresivos, mirándole sin reaccionar. El júbilo se desvaneció en su semblante. Se había esforzado mucho en complacernos, y había fracasado. Había tomado muy en serio mi pregunta y había estrujado su pobre cerebro durante toda la noche, buscando una información que, para él, era completamente baladí. La había encontrado hacía diez segundos, después de tantos esfuerzos. Con el tiempo justo para dárnosla. Y nosotros sólo le mirábamos, sin decir ni expresar nada.
Sus hombros se encogieron. Después, se irguió, se volvió y regresó a sus pedazos de leña detrás del cobertizo. Poco después, escuché el ritmo de sus hachazos.
Bernadette estaba mirando fijamente hacia delante, a través del parabrisas. Estaba blanca como la cera y tenía los labios apretados. En mi mente se pintó la imagen de un muchacho corpulento y torpón de Rhondda Vallcy, tomando un fusil y una sola bala de manos del comisario ordenador, en su cuartel de Islandbridge, hacía muchos años.
Bemadette habló:
—Un monstruo —dijo.
Yo miré a través del patio hacia el lugar donde un hacha subía y bajaba, manejada por un hombre que, con un solo disparo, había desencadenado una guerra y lanzado a una nación por el camino de su independencia.
—No, querida mía —dije—; no es ningún monstruo. Sólo es un soldado que cumplió con su deber.
Metí la marcha y arrancamos en dirección a Bergerac.
Timothy Hanson enfocaba los problemas de la vida con paso tranquilo y pausado. Se enorgullecía de su acostumbrado sistema de análisis sereno, seguido de la elección de la alternativa más favorable y de una resuelta puesta en práctica, todo lo cual le había llevado, en los comienzos de su edad madura, a la riqueza y a la posición de que ahora disfrutaba.
Aquella fresca mañana de abril, se quedó plantado en el peldaño superior de la escalinata de la casa de Devonshire Street, corazón de la
élite
médica de Londres, y se examinó, mientras la reluciente puerta negra se cerraba respetuosamente detrás de él.
El doctor, viejo amigo que era su médico de cabecera desde hacía muchos años, se habría sentido preocupado y afligido incluso con un extraño. Tratándose de un amigo, la cosa había resultado aún más dura para él. Había mostrado una angustia mayor que la de su paciente.
—Timothy, sólo tres veces en mi carrera he tenido que dar una noticia como ésta —había dicho, apoyando las manos sobre los dictámenes y las radiografías que tenía delante—. Debes creerme si te digo que es la experiencia más triste en la vida de un médico.
Hanson le había dicho que le creía.
—Si fueses diferente de como sé que eres —había dicho el médico—, me habría sentido tentado a mentirte.
Hanson le había dado las gracias por el cumplido y por su sinceridad.
El doctor le había acompañado personalmente hasta la puerta del consultorio.
—Si puedo hacer algo… Sé que parece una tontería…, pero ya sabes lo que quiero decir…, cualquier cosa…
Hanson había dado un apretón al brazo del médico y sonreído a su amigo. Había sido suficiente.
La recepcionista en bata blanca le había abierto la puerta de la calle. Hanson estaba ahora plantado allí, y respiró profundamente. El aire era fresco y limpio. El viento del nordeste había barrido la ciudad durante la noche. Desde el peldaño superior, contempló la calle de casas discretas y elegantes, casi todas ellas oficinas de asesores financieros, bufetes de abogados caros y consultorios de médicos particulares.
Una joven con tacones altos pasó vivamente por la acera, en dirección a Maryiebone High Street. Era bonita y lozana, de ojos vivarachos y mejillas sonrosadas. Hanson la miró y, cediendo a un impulso, le dirigió una sonrisa e inclinó su cabeza gris. Ella pareció sorprendida y en seguida se dio cuenta de que no le conocía, ni él la conocía a ella. Era un ademán de galantería, no un saludo. Le devolvió la sonrisa y siguió su camino, acentuando un poquitín la ondulación de sus caderas. Richards, el chofer, fingió no advertirlo, pero lo había visto y aprobado. Estaba de pie juno al «Rolls», esperando.
Hanson bajó la escalinata y Richards abrió la portezuela. Hanson subió al automóvil y se arrellanó en su cálido interior. Se quitó el abrigo, lo dobló cuidadosamente, lo colocó sobre el asiento a su lado y depositó el negro sombrero sobre él. Richards ocupó su sitio detrás del volante.
—¿A la oficina, Mr. Hanson? —preguntó.
—A Kent —dijo Hanson.
El «Silver Wraith» había girado hacia el Sur y entrado en Great Portiand Street, en dirección al río, cuando Richards se atrevió a preguntar.
—¿Le ocurre algo a la bomba, señor?
—No —dijo Hanson—. Sigue funcionando.
Ciertamente, nada le pasaba a su corazón. En este sentido, era fuerte como un toro. Y no era momento de comentar con su chofer las furiosas e insaciables células que roían su intestino. El «Rolls» pasó por delante de la estatua de Eros, en Piccadilly Circus y entró en la corriente de tráfico que bajaba por Haymarket.
Hanson se echó atrás y contempló la tapicería del techo. Seis meses parecen una eternidad, murmuró para sí, cuando es todo lo que le queda de vida, no parece un período tan largo. No, no lo parece.
Desde luego, tendría que hospitalizarse durante el último mes, le había dicho el médico. Cuando la cosa se pusiese mal. Y se pondría. Pero había calmantes, nuevas drogas, muy poderosas…
El automóvil torció a la izquierda en Westminster Bridge Road y entró en el puente. Por encima del Támesis, Hanson observó la mole cremosa de County Hall moviéndose en su dirección.
Era, pensó, un hombre de fortuna considerable, a pesar de los gravosos índices de impuestos establecidos por el nuevo régimen socialista. Tenía su negocio de monedas raras y preciosas; gozaba de prestigio y de respeto en el ramo, y era dueño de la casa donde aquél se hallaba establecido. Y él era el único amo, sin socios ni participantes.
El «Rolls» había tomado el desvío de Elephant y Castie y se dirigía a la Oíd Kent Road. La estudiada elegancia de Maryiebone había quedado muy atrás, así como la riqueza comercial de Oxford Street y las sedes gemelas de poder de Whitehall y County Hall, a horcajadas sobre el río en Westminster Bridge. Desde el Elephant hacia delante, el escenario era más pobre, modesto, parte de la faja de zonas urbanas conflictivas, entre la riqueza y el poder del centro y la pulida complacencia de los suburbios residenciales.
Hanson observó los viejos y cansados edificios, ovillado en su automóvil de 50.000 libras, que rodaba por una autopista de 1.000.000 de libras la milla. Pensó con cariño en la adorable casa solariega de Kent a la que se dirigía, levantada en medio de un cuidado parque de 600 áreas, salpicado de robles, hayas y limas. Se preguntó qué sería de ella. Además, tenía el gran apartamento de Mayfair, donde pasaba ocasionalmente noches de entre semana, en vez de viajar a Kent, y donde podía recibir a compradores extranjeros en un ambiente menos formal que el de un hotel y generalmente más adecuado para la campechanía y, por ende, para hacer buenos negocios.
Aparte de la empresa y de los dos inmuebles de su propiedad, tenía su colección de monedas particular, reunida con amoroso cuidado durante muchos años, y la cartera de acciones y obligaciones, por no hablar de las cuentas corrientes en diferentes Bancos y del automóvil en que ahora viajaba.
Éste se detuvo en seco en un paso de peatones de uno de los sectores más pobres de la Oíd Kent Road. Richards emitió un gruñido de irritación. Hanson miró por la ventanilla. Una hilera de niños cruzaba la calle bajo la dirección de cuatro monjas. Dos de éstas iban en cabeza, y las otras dos cerraban la retaguardia. Al final de la cola, un niño pequeñito se había detenido en mitad del paso y contemplaba el «Rolls Royce» con no disimulado interés.
Tenía una cara redonda y agresiva, y chata la nariz. Sus cabellos despeinados estaban cubiertos por un gorro torcido y con las iniciales Tt. B; uno de sus calcetines estaba caído, arrugado sobre el tobillo, sin duda porque la liga desempeñaba una función más importante en otro sitio, como parte vital de un tirachinas. Levantó la mirada y vio la distinguida cabeza de plata que le miraba desde detrás del cristal de la ventanilla. Sin vacilar, el rapazuelo hizo una mueca, se llevó el pulgar de la mano derecha a la nariz y movió los otros dedos, en ademán desafiador.
Sin cambiar de expresión, Timothy Hanson colocó también el pulgar de su mano derecha sobre la punta de la nariz y correspondió al chaval con un ademán idéntico al suyo. El chico pareció pasmado. Bajó la mano y, después, sonrió de oreja a oreja. Un segundo más tarde, fue empujado fuera del paso de peatones por una atribulada y joven monja. La cola se había formado de nuevo y marchaba en dirección a un gran edificio gris apartado de la calzada, detrás de la barandilla. Libre del impertinente obstáculo, el «Rolls» arrancó de nuevo hacia Kent.
Treinta minutos más tarde, habían dejado atrás los extensos suburbios, y se abrió ante ellos la larga cinta de la autopista M20. Los North Downs quedaron también atrás, y el automóvil entró en el paisaje de onduladas colinas y valles del jardín de Inglaterra. Hanson pensó ahora en su esposa, muerta hacía diez años. Su matrimonio había sido feliz; sí, muy feliz, aunque no habían tenido hijos. Quizás hubiesen debido adoptar uno; habían pensado bastante en ello. Ella era hija única, y sus padres habían muerto hacía tiempo. En cuanto a él, solo le quedaba una hermana, por la que sentía verdadera antipatía, sólo igualada por la que le inspiraban su aborrecible marido y su igualmente desagradable hijo.
Al sur de Maidstone, se acabó la autopista y, unas millas más adelante, en Harrietsham, Richards salió de la carretera principal y torció hacia el Sur, en dirección a ese estuche de huertos pulquérrimos, campos, bosques y alegres jardines, al que llaman el Weald. Era en este delicioso sector rural donde Timothy Hanson tenía su casa de campo.
Tenía que contar también con el ministro de Hacienda, pensó Hanson. Reclamaría su parte, y no sería grano de anís. Porque la suerte estaba echada. Después de demorarlo años y años, por una u otra razón, tenía ahora que hacer testamento.
—Mr. Pound le recibirá en seguida, señor —dijo la secretaria.
Timothy Hanson se levantó y entró en el despacho de Martin Pound, socio más antiguo de la firma de abogados «Pound y Gogarty».