El Emperador (10 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

—No es una porquería —replicó Bobby—. Son animales muy limpios.

—Eres un tonto, chico, a pesar de todos tus estudios. ¿No dice el Libro Sagrado «Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás el polvo…»? Sí, y más que polvo, digo yo. No quiero tocarlo con la mano.

Jenny pasó a su padre el guante del horno. Con el tarro destapado en la mano izquierda y protegida la derecha con el guante, Big Billie Cameron se acercó a la víbora. Poco a poco, bajó la mano derecha. Después, la dejó caer de prisa; pero la pequeña serpiente fue aún más rápida. Sus menudos colmillos se clavaron inofensivamente en el guante almohadillado, en el centro de la palma. Cameron no lo advirtió, porque sus propias manos se interponían en su campo visual. Un instante después, la serpiente estaba en el bote, y la tapa, cerrada. Observaron, a través del vidrio, sus furiosas contorsiones.

—No me gusta nada, aunque sea inofensivo —dijo Mrs. Cameron—. Te agradeceré que te lo lleves de casa.

—Lo haré inmediatamente —dijo su marido—, porque voy ya con retraso.

Metió el tarro en la bolsa, donde llevaba ya la fiambrera, introdujo la pipa y el tabaco en el bolsillo de la derecha de su chaqueta, y se dirigió a su coche. Llegó al patio de la estación con cinco minutos de retraso, y se sorprendió al ver que el estudiante indio le miraba fijamente.

«Confío en que no tendrá dotes de adivino», pensó Big Billie, mientras rodaban en dirección a Newtownards y Comber.

A media mañana, toda la brigada estaba enterada de la broma preparada por Big Billie, el cual había amenazado con una paliza al que se atreviese a darle el soplo al «morenito». No era probable que lo hiciesen; sabiendo que aquel gusano era absolutamente inofensivo, incluso ellos pensaban que la cosa tendría gracia. Sólo Ram Lal trabajaba en la ignorancia, consumido por sus propios pensamientos y preocupaciones.

A la hora del almuerzo, hubiese debido sospechar algo. La tensión se palpaba en el ambiente. Los hombres estaban sentados en círculo alrededor del fuego, como de costumbre, pero la conversación era forzada, y, si no hubiese estado tan preocupado, habría advertido las sonrisas disimuladas y las miradas que echaban en su dirección. Pero no advirtió nada. Colocó su propia cesta del almuerzo entre las rodillas y la abrió. Enroscada entre los bocadillos y una manzana, con la cabeza echada atrás para morder, estaba la víbora.

El chillido del indio resonó en el claro, un momento antes que las carcajadas de los obreros. Inmediatamente, la cesta del almuerzo voló por el aire, lanzada por Ram Lal con toda su fuerza. Su contenido se desparramó en todas direcciones y aterrizó entre las altas hierbas, las retamas y las aulagas.

Ram Lal se había puesto en pie y no paraba de gritar. Los obreros se desternillaban de risa, y Big Billie más que nadie. No había reído tanto desde hacía meses.

—Es una serpiente —gritó Ram Lal—, una serpiente venenosa. Apartaos todos. Su mordedura es mortal.

Redoblaron las risas; los hombres no podían contenerse. La reacción de la víctima de la chanza sobrepasaba todo lo que habían esperado.

—Creedme, por favor. Es una serpiente, una serpiente mortal.

Big Billie tenía la cara congestionada. Enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos, sentado en el claro frente a Ram Lal, que seguía en pie mirando como un loco a su alrededor.

—Morenito ignorante —jadeó—, ¿acaso no lo sabes? No hay serpientes en Irlanda. ¿Lo comprendes? No hay ninguna.

Le dolían los costados de tanto reír, y se echó atrás sobre la hierba, apoyándose en las manos. No advirtió los dos colmillos, afilados como agujas, que se clavaron en una vena de la cara interna de su muñeca derecha.

La broma había terminado y los hombres hambrientos volvieron a su almuerzo. Harkishan Ram Lal se sentó de mala gana, mirando constantemente a su alrededor, con la taza de té al alcance de su mano, comiendo sólo con la izquierda, manteniéndose alejado de las altas hierbas. Después de almorzar, volvieron todos al trabajo. La vieja destilería estaba casi derruida, y la madera recuperable yacía, polvorienta, bajo el sol de agostó.

A las tres y media, Big Billie Cameron interrumpió su trabajo, se apoyó en el pico y se pasó una mano por la frente. Humedeció con saliva una ligera hinchazón en la muñeca y volvió a su trabajo. Cinco minutos después, se irguió de nuevo.

—No me siento bien —dijo a Patterson, que estaba junto a él—. Voy a descansar un poco a la sombra.

Se sentó al pie de un árbol y, al cabo de un rato, apoyó la cabeza entre las manos. A las cuatro y cuarto, sin dejar de sujetarse la dolorida cabeza, sufrió una convulsión y cayó de costado. Pasaron varios minutos antes de que Tommy Burns lo advirtiese. Se acercó al capataz y llamó a Patterson.

—Big Billie está enfermo —gritó—. No me contesta.

Los otros interrumpieron su trabajo y se acercaron al árbol a cuya sombra yacía el capataz. Sus ojos ciegos estaban fijos en la hierba, a pocos centímetros de su cara. Patterson se inclinó sobre él. Durante sus largos años de trabajo había visto más de un muerto.

—Ram —dijo—, tú sabes, algo de Medicina. ¿Qué te parece?

Ram Lal no necesitaba examinar al capataz, pero lo hizo. Cuando se levantó de nuevo, no dijo nada; pero Patterson comprendió.

—Quedaos todos aquí —dijo, asumiendo el mando—. Voy a telefonear para que venga una ambulancia y para avisar a McQueen.

Echó a andar por el camino, en dirección a la carretera principal. La ambulancia fue la primera en llegar, al cabo de media hora. Dio media vuelta en el camino, y dos hombres colocaron a Cameron en una camilla. Le llevaron a Newtownards General Hospital, que era el más cercano para casos de urgencia, pero ingresó cadáver. El preocupadísimo McQueen llegó treinta minutos después.

Como se ignoraban las causas de la muerte, había que practicar la autopsia, y así lo hizo el patólogo de la zona de North Down, en el depósito de cadáveres de Newtownards, donde había sido trasladado el cuerpo. Esto ocurría el martes. Por la noche, el informe del patólogo fue enviado a la oficina del instructor de North Down, en Belfast. Dicho informe no era nada extraordinario. El interfecto era un hombre de cuarenta y un años, de complexión robusta y sumamente vigoroso. Se observaban en el cadáver varios pequeños cortes y contusiones en las manos y en las muñecas, todos ellos propios de su oficio, y que nada tenían que ver con la causa de la muerte. Ésta había sido, sin lugar a dudas, una fuerte hemorragia cerebral, debida probablemente a un esfuerzo excesivo en un tiempo sumamente caluroso.

En vista de este informe, el instructor no habría celebrado normalmente una encuesta formal, dado que podía inscribirse la defunción por causas naturales en el Registro Civil de Bangor. Pero había algo que Harkishan Ram Lal no sabía.

Big Billie Cameron había sido miembro destacado de la junta de la ilegal Fuerza de Voluntarios del Ulster en Bangor, la más furiosa de las organizaciones paramilitares protestantes. La computadora de Lurgan, por la que pasaban todas las defunciones de la provincia del Ulster, por inocentes que fuesen, sacó a relucir este dato, y alguien de Lurgan cogió el teléfono y llamó a la Royal Ulster Constabulary de Castiereagh.

Desde allí, alguien llamó a la oficina del instructor en Belfast, y se ordenó una encuesta formal. En el Ulster, no basta con que la muerte sea accidental; hay que demostrar que es accidental. Al menos, así lo creen algunos. La encuesta se celebró, el miércoles, en el Ayuntamiento de Bangor. Esto significó un grave quebranto para McQueen, pues asistieron los inspectores del fisco. Y también lo hicieron dos hombres silenciosos de la tendencia más extrema del consejo de la Fuerza de Voluntarios del Ulster. Éstos se sentaron en el fondo de la sala. La mayoría de los trabajadores del difunto lo hicieron en los primeros bancos, cerca de Mrs. Cameron.

Sólo Patterson fue llamado para prestar declaración. A preguntas del instructor, relató los sucesos del lunes, y, como nadie le contradijo, no se llamó a ningún otro obrero, ni siquiera a Ram Lal. El instructor leyó en voz alta el dictamen del patólogo, que era bastante claro. Cuando hubo terminado, resumió el caso, antes de pronunciar su veredicto.

—El dictamen del patólogo es inequívoco. Mr. Patterson nos ha explicado lo acaecido durante la hora del almuerzo, la broma, quizás excesiva, gastada por el interfecto al estudiante indio. Parece ser que a Mr. Cameron le dio tal acceso de risa que llegó al borde de la apoplejía. El subsiguiente y arduo trabajo, con el pico y la pala, bajo un sol abrasador, hizo lo demás, provocando la ruptura de un vaso importante del cerebro o, como observa el patólogo en un lenguaje más científico, una hemorragia cerebral. Este tribunal expresa su condolencia a la viuda y a los hijos, y declara que Mr. William Cameron falleció por causa accidental.

En el prado que se extendía delante del Ayuntamiento de Bangor, McQueen habló a sus braceros.

—Voy a seros francos, muchachos —dijo—. Mantengo vuestros puestos de trabajo, pero tendré que deduciros los impuestos y todo lo demás, ya que los del fisco andarán detrás de mí. Mañana se celebrará el entierro; tendréis el día libre. Los que quieran seguir en el trabajo, pueden presentarse el viernes.

Harkishan Ram Lal no asistió al entierro. Mientras se celebraba éste en el cementerio de Bangor, tomó un taxi hacia Comber y pidió al conductor que le esperase en la carretera, mientras él emprendía a pie el camino. El chófer era de Bangor y había oído hablar de la muerte de Cameron.

—Quiere usted presentarle sus respetos en el lugar del accidente, ¿verdad? —dijo.

—En cierto modo, sí —respondió Ram Lal.

—¿Es una costumbre de su pueblo? —preguntó el conductor.

—Llámelo así, si quiere —contestó Ram Lal.

—Bueno, no diré que sea mejor o peor que lo que hacemos nosotros, que acompañarnos al muerto a su tumba —dijo el chófer, disponiéndose a leer el periódico mientras esperaba.

Harkishan Ram Lal echó a andar por el camino hasta llegar al claro y se plantó en el lugar donde había ardido la fogata. Miró a su alrededor: las altas hierbas, las retamas y las aulagas, sobre el suelo arenoso.


Sisha serp
—dijo, llamando a la oculta víbora—. ¡Oh, serpiente venenosa! ¿Puedes oírme? Has hecho ya lo que debías; por esto te traje de los montes de Rajputana. Pero estaba previsto que también tú tenías que morir. Yo mismo te habría matado, si todo se hubiese desarrollado según el plan trazado, y habría arrojado tu cuerpo muerto al río.

¿Me escuchas, mortífero animal? Entonces, óyeme. Podrás vivir un poco más, pero después morirás, como mueren todas las cosas. Y morirás a solas, sin una hembra con la que aparearte, porque no hay serpientes en Irlanda.

La víbora escamosa no le oyó, o, si le oyó, no dio señales de haberle comprendido. En lo más hondo de su agujero en la cálida arena, bajo los pies de Ram Lal, estaba muy ocupada, completamente absorta en la realización del trabajo que le había encargado la Naturaleza.

En la base de la cola de las serpientes, hay dos placas superpuestas que cierran la cloaca. La víbora tenía la cola erecta y sacudía el cuerpo siguiendo un ritmo primitivo. Las placas se habían separado y, uno a uno, envueltos en su bolsa transparente, de unos milímetros de longitud, pero tan venenosos como sus antepasados, la serpiente, que era una hembra, echó doce hijitos al mundo.

HAY DÍAS NEFASTOS

El
St. Kilian
, bamboleante ferry procedente de El Havre, hundió la proa en otra ola y su casco romo se acercó un poco más a Irlanda. En algún punto de la cubierta A, el chofer Liam Clarke se inclinó sobre la barandilla y miró al frente, para observar las bajas colinas de County Wexford que se iban acercando.

Dentro de veinte minutos, el ferry de la «Irish Continental Line» atracaría en el pequeño puerto de Rosslare, poniendo fin a otro trayecto europeo. Clarke consultó su reloj; eran las dos menos veinte de la tarde, y el hombre confiaba en estar con su familia en Dublín a la hora de la cena.

Una vez más, el barco llegaría puntualmente. Clarke se apartó de la barandilla, volvió al salón de pasajeros y agarró su maleta. No veía motivo para esperar más tiempo y bajó a la cubierta de los automóviles, tres pisos más abajo, donde su camión articulado esperaba con los otros. Todavía tardarían diez minutos en avisar a los que viajaban con vehículos, pero pensó que igual podía esperar en la cabina del suyo. La novedad de observar la maniobra del ferry hacía tiempo que había dejado de ser nueva para él; la página hípica del periódico irlandés que había comprado a bordo, aunque vieja de veinticuatro horas, era más interesante.

Subió a la caliente y cómoda cabina y se sentó a esperar que se abriesen las grandes puertas de la proa, por las que saldría al muelle de Rosslare. Sobre la visera del parabrisas, llevaba el fajo de documentos que habría de exhibir al pasar por la Aduana.

El
St. Kilian
dobló la punta del espolón del puerto cinco minutos antes de la hora, y las puertas se abrieron a las dos en punto. Había ya un ruido enorme en la cubierta inferior donde estaban los vehículos, porque los impacientes turistas ponían en marcha los motores mucho antes de lo necesario. Siempre hacían lo mismo. Cien tubos de escape vomitaban humo, aunque los camiones pesados estaban delante y eran los primeros en salir. A fin de cuentas, el tiempo es oro.

Clarke pulsó el botón de puesta en marcha y el motor de su enorme «Volvo» cobró vida. Era el tercero en la cola cuando dieron la orden de arrancar. Los otros dos camiones rodaron por la ruidosa rampa de acero hasta el muelle, entre el estruendo de los tubos de escape, y Clarke les siguió. En el relativo silencio de su cabina, oyó el silbido de los frenos hidráulicos al soltarse, y en seguida se halló sobre la rampa.

Debido al ruido de los otros motores y los chasquidos de las planchas de acero bajo sus ruedas, no oyó un seco crujido procedente de su propio camión, de algún sitio debajo y detrás de él. Salió pues del
St. Kilian
, recorrió 200 metros de muelle empedrado y se sumió de nuevo en la oscuridad, esta vez la del gran cobertizo abovedado de la Aduana. A través del parabrisas, vio a uno de los agentes que le indicaba el lugar donde debía colocarse, al lado de los camiones precedentes, y él siguió sus instrucciones. Cuando se hubo situado, paró el motor, cogió el fajo de papeles y saltó al suelo de cemento. Como viajero habitual, conocía a la mayoría de los funcionarios de la Aduana, pero no a éste. El hombre saludó con la cabeza y alargó la mano para asir los documentos. Después empezó a hojearlos.

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