Eran las dos de la tarde. El sol se había adueñado de la popa de la
Avant
, martillándola como si fuese un yunque.
El Emperador
dejó de sumergirse y la tensión del sedal bajó a 20 kilos. Murgatroyd empezó a tirar de nuevo.
Una hora más tarde, el pez espada saltó fuera del agua por última vez. Estaba sólo a 100 metros de distancia. Su salto hizo que Kilian y el muchacho corriesen a la barandilla para observarlo. Se mantuvo suspendido sobre la espuma durante dos segundos, sacudiendo la cabeza de un lado a otro como un perro, para librarse del anzuelo que le acercaba inexorablemente a sus enemigos. De un ángulo de su boca, pendía un hilo de acero que brilló bajo la luz del sol.
Después, aquella masa de carne cayó con un chasquido y se hundió en el mar.
—¡Es él! —exclamó Kilian, aterrado—. Es
el Emperador
. Pesa al menos seiscientos kilos, mide seis metros desde el pico hasta la cola, y su espada puede atravesar un madero de 25 cm. si se mueve a su velocidad de cuarenta nudos por hora. ¡Qué animal!
Se volvió a Monsieur Patient.
—
Vous avez vu
?
El viejo asintió con la cabeza.
—
Que pensez vous? Il va venir vite
?
—
Deux heures encore
—dijo el viejo—.
Mais il est fatigué
.
Kilian se agachó junto a Murgatroyd.
—El viejo dice que ahora está cansado —dijo—. Pero que puede seguir luchando durante un par de horas. ¿Quiere usted continuar?
Murgatroyd contemplaba fijamente el sitio donde se había hundido el pez. El cansancio enturbiaba su visión, y todo su cuerpo estaba dolorido. Punzadas de agudo dolor recorrían su hombro derecho, donde había sufrido una distensión muscular. Nunca había puesto a prueba sus últimas reservas de fuerza de voluntad; por consiguiente, no sabía cuánta le quedaba. Pero asintió con la cabeza. El sedal estaba inmóvil; la caña, arqueada.
El Emperador
tiraba, pero a menos de 50 kilos. El banquero siguió sentado, aguantando.
Durante otros noventa minutos, continuó la lucha entre el hombre de Ponder's End y el gran pez espada. Cuatro veces arrancó éste, cobrando hilo, pero sus escapadas eran cada vez más cortas, porque los esfuerzos anteriores habían debilitado su fuerza primitiva. Y cuatro veces le obligó el dolorido Murgatroyd a retroceder, ganando unos pocos metros en cada ocasión. Su agotamiento le estaba acercando al delirio. Los músculos de las pantorrillas y de los muslos fluctuaban locamente, como bombillas antes de fundirse. Su visión se hacía más confusa. A las cuatro y media, llevaba siete horas y media luchando, cosa que nadie se habría atrevido a pedir a un hombre entrenado. Sólo era cuestión de tiempo, y no podía durar. Uno de los dos tenía que reventar.
A las cinco menos veinte, se aflojó el sedal. Esto pilló a Murgatroyd por sorpresa. Después, empezó a recoger hilo. El sedal entraba fácilmente. El peso seguía allí, pero pasivamente. Habían cesado las sacudidas. Kilian oyó los rítmicos chasquidos del carrete y salió de la sombra donde estaba. Miró por encima de la popa.
—Ya viene —gritó—. Llega
el Emperador
.
El mar se había calmado al caer la tarde. Las crestas espumosas habían sido sustituidas por un manso oleaje. Jean-Paul y Higgins, que todavía estaba mareado pero ya no vomitaba, se acercaron para observar. Monsieur Patient paró el motor y fijó la rueda del timón. Después, bajó de su taburete y se reunió con los demás. El grupo observó en silencio el agua, a popa.
Algo rompió la superficie del mar, algo que rodaba y se balanceaba, pero que se acercaba a la barca remolcado por el hilo de nylon. La aleta dorsal sobresalió un momento, pero cayó hacia un lado. El largo pico apuntó hacia lo alto y volvió a hundirse bajo la superficie.
A veinte metros de distancia, pudieron ver perfectamente el cuerpo enorme de
el Emperador
. A menos de que quedase un resto de violencia en sus huesos y tendones, no volvería a tratar de liberarse. Se había rendido. Cuando estuvo a seis metros, el alambre de acero subió hacia la punta de la caña. Kilian se puso un guante de cuero grueso y lo agarró. Lo desprendió con la mano. Todos se habían olvidado de Murgatroyd, derrumbado en su sillón.
Murgatroyd soltó la caña por primera vez en ocho horas, y ésta cayó sobre la barandilla de popa. Poco a poco y dolorosamente, el hombre soltó las correas, que quedaron colgando del sillón. Cargó su peso sobre los pies y trató de levantarse. Pero sus pantorrillas y sus muslos estaban demasiado débiles y cayó junto al imbornal, al lado de la dorada muerta. Los otros cuatro estaban asomados a la barandilla, mirando lo que oscilaba bajo la popa. Jean-Paul se plantó de un salto sobre aquélla, enarbolando un grueso garfio. Murgatroyd miró hacia arriba y vio al muchacho plantado allí, blandiendo el gancho sobre su cabeza.
Su voz fue un ronco aullido más que un grito.
—¡
No
!
El muchacho se detuvo y miró hacia abajo. Murgatroyd estaba de manos y rodillas en el suelo, mirando la caja de los aparejos. Había, encima, un par de alicates. Los asió con el índice y el pulgar de la mano izquierda y los puso en la palma de su magullada derecha. Poco a poco, cerró los dedos. Apoyándose en la mano libre, se levantó y se asomó a la popa.
El Emperador
estaba exactamente debajo de él, agotado, casi a punto de morir. El enorme cuerpo yacía atravesado en la estela, de costado, con la boca entreabierta. Colgando de un ángulo de ésta, veíase la huella de acero de una lucha anterior con los pescadores, todavía brillante porque era nueva. De la mandíbula inferior sobresalía otro anzuelo, ya orientado. Kilian tenía en la mano el alambre de acero conectado con el tercer anzuelo, el suyo, que estaba profundamente clavado en el cartílago del labio superior. Sólo se veía parte de la espiga.
Las olas resbalaban sucesivamente sobre el cuerpo azul negruzco del pez espada. Desde una distancia de 60 cm., el pez miraba fijamente a Murgatroyd con un ojo jaspeado y redondo como un platillo. Todavía estaba vivo, pero no tenía fuerza para seguir luchando. El sedal, sostenido por Kilian, estaba tirante. Murgatroyd se inclinó despacio, alargando la mano derecha hacia la boca del pez.
—Ya le acariciará más tarde, hombre —dijo Kilian—, cuando le hayamos subido.
Murgatroyd colocó deliberadamente las puntas de los alicates a ambos lados del alambre de acero, en el punto en que se unía a la espiga del anzuelo. Apretó. De la palma de su mano, brotó sangre que cayó sobre la cabeza del pez. Volvió a apretar, y el alambre de acero se partió.
—¿Qué está haciendo? —gritó Higgins—. Se escapará.
El Emperador
miró a Murgatroyd, en el momento en que otra ola pasaba sobre él. Sacudió la vieja y cansada cabeza y sumergió el largo pico en el agua fría. La ola siguiente le hizo rodar panza arriba, y la cabeza se hundió más. A la izquierda, su cola grande, en forma de media luna, se alzó y cayó, golpeando cansadamente el agua. Al establecer contacto, se agitó dos veces y empujó el cuerpo hacia delante y hacia abajo. La cola fue lo último que vieron, trabajando a pesar de la fatiga, empujando al pez espada debajo de las olas, hacia la fría oscuridad de su mundo.
—¡Por mil diablos! —exclamó Kilian.
Murgatroyd trató de levantarse, pero había afluido demasiada sangre a su cabeza. El cielo giró despacio, en un enorme círculo, y anocheció rápidamente. La cubierta subió, golpeándole primero en las rodillas y después en la cara. Murgatroyd se desmayó. El sol estaba suspendido sobre las montañas de Mauricio, hacia el Oeste.
Cuando la
Avant
cruzó la laguna, de vuelta a casa, hacía una hora que se había puesto el sol, y Murgatroyd se había despertado. Durante el trayecto, Kilian le había retirado los pantalones y el suéter, para que el aire fresco del anochecer aliviase los tostados miembros. Murgatroyd había bebido tres botes seguidos de cerveza y estaba sentado en un banco, encorvados los hombros y sumergidas las manos en un cubo lleno de agua salada. Ni siquiera se dio cuenta 2 de que la barca atracaba junto al embarcadero de madera y de que Jean-Paul echaba a correr en dirección al pueblo.
El viejo Monsieur Patient paró el motor y se aseguró de que las amarras estaban bien sujetas. Arrojó el bonito grande y la dorada sobre el muelle y guardó los aparejos y los señuelos. Kilian subió la nevera al embarcadero y saltó de nuevo a la barca.
—Es hora de largarnos —dijo.
Murgatroyd se puso trabajosamente en pie y Kilian le ayudó a desembarcar. El borde de sus shorts le llegaba a las rodillas y su camisa ondeaba a su alrededor, negra de sudor que se había secado. Sus zapatos deportivos boqueaban. Numerosos lugareños se habían alineado en el embarcadero, por lo cual tuvieron los pescadores que pasar en fila india. Higgins se había adelantado.
El primero de la fila era Monsieur Patient. Murgatroyd habría querido estrecharle la mano, pero las suyas le dolían demasiado. Saludó con la cabeza al patrón y sonrió.
—
Merci
—dijo.
El viejo, que había recobrado su sombrero, se descubrió.
—
Salut, Maître
—respondió.
Murgatroyd avanzó despacio sobre las tablas. Todos los aldeanos inclinaban la cabeza y le decían: «
Salut, Maître
.» Llegaron al extremo del embarcadero y pisaron la gravilla de la calle del pueblo. Había allí multitud de lugareños agrupados alrededor del coche. «
Salut, salut, salut, Maître
», decían en tono respetuoso.
Higgins estaba guardando la ropa sobrante y la caja vacía del almuerzo. Higgins metió la nevera en el portaequipajes y cerró éste. Se acercó a la portezuela de atrás, junto a la cual esperaba Murgatroyd.
—¿Qué están diciendo? —murmuró éste.
—Le saludan —dijo Higgins—. Le llaman maestro pescador.
—¿Por
el Emperador
? —Éste es una leyenda en estos parajes.
—¿Porque pesqué a
el Emperador
?
Kilian rió en voz baja.
—No, señor inglés; porque le devolvió la vida.
Subieron al coche; Murgatroyd, en la parte de atrás, donde se arrellanó en los cojines, con las manos ardientes dobladas sobre los muslos. Kilian se puso al volante y Higgins se sentó a su lado.
—Parece, Murgatroyd —dijo Higgins—, que esa gente le toma por un fenómeno.
Murgatroyd miró a través de la ventanilla todas aquellas caras morenas y sonrientes, y los niños que agitaban las manos.
—Antes de volver al hotel —dijo Kilian—, deberíamos pasar por el hospital de Flacq, para que el médico le echase un vistazo.
El joven médico indio pidió a Murgatroyd que se desnudase y frunció el ceño, con preocupación. Las nalgas estaban en carne viva, debido al rozamiento con el asiento del sillón de pescador. Oscuras equimosis surcaban sus hombros y su espalda, en los sitios donde le habían apretado las correas. Los brazos, los muslos y las piernas aparecían rojos y quemados por el sol, y la cara estaba congestionada por el calor. Las palmas de ambas manos parecían bistés crudos.
—¡Dios mío! —exclamó el médico—. Esto requerirá algún tiempo.
—¿Le parece que venga a buscarle dentro de un par de horas? —preguntó Kilian.
—No es necesario —dijo el médico—. El «Hôtel St. Geran» me pilla casi de camino en mi regreso a casa. Yo mismo llevaré a este caballero.
Eran las diez de la noche cuando Murgatroyd cruzó la puerta principal del «St. Geran» y 2 entró en el iluminado vestíbulo. Le acompañaba el médico. Uno de los huéspedes le vio entrar y corrió al comedor para avisar a los que cenaban tarde. La noticia había circulado en el bar de la piscina. Hubo un fuerte rumor de sillas y chasquidos de cubiertos. Una multitud apareció al cabo de unos momentos en la esquina y avanzó por el vestíbulo. Pero se detuvo a medio camino.
Era una visión extraña. Los brazos y las piernas de Murgatroyd aparecían fuertemente untados con loción de calamina que, al secarse, había tomado un color blanquecino de yeso. Ambas manos estaban vendadas como las de una momia. La cara era de un rojo de ladrillo y brillaba a causa de la crema que le habían aplicado. Los cabellos formaban un halo fantástico sobre su cabeza, y los shorts caqui le llegaban aún a las rodillas. Parecía un negativo fotográfico. Poco a poco, avanzó hacia la multitud, que se apartó para dejarle pasar.
—Buena hazaña, viejo —dijo alguien.
—Estupendo, estupendo —dijo otro.
Ni pensar en estrecharle la mano. Algunos pretendieron darle unas palmadas en la espalda al pasar él, pero el médico se lo impidió. Otros levantaron sus copas, brindando por él. Murgatroyd llegó al pie de la escalera que llevaba al piso superior y empezó a subir los peldaños.
En aquel momento, Mrs. Murgatroyd salió del salón de peluquería, atraída por el ruido provocado por el regreso de su marido. Había pasado el día en un acceso de furor, desde que, a media mañana, intrigada por su ausencia del lugar acostumbrado de la playa, había ido en su busca y se había enterado de su, escapada. Tenía el semblante enrojecido, aunque más por la ira que por el sol. Su permanente de última hora había quedado incompleta y varios rulos sobresalían de su cráneo como baterías de Katiuskas.
—Murgatroyd —tronó, llamándole por su apellido como siempre que se enojaba—, ¿a dónde vas?
Murgatroyd se volvió en el descansillo y miró hacia abajo, a su mujer y a la muchedumbre. Kilian diría más tarde a sus colegas que tenía una extraña mirada en los ojos. Todos guardaron silencio.
—¿Y qué
aspecto
crees
tú
que tienes? —gritó, furiosa, Edna Murgatroyd.
Entonces, el director de Banco hizo algo que no había hecho en su vida. Gritó:
—¡
A callar
…!
Edna Murgatroyd se quedó boquiabierta, como el pez espada, pero con menos dignidad que éste.
—Durante veinticinco años, Edna —dijo Murgatroyd con voz pausada—, has estado amenazándome con marcharte a vivir con tu hermana en Bognor. Te encantará saber que ya no voy a detenerte. Porque mañana no regresaré contigo. Voy a quedarme aquí, en esta isla.
La multitud le contempló, pasmada.
—No te quedarás desamparada —dijo Murgatroyd—. Te cederé nuestra casa y mis ahorros.
Tomaré
los fondos acumulados de mi pensión y aumentaré con ellos mi ya importante seguro de vida.
Harry Foster, que estaba bebiendo una lata de cerveza, se atragantó.