En la jaula, una pequeña lengua bífida y negra vibró, apuntando a los dos indios que estaban detrás del cristal.
El naturalista inglés, desaparecido hacía tiempo, terminaba su capítulo sobre la
Echis carinatus
diciendo que era muy despierta e irritable. Atacaba rápidamente y sin previo aviso. Los dientes eran tan pequeños que casi no dejaban señal; como dos punzadas de aguja. No causaba dolor, pero la muerte era casi inevitable y se producía entre dos y cuatro horas después, según la corpulencia de la víctima o el nivel de su estado físico en el momento de la mordedura y después de ésta. La causa de la muerte era invariablemente una hemorragia cerebral.
—¿Cuánto pide por ella? —murmuró Ram Lal. El viejo gujerati extendió las manos en ademán deprecatorio.
—Es un ejemplar muy raro —dijo, compungido—, y difícil de obtener. Quinientas rupias.
Ram Lal cerró el trato en 350 rupias, y se llevó la serpiente en un tarro.
Para el viaje de vuelta a Londres, Ram Lal compró una caja de cigarros, la vació de su contenido y practicó veinte pequeños agujeros en la tapa, para la entrada de aire. Sabía que la pequeña víbora no necesitaría comida durante una semana y podía pasar dos o tres días sin agua. Podría respirar con poquísima cantidad de aire; por consiguiente, cerró la caja, con la víbora y sus hojas dentro de ella, y la envolvió en varias toallas que, gracias a su estructura esponjosa, contendrían aire suficiente incluso dentro de una maleta.
Había llegado con una bolsa de mano, pero compró una maleta barata de fibra y la llenó de ropa adquirida de segunda mano, colocando la caja de cigarros en medio de aquélla. Minutos antes de salir del «Hotel Bombay» en dirección al aeropuerto, cerró la maleta, la cual facturó en el «Boeing» que le llevaría a Londres. Su equipaje de mano fue registrado, pero no contenía nada de interés.
El jet de «Air India» aterrizó en Heartrow el viernes por la mañana, y Ram Lal se puso en la larga cola de indios que trataban de entrar en Gran Bretaña. Pudo demostrar que no era inmigrante, sino estudiante de, Medicina, y le dejaron pasar rápidamente. Llegó al lugar de recogida de equipajes al salir las primeras maletas en la cinta, y vio que la suya estaba entre las dos primeras docenas. Se dirigió con ella al lavabo y allí sacó la caja de cigarros y la guardó en su bolsa de mano.
En la Aduana, se dirigió al sector de «Nada que Declarar», donde le detuvieron a pesar de todo; sin embargo, sólo registraron su maleta. El funcionario miró la bolsa que llevaba colgada del hombro y le dejó pasar. Ram Lal cruzó Heathrow en autobús, hasta el Edificio Número Uno, y tomó el avión del mediodía del puente aéreo a Belfast. Llegó a Bangor a la hora del té y, por fin, pudo examinar su mercancía.
Tomó la hoja de vidrio de encima de la mesita de noche, la deslizó cuidadosamente entre la tapa de la caja de cigarros y su letal contenido, y abrió aquélla. A través del cristal, vio la víbora que daba vueltas en el interior. Después, ésta se detuvo y le miró fijamente con sus negros e irritados ojillos. Ram Lal volvió a cerrar la caja, extrayendo rápidamente el cristal al dejar caer la tapa.
—Duerme, amiguita —dijo—, si es que vosotras dormís alguna vez. Por la mañana, tendrás que cumplir la orden de Shakti.
Antes de anochecer, compró un pequeño tarro de café, de esos que llevan la tapadera enroscada, y vació su contenido en un jarrito de porcelana de su habitación. Por la mañana, se puso sus gruesos guantes y trasladó la víbora de la caja al tarro. La enfurecida serpiente mordió una vez el guante, pero esto no preocupó a Ram Lal; al mediodía, habría recobrado todo su veneno. Observó unos instantes a la serpiente, enroscada dentro del tarro de café, antes de apretar con fuerza la tapa e introducir el bote en su cesta del almuerzo. Después, se dirigió al camión que había de llevarle a la obra.
Big Billie Cameron tenía la costumbre de quitarse la chaqueta al llegar al lugar del trabajo y colgarla de un clavo o de una varilla. Ram Lal había observado que, durante el descanso para almorzar, el gigantesco capataz no dejaba nunca de acercarse a su chaqueta después de comer, para sacar la pipa y la bolsa del tabaco del bolsillo de la derecha. La rutina no variaba nunca. Después de fumar su pipa, el hombre vaciaba la cazoleta, se levantaba, decía «Bueno, muchachos, volvamos al trabajo», y metía de nuevo la pipa en el bolsillo de la chaqueta. Cuando se volvía, todo el mundo tenía que estar en pie.
El plan de Ram Lal era sencillo pero infalible. Durante la mañana, introduciría la serpiente en el bolsillo de la derecha de la chaqueta colgada. Después de comer, el iracundo Cameron se levantaría, iría en busca de su chaqueta y metería la mano en el bolsillo. Y la serpiente que él había traído desde el otro lado del mundo cumpliría la misión encomendada por Shakti. Sería la víbora, no Ram Lal, el verdugo del hombre del Ulster.
Cameron lanzaría un juramento y sacaría la mano del bolsillo, con la víbora colgando de su dedo, profundamente hincados los colmillos en la carne. Ram Lal daría un salto, arrancaría la serpiente, la echaría al suelo y le aplastaría la cabeza con la bota. El animal sería ya inofensivo, al haber descargado su veneno. Por último, Ram Lal, con un gesto de asco, arrojaría la víbora muerta al río Comber, que arrastraría la única prueba hasta el mar. Podrían sospechar de él, pero esto sería todo.
Poco después de las once, con la excusa de ir a buscar otra maza, Harkishan Ram Lal abrió la cesta del almuerzo, sacó el tarro de café, desenroscó la tapa y vertió el contenido en el bolsillo de la derecha de la chaqueta colgada. Antes de un minuto, volvía a estar en su puesto de trabajo; nadie había advertido nada.
Durante el almuerzo, tuvo que esforzarse para comer. Los hombres charlaban y bromeaban como siempre, mientras Big Billie despachaba el montón de enormes bocadillos que su mujer le había preparado. Ram Lal había cuidado de colocarse en un lugar del círculo próximo a la chaqueta. Comía sin ganas. El corazón palpitaba en su pecho, y su tensión crecía a cada instante.
Por fin, Bill Billie arrugó el papel que había envuelto su comida, lo arrojó al fuego y eructó. Se levantó con un gruñido y se acercó a su chaqueta. Ram Lal contuvo el aliento. Cameron hurgó en el bolsillo y sacó la pipa y la bolsa de tabaco. Empezó a llenar la cazoleta. Mientras lo hacía, advirtió que Ram Lal le estaba mirando.
—¿Qué miras? —preguntó, en tono agresivo.
—Nada —dijo Ram Lal y se volvió de cara al fuego.
Pero no podía estarse quieto. Se levantó y se estiró, volviéndose a medias. Por el rabillo del ojo, vio que Cameron dejaba de nuevo el tabaco en el bolsillo de la chaqueta y sacaba la mano con una caja de cerillas. El capataz encendió la pipa y chupó con satisfacción. Volvió junto al fuego.
Ram Lal se sentó de nuevo y contempló las llamas con incredulidad. «¿Por qué —se preguntó— le había hecho esto la gran Shakti?» La serpiente era su instrumento, traído por él en cumplimiento de su mandato. Pero ella lo había retenido, negándose a emplear el arma de su venganza. Se volvió y echó otra mirada a la chaqueta. En la parte baja del forro, sobre el dobladillo del lado izquierdo, algo se agitó y quedó inmóvil. Ram Lal cerró los ojos, impresionado. Un agujero, un pequeño agujero en el forro del bolsillo, había hecho fracasar su plan. Trabajó el resto de la tarde en un vértigo de indecisión y de angustia.
En el trayecto de regreso a Bangor, Bill Billie Cameron ocupó, como de costumbre, el asiento delantero del camión; pero, a causa del calor, se quitó su chaqueta, la dobló y la colocó encima de sus rodillas. Delante de la estación, Ram Lal vio que arrojaba la chaqueta plegada sobre el asiento posterior de su automóvil y se alejaba en él. Ram Lal alcanzó a Tommy Burns, que estaba esperando el autobús.
—Dime —le preguntó—, ¿tiene familia Mr. Cameron?
—Claro —contestó cándidamente el hombrecillo—. Tiene esposa y dos hijos.
—¿Vive lejos de aquí? —preguntó Ram Lal—. Como veo que va en automóvil…
—No muy lejos —respondió Burn—. En el barrio de Kilcooley. Creo que en Ganaway Gardens. ¿Vas a ir a visitarle?
—No, no —dijo Ram Lal—. Bueno, hasta el lunes.
En su habitación, Ram Lal contempló fijamente la imagen de la diosa de la justicia.
—Yo no quise llevar la muerte a su esposa y sus hijos —le dijo—. Ellos no me han hecho absolutamente nada.
La diosa le miró desde lejos y no le respondió.
Harkisham Ram Lal pasó el resto del fin de semana en un mar de angustia. Aquella tarde se dirigió al barrio de viviendas de Kilcooley, junto a la carretera de circunvalación, y encontró Ganaway Gardens. Estaba a poca distancia de Owenroe Gardens y enfrente de Woburn Walk. En la esquina de Woburn Walk había una cabina telefónica, y allí esperó una hora, fingiendo telefonear, mientras observaba 'la corta calle al otro lado de la avenida. Le pareció ver a Big Billie Cameron en una de las ventanas, y tomó nota de la casa.
Vio que una adolescente salía de ella y se alejaba, para reunirse con unas amigas. Por un instante, sintió la tentación de acercarse a ella e informarla del demonio que dormía en la chaqueta de su padre; pero no se atrevió a hacerlo.
Poco antes del anochecer, salió de la casa una mujer que llevaba una cesta de la compra. La siguió hasta el centro comercial de Clandeboye, que estaba abierto hasta muy tarde, en consideración a los que cobraban sus pagas en sábado. La mujer que él pensaba que era Mrs. Cameron entró en el supermercado «Stewarts», y el estudiante indio la siguió alrededor de las estanterías, tratando de armarse de valor y revelarle el peligro que acechaba en su casa. Pero tampoco se atrevió. A fin de cuentas, podía ser otra mujer, e incluso podía él haberse equivocado de casa. De ser así, le encerrarían, tomándole por loco.
Aquella noche durmió mal, hostigada su mente por visiones de la víbora escamosa saliendo de su escondite en el forro de la chaqueta para deslizarse, silenciosa y mortífera, entre los que dormían en la casa.
El domingo, volvió a rondar por Kilcooley e identificó sin lugar a dudas la casa de la familia Cameron. Vio claramente a Big Billie en el jardín de atrás. A media tarde, se dio cuenta de que estaba llamando la atención y comprendió que no tenía más alternativa que entrar en la casa y confesar lo que había hecho, o marcharse y dejarlo todo en manos de la diosa. La idea de enfrentarse con el terrible Cameron e informarle del peligro mortal en que había puesto a sus hijos era algo superior a sus fuerzas. Volvió a Railway View Street.
El lunes por la mañana, la familia Cameron se levantó a las seis menos cuarto. Era una mañana de agosto brillante y soleada. A las seis, los cuatro estaban desayunando en la pequeña cocina, en la parte de atrás de la casa; el hijo, la hija y la esposa, envueltos en sus batas, y Big Billie, con su ropa de trabajo. La chaqueta seguía colgada donde había estado todo el fin de semana, en un armario del pasillo.
Momentos después de las seis, Jenny, la hija, se levantó y se metió en la boca una tostada con mermelada.
—Voy a lavarme —dijo.
—Antes de esto, chica, trae mi chaqueta del armario —dijo su padre, que estaba comiendo un plato de cereales.
La muchacha reapareció a los pocos segundos con la chaqueta, sosteniéndola del cuello. La alargó a su padre. Éste casi no la miró.
—Cuélgala en la puerta —dijo.
La muchacha hizo lo que él le ordenaba, pero la chaqueta no tenía la tirilla para colgarla y el tirador de la puerta no estaba enmohecido, sino que era niquelado y liso. El padre levantó la cabeza cuando la chica iba a salir.
—¡Jenny! —gritó—. Recoge esa maldita chaqueta. Ninguno de los Cameron discutía con el cabeza de familia. Jenny volvió atrás, recogió la chaqueta y la colgó mejor. Al hacerlo, una cosa delgada y oscura se escurrió de los pliegues y se deslizó hasta el rincón, con un susurro seco sobre el linóleo. La chica la miró, horrorizada.
—Papá, ¿qué llevabas en la chaqueta? Big Billie Cameron detuvo la cuchara a medio camino de su boca. Mrs. Cameron se apartó del hornillo. Bobby, el hijo de catorce años, interrumpió la operación de untar una tostada con mantequilla y se quedó mirando. La pequeña criatura yacía enroscada junto a la hilera de armarios, tensa, en actitud defensiva, respondiendo a las miradas y agitando velozmente la lengua.
—¡Que Dios nos ampare! ¡Es una serpiente! —exclamó Mrs. Cameron.
—No seas estúpida, mujer. ¿No sabes que en Irlanda no hay serpientes? —dijo su marido—. Esto lo sabe todo el mundo. ¿Qué es, Bobby?
Aunque tirano, dentro y fuera de su casa, Big Billie sentía un envidioso respeto por los conocimientos de su hijo menor, que era buen estudiante y había aprendido muchas cosas extrañas. El chico miró fijamente la serpiente a través de sus gafas de lechuza.
—Debe ser un gusano ciego, papá —dijo—. El curso pasado había varios en el colegio, para la clase de Biología. Los trajeron para disecarlos. Del otro lado del mar.
—No me parece un gusano —dijo su padre.
—En realidad, no es un gusano —dijo Bobby—. Es un lagarto sin patas.
—Entonces, ¿por qué le llaman gusano?
—No lo sé —dijo Bobby.
—Entonces, ¿para qué vas al colegio?
—¿Muerde? —preguntó, temerosa, Mrs. Cameron.
—No —dijo Bobby—. Es inofensivo.
—Mátalo —dijo Cameron, padre— y échalo al cubo de la basura.
Su hijo se levantó de la mesa, se quitó una zapatilla y la enarboló como un matamoscas. Avanzaba descalzo hacia el rincón, cuando su padre cambió de idea. Big Billie levantó la vista del plato y sonrió maliciosamente.
—Espera un momento; no te muevas, Bobby —dijo—. Tengo una idea. Tráeme un tarro, mujer.
—¿Qué clase de tarro? —preguntó Mrs. Cameron.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Un tarro que tenga tapa.
Mrs. Cameron suspiró, se apartó de la serpiente al pasar y abrió un armario. Examinó sus cacharros.
—Aquí hay un tarro de jalea, que uso para guardar guisantes secos —dijo.
—Pon los guisantes en otro sitio y dame el tarro —ordenó Cameron.
Ella le entregó el recipiente.
—¿Qué vas a hacer, papá? —preguntó Bobby.
—Hay un morenito en la obra. Es pagano. Viene de un país donde abundan las serpientes. Voy a divertirme un poco con él. Le gastaré una pequeña broma. Dame aquel guante del horno, Jenny.
—No hace falta que te pongas un guante —dijo Bobby—. No muerde.
—No quiero tocar esa porquería —dijo Cameron.