—Yo cumpliré mi palabra, Keogh. Me llevaré el camión y lo abandonaré en alguna parte del monte, en la dirección del Kippure. Volveré a pie y trataré de que alguien me recoja en la carretera principal y me lleve a Dublín. ¿De acuerdo?
Estuvieron de acuerdo. No tenían alternativa. Los hombres del Norte habían destrozado los candados de la puerta trasera del remolque; por consiguiente, buscaron clavijas de madera para sujetar las dos hojas de aquélla. Cerraron la puerta sobre la maldita carga. Después, Murphy se puso al volante, apartó el camión de la granja y torció a la izquierda, en dirección al bosque de Djouce y las colinas de Wicklow.
Eran poco más de las nueve y media, y Murphy había cruzado el bosque por el camino de Roundwood cuando se encontró con el tractor. No era de esperar que los agricultores saliesen al campo en tractores con un faro estropeado y el otro cubierto de barro, transportando diez toneladas de paja en el remolque, a tales horas. Pero éste lo había hecho.
Murphy pasaba zumbando entre dos paredes de piedra cuando observó el bulto imponente del tractor y el remolque avanzando en dirección contraria. Pisó el freno con bastante brusquedad.
Uno de los inconvenientes de los vehículos articulados es que, si bien pueden maniobrar en ángulos cerrados, cosa imposible para camiones de una pieza de la misma longitud, son el mismísimo diablo en lo tocante a los frenos. Si la cabina tractora y el remolque que lleva la carga no están casi en línea recta, tienden a desviarse. El pesado remolque alcanza a la sección de la cabina y la empuja hacia un lado. Esto fue lo que le ocurrió a Murphy.
Las paredes de piedra, tan frecuentes en las colinas de Wicklow, impidieron que volcase. El campesino impulsó su tractor hacia la puerta de una finca que allí había, dejando que las balas de paja del remolque recibiesen el impacto. La sección de la cabina de Murphy empezó a deslizarse al ser alcanzada por el remolque. El peso del abono transportado la empujó, a pesar de los frenos, contra las balas de paja, que cayeron alegremente sobre la cabina, casi enterrándola. La cola del remolque chocó contra una de las paredes, volvió al camino y rebotó contra la pared opuesta.
Cuando cesó el estruendo del metal contra la piedra, el remolque del campesino se mantenía en pie, pero se había desplazado 3 metros sobre el camino, rompiendo su enganche con el tractor. El choque había lanzado al agricultor de su asiento, y el hombre había ido a caer sobre un montón de estiércol. Ahora sostenía una animada conversación personal con su creador. Murphy seguía sentado en la penumbra de su cabina cubierta de balas de paja. Los golpes dados contra la piedra habían saltado las clavijas que sujetaban la puerta de atrás del remolque, y ésta se había abierto. Parte del cargamento de abono se había desparramado sobre el camino, detrás del camión. Murphy abrió la portezuela de la cabina y se apeó, abriéndose paso entre las balas de paja. Su instinto le decía que debía alejarse de allí lo más pronto posible y lo más de prisa que le fuese posible. El campesino no podría reconocerle en la oscuridad. Pero, mientras se apeaba, recordó que no había tenido tiempo de borrar sus huellas dactilares en el interior de la cabina.
El agricultor había salido del montón de estiércol y estaba plantado en el camino, al lado de la cabina de Murphy, despidiendo un olor que nada tenía que ver con la industria del perfume. Era evidente que quería hurtar a Murphy unos momentos de su tiempo. Murphy pensó de prisa. Apaciguaría al hombre y le ofrecería su ayuda para cargar de nuevo su remolque. A la primera oportunidad, borraría las huellas del interior de la cabina y, un segundo después, desaparecería en la noche.
Pero en aquel momento llegó un coche patrulla de la Policía. Es raro lo que ocurre con los coches de la Policía; cuando uno los necesita, abundan tan poco como las fresas en Groenlandia. Pero basta con que arranques unos milímetros de pintura de la carrocería del automóvil de otro para que aparezcan como brotados del suelo. Éste había escoltado a un ministro desde Dublín hasta su casa de campo, cerca de Annamoe, y regresaba a la capital. Al ver Murphy los faros, pensó que no era más que otro automovilista; pero, cuando aquéllos se apagaron, comprendió lo que era en realidad. Llevaba el rótulo de Garda sobre el techo, y éste
sí
que se encendía.
Un sargento y un agente pasaron despacio por delante del inmovilizado tractor-remolque y observaron las balas de paja caídas. Murphy se dio cuenta de que lo único que podía hacer era capear el temporal. Dada la oscuridad, quizá podría salir del apuro.
—¿Suyo? —preguntó el sargento, señalando con la cabeza el camión.
—Sí —contestó Murphy.
—Se ha alejado mucho de la carretera principal —dijo el sargento.
—Sí, y además es muy tarde —añadió Murphy—. El ferry llegó con retraso esta tarde a Rosslare, y quería entregar esa mercancía antes de volver a casa y acostarme en mi camita.
—Documentos —pidió el sargento. Murphy buscó en la cabina y le entregó el fajo de documentos de Liam Clarke.
—¿Liam Clarke? —preguntó el sargento. Murphy asintió con la cabeza. Los documentos estaban en regla. El agente había estado examinando el tractor y se acercó al sargento.
—Uno de los faros de ese hombre no funciona —dijo, señalando al campesino con la cabeza— y el otro está cubierto de barro. No se podría ver ese trasto a diez metros.
El sargento devolvió los documentos a Murphy y volvió su atención al agricultor. Éste, que se había mostrado exigente momentos antes, empezó a ponerse a la defensiva. Murphy cobró ánimos.
—No quisiera crear problemas —dijo—, pero el guardia tiene razón. El tractor y el remolque eran completamente invisibles.
—¿Tiene su licencia? —preguntó el sargento al campesino.
—La tengo en casa —respondió éste.
—Y también el seguro, ¿no? —dijo el sargento—. Confío en que estén en regla. Lo veremos dentro de poco. De momento, no puede circular con esos faros. Meta el tractor en el campo y quite las balas de paja del camino. Podrá recogerlo cuando sea de día. Le llevaremos a casa y, de paso, echaremos un vistazo a los documentos.
Murphy se animó aún más. Dentro de unos minutos, se habrían marchado. El agente empezó a examinar las luces del camión. Estaban en regla. Después, fue a mirar las luces de atrás.
—¿Qué carga lleva? —preguntó el sargento.
—Fertilizante —dijo Murphy—. Una mezcla de musgo de pantano y boñiga de vaca. Es muy bueno para los rosales.
El sargento se echó a reír. Se volvió al agricultor, que había sacado el remolque del camino y estaba arrojando las balas de paja junto a él. El camino estaba casi despejado.
—Ése lleva un cargamento de estiércol —dijo—, pero usted está de él hasta el cuello.
Rió, satisfecho, su propia gracia.
El agente volvió de la parte de atrás del camión.
—Se han abierto las puertas —dijo—. Algunos sacos han caído al camino y se han reventado. Creo que debería echarles una mirada, sargento.
Los tres pasaron del lado a la parte de atrás del camión.
Una docena de sacos habían caído al abrirse la puerta, y cuatro de ellos se habían reventado. La luz de la luna brillaba sobre los montones de fertilizantes, entre los sacos de plástico rotos. El agente sacó su linterna eléctrica y dirigió el haz luminoso sobre aquel revoltijo. Como dijo más tarde Murphy a su compañero de celda, hay días en que nada, absolutamente nada, sale bien.
A la luz de la luna y de la linterna, el gran buche del bazuka que apuntaba al cielo y los cañones de ametralladora que salían de los sacos rotos, eran inconfundibles. A Murphy le dio un vuelco el estómago.
La Policía irlandesa no suele llevar armas de fuego; pero, cuando tiene que escoltar a un ministro, las lleva. El sargento apuntó con su pistola al estómago de Murphy.
Murphy suspiró. Era un día nefasto. No sólo había fracasado en el robo de 9.000 botellas de coñac, sino que se había visto metido en un asunto de contrabando de armas organizado por alguien, y le cabían pocas dudas sobre quién era ese «alguien». Pensó en varios lugares donde le gustaría estar en los próximos dos años, pero las calles de Dublín no figuraban entre los sitios más seguros de la lista.
Levantó las manos poco a poco.
—Tengo que hacer una pequeña confesión —dijo.
«No está usted obligado a declarar, pero cuanto diga podrá ser empleado como prueba.»
Parte de la fórmula oficial usada en la Policía británica e irlandesa por un agente al dirigirse a un sospechoso.
El gran coche de Policía se detuvo junto al bordillo a unos quince metros del lugar donde el cordón cruzaba la calle para tener a raya a los mirones. El conductor no paró el motor y los limpiaparabrisas siguieron oscilando rítmicamente sobre el cristal para enjugar la insistente lluvia. Desde el asiento de atrás, el superintendente jefe William J. Hanley miró a través del cristal de la ventanilla al grupo de curiosos detrás del cordón y los indecisos agentes más allá del mismo.
—Espere aquí —dijo al conductor, y se dispuso a apearse.
El conductor se sintió complacido; se estaba cómodo y caliente dentro del coche, y no era una mañana adecuada para pasear arriba y abajo por una calle de los barrios bajos, con aquella lluvia. Asintió con la cabeza y paró el motor.
El jefe de Policía del distrito cerró de golpe la portezuela al apearse, se encogió dentro de su abrigo azul oscuro y echó a andar deliberadamente hacia la abertura donde un mojado agente vigilaba a los que entraban y salían de la zona acordonada. El agente, al ver a Hanley, saludó, se apartó y le dejó pasar.
Hacía veintisiete años que Big Hill Hanley era policía; había empezado rondando los empedrados callejones de las Liberties y ascendido, grado a grado, hasta su posición actual. Era de alta estatura, más de metro ochenta y cinco, y tenía la corpulencia de un roble. Treinta años antes, había sido considerado como el mejor delantero que había salido jamás de Athlone County; con el verde jersey irlandés, había formado parte del mejor equipo de rugby de su país de todos los tiempos, el equipo al que Kari Muller había llevado tres años seguidos a la victoria en la Triple Corona, batiéndose el cobre con los ingleses, los galeses, los escoceses y los franceses. Lo cual no había perjudicado en absoluto sus posibilidades de ascenso, cuando ingresó en el cuerpo.
Le gustaba el trabajo; le producía satisfacción, a pesar del menguado salario y de las largas horas. Pero todo oficio tiene obligaciones que no pueden complacer a nadie, y la de esta mañana era una de ellas. Un desahucio.
Desde hacía dos años, el concejo de la ciudad de Dublín había estado demoliendo la serie de pequeñas y apretadas casuchas de dos habitaciones, una arriba y otra abajo, que constituían la zona conocida por el nombre de Gloucester Diamond.
La razón de este nombre era un misterio. Carecía de la riqueza y de cualquier privilegio de la casa real inglesa de Gloucester, y no tenía el claro brillo de los diamantes. No era más que un barrio bajo industrial situado detrás de la zona portuaria de la orilla norte del Liffey. Ahora, había sido arrasado en su mayor parte y sus moradores alojados en cúbicos bloques de apartamentos municipales, cuyas moles deprimentes podían verse desde media milla de distancia a través de la llovizna.
Pero estaba en el corazón del distrito de Bill Hanley, y por esto le correspondía la tarea de aquella mañana, por mucho que le viniese cuesta arriba.
El escenario entre las dos barreras de policías que acordonaban el sector central de la que antaño había sido Mayo Road era tan triste aquella mañana como el tiempo de noviembre. Un lado de la calle no era más que un campo de cascotes, donde pronto actuarían las excavadoras para hacer sitio a los cimientos del nuevo complejo comercial. El otro lado constituía el centro de atención. En ambas direcciones, y en centenares de metros, no quedaba edificio alguno. Toda la zona era lisa como la palma de la mano; la lluvia brillaba sobre el negro asfalto del nuevo aparcamiento de áreas destinado a albergar los vehículos de los que algún día trabajarían en el proyectado bloque de oficinas próximo. Estas 80 áreas estaban cercadas por una valla de cadenas de tres metros de altura; mejor dicho, casi la totalidad de las 80 áreas.
Precisamente en el centro, y de cara a Mayo Road, había una casita solitaria, como un viejo raigón en una encía limpia y lisa. Las casas de ambos lados habían sido demolidas, y la que quedaba estaba apuntalada en los costados por gruesas vigas de madera. Todas las otras casas que habían rodeado a la única superviviente habían desaparecido también y la ola de asfalto lamía la casa por tres costados, como batiría el mar un castillo de arena solitario sobre la playa. Esta casa y el asustado viejo que moraba en ella constituían el centro de la acción de aquella mañana, y motivo de entretenimiento de los expectantes grupos salidos de los bloques de apartamentos y que habían venido a presenciar el desahucio del último de sus anteriores vecinos.
Bill Hanley se acercó al sitio donde, frente a la entrada de la casa solitaria, estaba el grupo principal de funcionarios. Todos contemplaban la casucha, como si, llegado el momento definitivo, no supiesen cómo empezar. La casa no ofrecía muchos atractivos a la vista. Frente a la calzada, había un murete de ladrillos que separaba la calle de lo que debió ser jardín y había dejado de serlo, pues sólo había allí unos hierbajos enredados. La puerta principal estaba en uno de los lados de la casa, desconchada y mellada por las numerosas piedras que habían sido arrojadas contra ella. Hanley sabía que, detrás de la puerta, debía haber un recibidor de un metro cuadrado y una estrecha escalera que llevaba al piso de arriba. A la derecha del recibidor, estaría la puerta de) único cuarto de estar, cuyas rotas ventanas, con cartones sustituyendo los cristales, flanqueaban la puerta de la entrada. Después estaba el pasillo que conducía a la pequeña y sucia cocina y a la puerta que daba al patio y al retrete exterior. El cuartito de estar debía tener un pequeño hogar, pues la chimenea que se alzaba a un lado de la casa apuntaba aún al lacrimoso cielo. Detrás del edificio, Hanley había visto, al mirar desde un lado, un patio posterior de la misma anchura que la casa y de 5 m. de longitud. Este patio estaba rodeado por una valla de tablas de 2 m. de altura. Dentro del patio, según le habían dicho a Hanley los que habían atisbado por encima de la valla, la tierra estaba resbaladiza con los excrementos de cuatro gallinas que tenía el hombre en un pequeño cobertizo adosado a la valla del fondo. Y esto era todo.