—Tendría usted que volver allí, señor. Han… han encontrado algo.
Hanley hizo una seña a su chofer y éste salió a la calle.
—Voy a volver allá —le dijo Hanley—. No pierda de vista al viejo —y se volvió, para echar una mirada al café.
En el rincón del fondo, el viejo había dejado de comer. Tenía el tenedor en una mano y un trozo de panecillo con media salchicha en la otra, y estaba completamente inmóvil, mientras observaba en silencio a los tres hombres uniformados de la calle.
En el lugar de la operación, se había interrumpido el trabajo. Los obreros, con sus impermeables y sus cascos, estaban agrupados en círculo alrededor de los cascotes del edificio. Los restantes policías se habían reunido con ellos. Hanley bajó de su coche y pasó entre los montones de ladrillos hasta el sitio donde el círculo de hombres estaba mirando hacia abajo. En el fondo, se oían los murmullos de los curiosos que no se habían marchado.
—Es el tesoro del viejo —dijo uno de ellos en voz alta, y hubo un murmullo de aprobación—. Tenía una fortuna enterrada ahí; por eso no quería irse.
Hanley llegó al centro del grupo y miró hacia el punto que atraía su atención. Unos dos metros de la base de la destrozada chimenea seguía en pie, rodeada de montones de cascotes. Debajo de ella, podía distinguirse todavía el viejo y negro hogar. A uno de los lados, restaban tres palmos de la pared exterior de la casa. Al pie de ella, dentro de la casa, había un montón de ladrillos caídos, del que sobresalía una pierna humana, seca y descarnada, pero todavía reconocible. Un jirón de lo que parecía una media seguía pegado bajo la rodilla.
—¿Quién encontró eso? —preguntó Hanley.
El capataz se adelantó.
—Tommy estaba trabajando en la base de la chimenea con un pico. Apartó algunos ladrillos para moverse mejor. Entonces lo vio y me llamó.
Hanley reconocía a un buen testigo a primera vista.
—¿Estaba debajo de las tablas del suelo? —preguntó Hanley.
—No. Toda esta zona fue construida sobre terreno pantanoso. Los constructores cubrieron el suelo con cemento.
—Entonces, ¿dónde estaba? El capataz se agachó y señaló el hogar.
—Vista desde dentro del cuarto de estar, la chimenea parecía adosada a la pared. En realidad, no lo estaba. En su origen, estaba separada de la pared. Alguien levantó un tabique entre la chimenea y el fondo de la habitación, formando una cavidad de 30 centímetros de profundidad, que llegaba hasta el techo. Y otra al otro lado del hogar, por mor de la simetría. Pero esta otra estaba vacía. El cuerpo estaba en la cavidad entre el falso tabique y la pared de la casa. Y la habitación había sido empapelada de nuevo para disimular la obra. Mire, el papel de delante de la campana de la chimenea es igual que el del falso tabique.
Hanley siguió la dirección del dedo del otro; jirones del mismo papel mohoso permanecían adheridos a la campana de la chimenea, sobre la repisa, y en los ladrillos que rodeaban y cubrían en parte aquel cuerpo. Era un papel antiguo, con dibujos de capullos de rosas. Pero, en la parte interior de la que fue pared de la casa, junto a la chimenea, podía distinguirse un papel sucio y aún más viejo.
Hanley se incorporó.
—Está bien —dijo—. Por hoy, ha terminado su trabajo. Puede despedir a sus hombres. Nosotros nos encargaremos de esto.
Los hombres encasquetados se apartaron del montón de ladrillos. Hanley se volvió a sus dos agentes.
—Mantengan la zona acordonada —dijo—. Vendrá más gente y se reforzarán las barreras. No quiero que nadie se acerque a este sitio por ninguno de sus cuatro costados. Avisaré a los otros y al despacho del forense. No debe tocarse nada hasta nueva orden. ¿De acuerdo?
Los dos hombres saludaron. Hanley volvió a su coche y llamó a la jefatura del distrito. Dictó una serie de órdenes y, después, estableció comunicación con la sección técnica de la Oficina de Investigación. Tuvo suerte. El superintendente detective O'Keefe se puso al aparato; se conocían desde hacía muchos años. Hanley le dijo lo que habían encontrado y lo que necesitaba.
—Los enviaré ahí —cloqueó la voz de O'Keeffe en el auricular—. ¿Quieres que intervenga la Brigada de Homicidios?
Hanley sorbió por la nariz.
—No, gracias. Creo que nos bastaremos para esto.
—Entonces, ¿tienes un sospechoso? —preguntó O'Keeffe.
—¡Oh, sí! Lo tenemos —respondió Hanley. Se dispuso a volver al café, pasando junto a Barney Kalleher, que trataba en vano de romper el cordón de Policía. Esta vez, el guardia de servicio le prestó menos ayuda.
Ya en el café, Hanley encontró al chofer en el mostrador. En el fondo del salón, el viejo, que había terminado de comer, estaba sorbiendo una taza de té. Miró fijamente a Hanley, al acercarse a él el gigantesco policía.
—La hemos encontrado —dijo Hanley, inclinándose sobre la mesa y hablando bajo para que nadie más pudiese oírle—. Tenemos que salir de aquí, Mr. Larkin. Ir a la Comisaría, ¿sabe? Tenemos que hablar un poco.
El viejo le miró a su vez, sin decir palabra. Hanley se dio cuenta de que, hasta entonces, no había abierto la boca. Algo brilló en los ojos del viejo. ¿Miedo? ¿Alivio? Probablemente, miedo. No era de extrañar que hubiese estado aterrorizado durante todos aquellos años.
Se levantó sumisamente y Hanley le asió del codo y le llevó hasta el coche de la Policía. El conductor les siguió y se puso al volante. La lluvia había cesado, y un frío viento arrastraba papeles como hojas muertas por la calle desprovista de árboles. El automóvil se apartó del bordillo. El viejo permanecía encogido, mirando en silencio hacia delante.
—Volvamos a la Comisaría —dijo Hanley.
No hay país en el mundo en que una investigación de asesinato sea fuente de tan inspiradas elucubraciones como quiere hacernos creer la Televisión. En un 90 por ciento, son rutina vulgar, formalidades a cumplir, procedimientos a seguir. Y administración, mucha administración.
Big Bill Hanley hizo que instalasen al viejo en una celda, detrás de la sala de interrogatorios; el hombre no protestó, ni pidió los servicios de un abogado. Hanley no tenía intención de acusarle…, todavía. Podía retenerle al menos veinticuatro horas como sospechoso, y antes quería saber más cosas. Después se sentó a su mesa y cogió el teléfono.
«Sigue las normas, muchacho, sigue la normas. Nosotros no somos Sherlock Holmes», solía decirle, muchos años atrás, su viejo sargento. Era un buen consejo. Se habían perdido más cosas ante los tribunales por defectos de forma, que los que se habían ganado por brillantez intelectual.
Hanley informó oficialmente al instructor del hallazgo de un muerto, alcanzando al funcionario civil cuando éste se disponía a salir para almorzar. Después telefoneó al depósito de cadáveres de Store Street para decirles que tendría que efectuarse una autopsia por la tarde. Localizó al patólogo, profesor Tim McCarthy, que le escuchó en silencio desde un teléfono del vestíbulo del «Kildare Club», suspiró al pensar que iba a perderse una excelente pechuga de faisán que figuraba en el menú, y accedió a ir inmediatamente.
Había que disponer pantallas de lona protectoras y enviar hombres con picos y palas a Mayo Road. Llamó a los tres detectives que prestaban servicio en su distrito, interrumpiendo su almuerzo en la cantina y obligándoles a conformarse con dos bocadillos y un cuartillo de leche, mientras él seguía trabajando.
—Sé que tenéis mucho trabajo —les dijo—. Todos lo tenemos. Por esto quiero resolver de prisa este caso. No debería ser cuestión de mucho tiempo.
Encargó a su detective jefe la inspección del lugar del suceso y le envió a Mayo Road sin dilación. Los dos jóvenes sargentos trabajarían por separado. Uno de ellos comprobaría todo lo referente a la casa; el hombre del municipio había dicho que el viejo era propietario de ella, pero la oficina del catastro del Ayuntamiento tendría datos sobre su historia y sus anteriores propietarios. El registro de la propiedad proporcionaría los detalles definitivos.
El segundo sargento detective tenía que hacer el trabajo de piernas; localizar a todos los antiguos moradores de Mayo Road, la mayoría de los cuales vivían ahora en los bloques de apartamentos del municipio. Enterarse de las habladurías, encontrar los vecinos, los tenderos, los guardias que habían patrullado por Mayo Road en los quince años anteriores a su demolición, el cura del barrio…, todos los que hubiesen conocido Mayo Road y al viejo durante el mayor número posible de años. Y esto, recalcó Hanley, incluía a los que hubiesen conocido a la señora, mejor dicho, a la difunta Mrs. Larkin.
Envió a un sargento uniformado, con una camioneta, a recuperar todos los efectos de la casa destruida, que había visto por la mañana en el camión municipal, y traer los muebles abandonados, incluidas las pulgas, al patio de la comisaría de Policía.
Eran más de las dos de la tarde cuando al fin se levantó y se estiró. Dijo que trajesen al viejo a la sala de interrogatorios, apuró su leche y esperó cinco minutos. Cuando entró en aquella sala, el viejo estaba sentado delante de la mesa, con las manos cruzadas delante de él y mirando a la pared. Un policía montaba guardia junto a la puerta.
—¿Ha dicho algo? —murmuró Hanley al agente.
—No, señor. Ni una palabra.
Hanley le hizo una seña para que se marchase.
Cuando estuvieron solos, se sentó a la mesa, delante del viejo. Herbert James Larkin, según el registro civil.
—Bueno, Mr. Larkin —comenzó suavemente Hanley—, ¿no cree que lo más sensato sería que me hablase del asunto?
Sabía por experiencia que sería inútil tratar de apabullar al viejo. Éste no era un rufián de los bajos fondos. Hanley había tenido que habérselas con tres uxoricidas durante su carrera, y todos ellos eran hombrecillos débiles que pronto se habían sentido aliviados al revelar los horribles detalles de sus crímenes al simpático hombrón de detrás de la mesa. Pero el viejo le miró despacio, mantuvo unos momentos su mirada y volvió a bajarla sobre la mesa. Hanley sacó un paquete de cigarrillos y lo abrió.
—¿Fuma? —dijo. El viejo no se movió—. En realidad, yo tampoco fumo —dijo Hanley.
Pero dejó el paquete invitador sobre la mesa y una caja de cerillas a su lado.
—Fue toda una hazaña —confesó—. Mantenerse en la casa durante tantos meses. Pero el municipio tenía que ganar, más pronto o más tarde. Y usted lo sabía, ¿no? Saber que, antes o después, le enviarían los alguaciles, debió ser algo terrible.
Esperó un comentario, un indicio de comunicación por parte del hombre. No hubo ninguno. Pero él era paciente como un buey, cuando quería hacer hablar a un hombre. Y todos acababan por hablar.
En realidad, era un alivio. Descargar la conciencia. La Iglesia sabía el gran alivio que produce la confesión.
—¿Cuántos años, Mr. Larkin? ¿Cuántos años de ansiedad, de espera? ¡Cuántos meses, desde que los primeros bulldozers entraron en la zona! Debió pasarlo muy mal.
El viejo levantó la mirada a los ojos de Hanley, quizá buscando algo, otro ser humano después de años de voluntario aislamiento; quizás un poco de compasión. Hanley sintió que se acercaba el final. El viejo desvió la mirada y la fijó en la pared, por encima del hombro de Hanley.
—Ahora todo ha terminado, Mr. Larkin. Como tenía que terminar, más pronto o más tarde. Seguiremos estos años hacia atrás, poco a poco, y lo descubriremos todo. Usted lo sabe. Era Mrs. Larkin, ¿no? ¿Por qué? ¿Otro hombre? ¿O sólo fue una disputa? Quizá no fue más que un accidente, ¿eh? Pero le entró pánico, y usted mismo se condenó a vivir como un ermitaño para siempre.
El viejo movió el labio inferior. Lo humedeció con la lengua.
«Estoy llegando al final —pensó Hanley—. Ya no tardará.»
—Debieron ser unos años muy malos —siguió diciendo—. Sentado allí, en completa soledad, sin amigos; sólo usted y el conocimiento de que ella estaba allí, muy cerca, emparedada junto a la chimenea.
Algo pasó por los ojos del viejo. ¿Desazón por el recuerdo? Tal vez un tratamiento brutal daría más resultado. El hombre pestañeó dos veces. «Me estoy acercando —pensó Hanley—; me estoy acercando.» Pero cuando el hombre volvió a mirarle, sus ojos eran de nuevo inexpresivos. Y no dijo nada.
—Como quiera —dijo Hanley, levantándose—. Volveré, y entonces hablaremos.
Cuando llegó a Mayo Road, el lugar era una colmena de actividad; había aún más gente que antes, pero podían ver mucho menos. Las ruinas de la casa estaban rodeadas por los cuatro costados por pantallas de lona, sacudidas por el viento, pero que impedían que los curiosos pudiesen ver lo que estaban haciendo allí dentro. En el interior de la zona cercada, que abarcaba parte de la calle, veinte esforzados policías, con pesadas botas y ropa de trabajo, quitaban a mano los cascotes. Cada ladrillo y trozo de pizarra, cada pedazo de madera de la escalera y de las barandas, cada teja y cada trozo de viga del techo, eran cuidadosamente levantados y examinados, por si contenían alguna indicación, desgraciadamente inexistente, y arrojados a la calle, donde el montón de cascotes crecía sin cesar. Se examinaba el contenido de las alacenas y se arrancaban éstas, para ver si había algo detrás de ellas. Y se golpeaban las paredes, para ver si había alguna cavidad antes de arrancar los ladrillos uno a uno y arrojarlos a la carretera.
Alrededor del hogar, dos hombres trabajaban con especial cuidado. Los cascotes que cubrían el cadáver fueron levantados cuidadosamente y retirados, hasta que sólo una capa de polvo cubrió el cuerpo. Éste estaba doblado en posición fetal y yacía de costado, aunque probablemente estuvo en posición sentada y de cara a un lado dentro de la cavidad. El profesor McCarthy observaba lo que quedaba de aquella pared de la casa y dirigía el trabajo de los dos hombres. Cuando éste quedó terminado a su satisfacción, entró en la cavidad y, con una brocha suave, empezó a quitar el polvo cremoso de mortero antiguo, como lo habría hecho una buena ama de casa.
Cuando hubo quitado la mayor parte del polvo, examinó el cadáver más de cerca, tocó parte del muslo descubierto y del brazo, y salió de la cavidad.
—Es una momia —observó a Hanley.
—¿Una momia?
—Exactamente. Sobre un suelo de ladrillo o de cemento, en un espacio cerrado por los seis lados, y con el calor del hogar a una distancia de pocos pies, se produjo la momificación. Deshidratación, pero conservación. Es posible que los órganos estén intactos, pero duros como la madera. Es imposible tratar de hacer la autopsia esta noche. Será preciso un baño de glicerina caliente. Y esto requerirá algún tiempo.