El Emperador (12 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

Clarke le siguió, obediente, pasando por delante del morro del camión y junto al largo costado verde y blanco, hasta las ruedas de atrás. No vio ningún neumático deshinchado, pero apenas si tuvo tiempo de mirar. Se separaron los arbustos y Brady y Keogh saltaron de entre ellos, vestidos con monos y enmascarados. Una mano enguantada cerró la boca de Clarke, un brazo vigoroso le rodeó el pecho y otro par de brazos sujetó sus piernas. Le levantaron como un saco y lo llevaron detrás de los arbustos.

Al cabo de un minuto, le habían quitado el mono de la compañía, con la palabra «Tara» estampada en el bolsillo del pecho y en los puños; le habían maniatado y tapado la boca y los ojos con esparadrapo, y, resguardados por el camión de las miradas de los automovilistas que pasaban, le habían introducido en la parte posterior del coche de «Policía». Allí, una voz tosca le dijo que se echase en el suelo y se estuviese quieto. Y asi lo hizo.

Dos minutos más tarde, Keogh salió de entre los arbustos vistiendo el mono de «Tara» y se reunió con Murphy junto a la portezuela de la cabina, donde el jefe de la banda examinaba el permiso de conducción del desdichado Clarke.

—Todo está en orden —dijo Murphy—. Ahora te llamas Liam Clarke. Y todo ese fajo de documentos debe de ser correcto, ya que, hace un par de horas, pasaron por la Aduana de Rosslare.

Keogh, que había sido conductor de camión antes de pasar una temporada en Mounjoy como invitado de la República, gruñó y subió a la cabina. Estudió los mandos.

—No hay problema —dijo, y colocó de nuevo el fajo de papeles sobre la visera del parabrisas.

—Nos veremos en la granja dentro de una hora —dijo Murphy.

Observó el camión secuestrado al salir éste del aparcamiento y adentrarse en la carretera de Dublín, en dirección al Norte.

Murphy volvió al coche de Policía. Brady estaba sentado en el asiento de atrás, con los pies sobre el tumbado y amordazado Clarke. Se había despojado del mono y de la máscara y llevaba ahora una chaqueta de tweed. Clarke podía haber visto la cara de Murphy, pero sólo durante unos segundos y tocado con un gorro de Policía. No vería las caras de los otros tres. De este modo, si un día llegaba a acusar a Murphy, los otros tres podrían dar a éste una coartada indestructible.

Murphy miró la carretera, arriba y abajo. En aquel momento no pasaba nadie. Miró a Brendan y asintió con la cabeza. Entre los dos, arrancaron los rótulos de GARDA de las portezuelas, los enrollaron y los arrojaron a la parte de atrás del automóvil. Otra mirada. Un coche pasó a toda velocidad, sin prestarles atención. Murphy quitó el triángulo del techo y lo arrojó a Brady. Una mirada más. Tampoco había tráfico. Los dos hombres se quitaron las guerreras, que fueron a reunirse con Brady en el asiento de atrás. Volvieron a ponerse los blusones. Cuando el «Granada» salió del aparcamiento, volvía a ser un automóvil de turismo, ocupado por tres paisanos visibles.

Adelantaron al camión un poco al norte de Arklow. Murphy, que conducía de nuevo, tocó discretamente el claxon. Keogh levantó una mano al pasar el «Granada», con el pulgar alzado para indicar que todo iba bien.

Murphy siguió conduciendo hacia el Norte, hasta Kilmacanogue; entonces, siguió un camino llamado de Rocky Valley, en dirección a Calary Bog. Poca actividad había allí, pero había descubierto una granja abandonada, elevada sobre el marjal, que tenía la ventaja de poseer un granero lo bastante grande para alojar el camión durante unas horas y sin que nadie lo viese. Era cuanto necesitaba. Un camino fangoso conducía a la granja, y ésta quedaba oculta por un bosquete de coníferas.

Llegaron poco antes del crepúsculo, quince minutos antes que el camión y dos horas antes de la fijada para el encuentro con los hombres del Norte y sus cuatro camionetas.

Murphy se dijo que podía sentirse orgulloso del trato que había hecho. No habría sido fácil desprenderse de 9.000 botellas de coñac en el Sur. Las cajas y las botellas estaban precintadas y numeradas, y, más pronto o más tarde, las habrían descubierto. En cambio, en el Ulster, en el Norte desgarrado por la guerra, la cosa era diferente. El país estaba lleno de
shebeens
, clubes ilegales de bebedores, que no poseían licencia y que, en todo caso, estaban fuera de la ley.

Los
shebeens
estaban estrictamente divididos en protestantes y católicos, pero todos ellos en manos de los bajos fondos, a su vez dominados desde hacía tiempo por los buenos patriotas. Murphy sabía muy bien que buena parte de los crímenes que se perpetraban para gloria de Irlanda tenían más que ver con los gángsters que con el patriotismo.

Por esto había hecho el trato con uno de los héroes más poderosos, primer abastecedor de toda una cadena de
shebeens
en los que podía introducirse el coñac sin que nadie hiciese preguntas. El hombre y sus conductores debían encontrarse con él en la granja, cargar el coñac en las cuatro camionetas, pagar al contado y en dinero efectivo, y llevarse la mercancía hacia el Norte al amanecer, por el laberinto de caminos vecinales que cruzaban la frontera entre los lagos, a lo largo de la línea Fermanagh-Monaghan.

Dijo a Brendan y a Brady que llevasen al infortunado conductor a la granja, donde Clarke fue arrojado sobre un montón de sacos, en un rincón de la arruinada cocina. Y los tres secuestradores se sentaron a esperar. A las siete, el camión verde y blanco llegó roncando por el camino, envuelto en la penumbra, con las luces apagadas, y los tres hombres corrieron al exterior. Alumbrándose con unas linternas, abrieron las puertas del viejo granero. Keogh metió el camión en su interior, y los otros volvieron a cerrar las puertas. Keogh bajó de la cabina.

—Creo que me he ganado el sueldo —dijo—, y un trago.

—Te has portado bien —dijo Murphy—. No tendrás que volver a conducir el camión. Será descargado a medianoche y yo lo llevaré personalmente a un lugar situado a diez millas de aquí, donde lo abandonaré. ¿Qué quieres beber?

—No le vendría mal un trago de coñac —sugirió Brady, y todos se echaron a reír.

Era un buen chiste.

—No voy a estropear una caja por unas cuantas copas —dijo Murphy—. Además, prefiero el whisky. ¿Os parece bien?

Sacó un frasco del bolsillo, y todos convinieron en que era lo mejor. A las ocho menos cuarto, era noche cerrada, y Murphy se dirigió a la entrada del camino, con una linterna eléctrica, para guiar a los hombres del Norte. Les había dado instrucciones exactas, pero aún cabía la posibilidad de que no viesen el camino. A las ocho y diez, regresó al frente de un convoy de cuatro camionetas. Cuando se detuvieron en el patio, un hombre corpulento, envuelto en un abrigo de pelo de camello, se apeó del primer vehículo, en el que viajaba como pasajero. Llevaba una cartera de mano y parecía desprovisto de sentido del humor.

—¿Murphy? —dijo, y al asentir Murphy con la cabeza, añadió—: ¿Ha traído la mercancía?

—Recién llegada de Francia en el ferry —dijo Murphy—. Está en el camión, en el granero.

—Si han abierto el camión, tendré que examinar todas las cajas —le amenazó el hombre.

Murphy tragó saliva. Ahora se alegraba de haber resistido la tentación de echar un vistazo al botín.

—Los sellos de la Aduana francesa están intactos —dijo—. Véalo usted mismo.

El hombre del Norte gruñó e hizo una seña a sus acólitos, los cuales abrieron las puertas del granero. Enfocaron las linternas eléctricas sobre los candados gemelos que mantenían cerradas las puertas del remolque y que estaban aún cubiertos por los sellos de la Aduana. El hombre del Ulster gruñó de nuevo y asintió, satisfecho. Uno de sus hombres tomó una herramienta y se acercó a los candados. El hombre del Norte alzó la cabeza.

—Vayamos adentro —dijo.

Murphy, con una linterna en la mano, le guió hasta lo que había sido cuarto de estar de la vieja granja. El norteño abrió la cartera de documentos, la colocó sobre la mesa y abrió la tapa. Murphy vio fajos de billetes de libras esterlinas. Nunca había visto tanto dinero junto.

—Nueve mil botellas, a cuatro libras cada una —dijo—. Deben ser treinta y seis mil libras, ¿no?

—Treinta y cinco —precisó el norteño, sonriendo—. Me gustan los números redondos.

Murphy no discutió. Tenia la impresión de que no era prudente hacerlo con aquel hombre. Y, de todos modos, estaba satisfecho. Pagando 3.000 libras a cada uno de sus hombres y deduciendo los gastos sufragados, le quedarían más de 20.000 libras limpias.

—De acuerdo —dijo.

Uno de los otros norteños apareció detrás de la rota ventana. Se dirigió a su jefe.

—Tendría que venir a echar un vistazo —fue todo lo que dijo.

Y desapareció. El hombrón cerró la cartera, agarró el asa v salió al exterior. Los cuatro hombres del Ulster, junto con Keogh, Brady y Brendan, estaban agrupados alrededor de las puertas abiertas del camión en el granero. Seis linternas eléctricas iluminaban el interior. En vez de cajas apiladas de coñac, con la famosa marca de su productor, había allí algo muy diferente.

Había hileras de sacos de plástico, cada uno de los cuales estaba marcado con el nombre de un conocido fabricante de artículos de jardinería, bajo el rótulo «Abono para Rosales». El hombre del Norte observó el cargamento sin cambiar de expresión.

—¿Qué diablos es eso?

Murphy tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la mandíbula inferior, que había quedado colgando.

—No lo sé —gimió—. Juro que no lo sé.

Y era verdad. Su información había sido impecable… y costosa. Sabía cuál era el barco y cuál era el medio de transporte. Sabía que, aquella tarde, sólo había llegado un camión de tales características en el
St. Patrick
.

—¿Dónde está el conductor? —ladró el hombrón.

—Dentro —respondió Murphy.

—Vamos allá —ordenó el hombrón.

Murphy le precedió. El pobre Liam Clarke seguía atado como una morcilla sobre el montón de sacos.

—¿Qué diablos es ese cargamento que trajiste? —preguntó el hombrón, sin andarse con cumplidos.

Clarke farfulló furiosamente debajo de su mordaza. El hombrón hizo una seña a uno de sus cómplices, el cual se adelantó y arrancó bruscamente la tira de esparadrapo de la boca de Clarke. Otra cinta cubría aún sus ojos.

—Te he preguntado qué diablos llevas en el camión —repitió el hombre corpulento.

Clarke tragó saliva.

—Abono para rosales —contestó—. La hoja de embarque lo dice bien claro.

El hombrón iluminó con su linterna el fajo de papeles que había tomado de manos de Murphy. Se detuvo en la hoja de embarque y la plantó delante de las narices de Murphy.

—¿No miraste esto, imbécil? —le preguntó.

Murphy, presa de pánico, trató de escudarse en el conductor.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.

Su indignación hizo que Clarke se mostrase audaz en presencia de sus invisibles perseguidores.

—Porque me pusiste esta maldita mordaza; ésta es la razón —gritó a su vez.

—Es verdad, Murphy —dijo Brendan, que veía las cosas como eran.

—Cállate —replicó Murphy, desesperadamente. Se inclinó sobre Clarke—. ¿No hay coñac debajo de los sacos? —preguntó.

El rostro de Clarke reflejó una absoluta ignorancia.

—¿Coñac? —repitió—. ¿Por qué tiene que haber coñac? En Bélgica no lo fabrican.

—¿Bélgica? —aulló Murphy—. Tú fuiste a El Havre desde la región de Cognac, en Francia.

—Yo no he estado nunca en Cognac —chilló Clarke—. Llevaba un cargamento de abono para rosales. Está hecho con musgo de pantano y boñiga seca de vaca. Lo exportamos de Irlanda a Bélgica. Llevé este cargamento la semana pasada. Lo abrieron en Amberes, lo examinaron y dijeron que era de mala calidad y que no podían aceptarlo. Mis jefes de Dublín me ordenaron que lo trajese de nuevo. Perdí tres días en Amberes arreglando los papeles. Todo debe constar en los documentos.

El hombre del Norte alumbró los documentos con la linterna. Confirmaban la explicación de Clarke. Los arrojó al suelo, con un gruñido de asco.

—Ven conmigo —dijo a Murphy.

Salió al exterior y Murphy le siguió, protestando de su inocencia.

En la oscuridad del patio, el hombrón atajó las protestas de Murphy. Soltó su cartera, se volvió, agarró a Murphy por la pechera de su blusón, lo levantó del suelo y lo lanzó contra la puerta del granero.

—Escúchame, católico bastardo —dijo el hombrón.

Murphy se había estado preguntando a qué bando del Ulster pertenecerían aquellos gángster. Ahora lo sabía.

—Tú —dijo el hombrón, en un susurro que heló la sangre de Murphy— has robado un cargamento de mierda, literalmente hablando. Has malgastado mi tiempo y el de mis hombres, y mi dinero…

—Le juro… —balbuceó Murphy, que se estaba quedando sin resuello— por la tumba de mi madre… que deberá llegar en el próximo barco, mañana a las dos. Puedo probar de nuevo…

—No para mí —silbó el hombrón—, porque ya no hay trato. Y te diré otra cosa: si intentas jugarme otra mala pasada, te enviaré a dos de mis muchachos para que te hagan picadillo. ¿Lo has entendido?

«¡Dios mío! —pensó Murphy—, ¡qué bestias son esos norteños! Prefiero los ingleses.» Pero sabía que su vida no valdría un comino si expresaba tales sentimientos. Asintió con la cabeza. Cinco minutos más tarde, el hombre del Norte y sus cuatro camionetas vacías se habían marchado.

En la granja, Murphy y su desconsolada banda apuraron el frasco de whisky.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Brady.

—Bueno —indicó Murphy—, tendremos que destruir las pruebas. No hemos ganado nada, pero tampoco hemos perdido nada, salvo yo.

—¿Y qué hay de nuestras tres mil del ala? —preguntó Keogh.

Murphy pensó. Después del susto que le había dado el hombre del Ulster, no quería recibir otra andanada de amenazas por parte de los suyos.

—Muchachos, tendréis que conformaros con mil quinientas cada uno —dijo—. Y tendréis que esperar un poco, hasta que pueda conseguirlas. La preparación de este golpe me ha dejado sin blanca.

Si no satisfechos, parecieron resignados.

—Brendan, tú, Brady y Geogh deberíais limpiar esto. Borrar todas las pruebas, todas las huellas de pies y de neumáticos en el barro. Cuando hayáis terminado, tomad el coche y dejad al conductor en algún lugar, fuera de la carretera, en calzoncillos. Atado y amordazado y con los ojos tapados. Así tardará algún tiempo en poder dar la alarma. Después, dirigíos al Norte y volved a casa.

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