El fantasma de Harlot (128 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Llamé a Rosen desde el primer teléfono público. Lo desperté. Era la noche en que se acostaba temprano. Pero no protestó.

—¿Te ha llamado? —preguntó.

—Sí, y hay un montón de cosas de las que no quiere hablar.

—Lo suponía.

Como eso fue todo lo que dijo, esperé un momento antes de seguir hablando.

—¿Podrías darme los detalles? —pregunté.

—Podría —respondió—, pero no sé si debería. Nuestras relaciones se están convirtiendo en una calle de dirección única, Harry.

Yo había bebido más de lo que creía. Estuve a punto de pronunciar un largo discurso. Le habría dicho que en nuestro trabajo, la pequeña pieza que uno tiene entera es un trozo de información tan intenso y cristalino que produce una sed que debe ser saciada con los datos colaterales. Por eso cotilleábamos y queríamos saber más. Si nos reíamos de Arnie, era por envidia. Sí, el que lo llamásemos para averiguar algo era una forma de respeto. Sin embargo, todo lo que pude decir después de un silencio nada efectivo fue:

—Arme, supongo que no dormiré bien a menos que me digas algo.

—¿Por eso me has despertado? —Se echó a reír. De repente parecía de buen humor—. El tipo tuvo que abandonar Berlín bajo una nube.

—¿Debido a Bill Harvey?

—No. Debido a un inspector general. Harvey en realidad lo salvó. Hizo que lo trasladaran a Laos.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo lo que sé.

—No, no lo es.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque sé tanto como tú. Sé que estuvo en Laos.

También eso le pareció divertido.

—Estás borracho —dijo.

—Sí, bebí una botella de bourbon a medias con Butler.

—Eso está muy mal.

—¿Qué hace ahora?

—Sólo te diré, para que no te veas obligado a chuparte el dedo la noche entera, que se trata de algo tan misterioso y reservado que es un supersecreto. Por favor, no me preguntes más.

—No te preguntaré más, porque ya no puedes ofrecer más.

—Estás en lo cierto.

—Cuéntame acerca del inspector general que fue a Berlín.

Pude sentir su alivio. Se trataba de un tema menos delicado.

—Bien, el tipo tenía un agente, un ex nazi, en quien ya no confiaba, de modo que lo ató y le roció los genitales con trementina. Dijo que era un modo de acercarse a la verdad. —Se echó a reír—. Ya sé que es doloroso, pero me río porque dijo: «Le dolió al maldito nazi, pero piensa en todos los
juden
que envió al horno». Y era verdad, según Dix. ¡Oh, Dios, usé su nombre! Mi teléfono es seguro. Tú estás en un buen teléfono público, ¿verdad? Bien, eso espero. Dix me dijo que siempre actuaba según un doble patrón, lo cual significaba menos piedad con los agentes ex nazis que se habían vuelto malos que con los agentes que también se habían vuelto malos pero que no habían sido nazis. Sólo que Dix cometió un error. Estos ex nazis tienen una red. La víctima de la trementina se quejó a un amigo influyente en el BND. Mala suerte para Dix. Esa semana había un inspector general en Berlín, un hombre que tiene una parte de la cara quemada. Naturalmente, simpatizó con otra víctima quemada. Dix se metió en el peor problema de su vida, hasta que Bill Harvey se valió de todas sus influencias y consiguió que lo trasladaran a Laos. —Estornudó—. Lo has conseguido de nuevo. Te he contado todo lo que sé.

—Bendito seas —dije.

Cuando esa noche le conté a Modene algunas cosas acerca de Dix, y le confesé que no quise que se conocieran, se mostró complacida.

—No tienes nada que temer con un hombre como ése —dijo—. Jamás me sentiría atraída por él.

—¿Quieres decirme por qué?

—Si es como dices, su carácter parece inmodificable. No me atraen los hombres a quienes no puedo cambiar.

Estuve a punto de preguntarle si sería capaz de modificar el carácter de Jack Kennedy, o incluso de Sam Giancana, pero me contuve.

—¿Crees que puedes lograr que yo cambie? —pregunté.

—Eso es algo lo suficientemente difícil como para resultar interesante.

28

Como preludio a un par de semanas malas para mi padre y para mí, una tarde Nikita Kruschov resolvió sacarse el zapato en las Naciones Unidas y aporrear la mesa con él. Ese mismo día, el 12 de octubre, Robert Maheu recibió la noticia de que las píldoras para envenenar a Fidel Castro habían llegado a su destino final en La Habana. Tuve una extraña reacción. Empecé a preguntarme si Kruschov no tendría poderes telepáticos y se había enfadado sin saber exactamente por qué. Si tal especulación estaba incluida dentro de lo que mi padre llamaba «pensamiento libre» (no cuesta nada, no obtiene ningún resultado), aun así podía oír el eco de ese zapato. Sonaba en mi oído como una campana que anunciaba la muerte de Castro. Lo lamenté, y llegué a la conclusión de que Castro había traicionado alguna clase de ideal maravilloso. Esa manera de contemplar a los enemigos produce una fuerte melancolía.

Por supuesto, no estaba precisamente muerto, aún no, y mi trabajo continuaba, y también mis noches con Modene. Durante esas semanas no pasó un día sin que esperase una llamada telefónica anunciándome el fallecimiento de Castro. Pero el teléfono nunca sonó.

Al final de la tercera semana recibí una carta de mi padre. Hunt no solía visitarme en mi cubículo a primera hora de la mañana, pero ese día debió de haberse despertado en él el viejo instinto de jefe de estación. Cuando entré vi a Hunt sentado en mi sillón, con la carta en la mano. Se puso de pie y me la entregó sin decir ni una palabra. El encabezado decía: ROBERT CHARLES SÓLO OJOS.

—¿Puedo saber de quién es esto?

Averiguar era parte de su prerrogativa. Técnicamente hablando, cualquier cosa que pasara bajo mis ojos, pasaba también bajo los de él. Yo podía participar en una pequeña operación secreta, pero si él preguntaba, yo debía responder.

—De Cal —dije—. Siempre le ha gustado enviar así las cartas, aunque sean de carácter personal.

—¿Es eso verdad, Robert?

Me llamaba Robert cuando estábamos en Zenith. Yo lo llamaba Ed. A Howard le parecía necesario.

—Sí, Ed.

—Debes admitir que es algo inusual. Podría hacer una acusación contra tu padre.

—¿Qué está diciendo? ¡Vamos, Ed!

—No lo haría, por supuesto. Pero un oficial superior debe dar el ejemplo.

—No le diré que ha hecho usted esa observación.

—No lo harás, por supuesto. Se lo diré personalmente, cuando lo considere necesario.

—Yo en su lugar no lo haría.

Hunt estaba furioso por mi impertinencia, pero finalmente se encogió de hombros.

—Otro elefante al que cuidar.

—No tiene por qué preocuparse —dije—. Es correspondencia personal.

Cuando se hubo marchado, abrí la carta y la leí. En mi recuerdo, muchos otros mensajes importantes son un resumen, incluso una línea, pero esta carta la recuerdo entera. Tal fue la atención que puse al leerla. Me estremecí de sólo pensar que Howard también pudo haberlo hecho.

25 de octubre de 1960

Inicia a BONANZA con REENCAUCHADO. Por el momento no hay necesidad de contacto personal. Ocúpate de que investigue las cuentas de REENCAUCHADO. Si, como sospecho, están diseminadas por varios bancos, BONANZA tendrá que ponerse en contacto con unos cuantos amigos en instituciones rivales. Te aseguro que no se trata de una práctica poco común entre banqueros jóvenes. (Nunca saben dónde buscarán trabajo en el futuro.)

Hijo, ésa es la buena noticia. Prepárate ahora para una sorpresa. Pero primero permíteme describir al mensajero. Richard Bissell, mi jefe inmediato en la actualidad, es un hombre imponente, aunque no debido a su físico, sino a su mente. Es un adicto al razonamiento y la contemplación. ¿Conoces la catedral de San Juan el Divino, en la esquina de la calle Ciento diez y la avenida Amsterdam, en Nueva York? Por supuesto que sí. Esa catedral es un lugar maravilloso para meditar acerca de la meditación. Para mí, Dickie Bissell es la encarnación de ese espíritu. Quiero que te lo imagines. Mide dos metros, una estatura imponente, incluso para ti o para mí. Sentado ante su escritorio, dedica toda su atención cuando escucha, y al mismo tiempo dobla clips lentamente con sus largos dedos blancos.

Rick, debo decirte que sus dedos son blanquísimos, la encarnación misma de la clase. Es una comparación extraña, pero en mi adolescencia creía que las manos largas y blancas eran la manifestación de la distinción. Bissell juega con los clips como si fuesen tácticas y operaciones, particularidades sobre una llanura, mientras él, el gran hombre blanco, revolotea en lo alto. Es la imagen misma del poder cerebral encerrado en un cuerpo blanco. Parece el típico profesor de Harvard, alto, cortés, totalmente alejado de la maldita suciedad de las operaciones. Sus rasgos son delicados. Hijo, es casi hermoso por la cincelada perfección de su barbilla, sus labios, los orificios de la nariz y la forma de sus ojos detrás de las gafas de montura de metal.

Bien, ¿no es esto, estilísticamente hablando, lo mejor que te he escrito en la vida? ¿Te conté alguna vez que durante un año, después de la Segunda Guerra Mundial, pensé en convertirme en escritor? Mi experiencia en la OSS me había provisto de un material riquísimo, pero no quería actuar a tontas y a locas. Además, el escritor acaba por mirar a su mujer con el rabillo del ojo. Cuando Mary decía, por ejemplo, «Me gustaría ir al campo», no podía evitar la tentación de agregar «dijo ella», de modo que decidí reservar mi arte para cuando escribo cartas.

Pero creo que me estoy apartando del tema. Estoy en lo cierto: Bissell, a quien obviamente podría reverenciar (un jefe excelente, a pesar de sus michelines), me convocó al Cuartel del Ojo, me hizo ir al edificio K y me entregó un memorándum que J. Edgar Hoover en persona le había enviado.

Durante recientes conversaciones mantenidas con varios amigos, Giancana declaró que Fidel Castro sería asesinado muy pronto. Cuando se expresaron dudas acerca de esto, Giancana aseguró que el asesinato de Castro se llevaría a cabo en noviembre. Además, según se dice, aseguró que ya se había reunido con el futuro asesino en tres ocasiones. Según Giancana, los planes para la muerte de Castro han sido perfeccionados, y el «asesino» ha hecho los arreglos necesarios para que una muchacha, de quien nada se dice, le eche a Castro una «píldora» en la comida o la bebida.

Bissell me miró y me preguntó:

—Muy bien, Cal, ¿cómo obtuvo esta información el señor Hoover?

Hijo, si alguna vez te encuentras en una situación así, tarde o temprano a todos nos sucede, empieza a enumerar las personas que poseen la información en cuestión. Te da tiempo para pensar. Sirve, además, para clasificar las posibilidades.

Empecé nombrando al director, lo que hizo que Bissell me dirigiese una mirada malévola.

—El director no debe ser relacionado con esto. Empieza conmigo.

No discutí. Después de Bissell seguía yo. Podíamos confiar en nosotros dos. Luego, Sheffield Edwards. Lo mismo. Después, Burns. Había sido un hombre del FBI, pero probablemente se podía confiar en él. Además, no había estado en el Fontainebleau.

—Tu hijo —dijo Bissell— es un terreno delicado para nosotros. Pero aceptaré tu evaluación. ¿Puedes confiar plenamente en él?

—Sí, señor —respondí—. Es un excelente muchacho. Como supondrás, no le dije nada de lo aficionados que somos los Hubbard a la hipérbole.

Nos quedaban Maheu y los tres italianos.

—No veo ninguna razón para que Maheu esté haciendo un doble juego —dijo Bissell—. Podría procurarle futuras asociaciones con el FBI, pero si la operación fracasa, piensa en todo lo que tiene que perder.

—Estoy totalmente de acuerdo —dije.

—Roselli, ¿desea sinceramente la ciudadanía?

—Maheu jura que sí.

Quedaban Giancana y Trafficante. Convinimos en que me reuniría con Maheu para estudiar a ambos.

La clave del problema es cuánto sabe Hoover. La tesis de Bissell es que mientras el FBI no conozca nuestra relación con Giancana, el memorándum de Hoover no nos causará problemas. Sin embargo, ¿por qué comparte esta información con nosotros? ¿Tiene más, o eso es precisamente lo que quiere que creamos?

Cuando Maheu vino a Washington, me enteré de que Giancana tiene una novia llamada Phyllis McGuire. Es una de las hermanas McGuire, que cantan en la televisión en el programa de Arthur Godfrey. Hace aproximadamente un año hubo un pequeño escándalo cuando salió a la luz que Julius LaRosa y Dorothy McGuire tenían un asunto. Al menos fue un escándalo en lo que a ese hipócrita de Godfrey se refiere. Es un adicto al sexo, pero se lo prohíbe a quienes trabajan para él. Como recordarás, dijo que Julius LaRosa carecía de humildad. Si alguna vez este país se va al diablo, será a causa de la egregia e innecesaria hipocresía. De todos modos, las hermanas McGuire son muchachas llenas de vida. Me han dicho que Phyllis debía cerca de cien mil dólares en las mesas de juego del Desert Inn. Giancana fue tan galante, que le perdonó la deuda. ¡Hermosa manera de comenzar un idilio! Maheu me asegura que Giancana está locamente celoso a causa de Phyllis McGuire. La dama parece interesada en un tal Dan Rowan, del dúo de cómicos Rowan-Martin. ¿Es posible mantenerse al día con esta gente? La primera hipótesis de Maheu es que Giancana le habló a Phyllis del proyecto Castro para impresionarla; Phyllis, a su vez, se lo contó a Rowan. En alguno de estos eslabones —podría ser McGuire—, el FBI tiene un micrófono.

La segunda tesis de Maheu es que Giancana, deliberadamente, está pasando la información a una gran cantidad de conocidos. ¿La razón? Sabotear la operación. ¿El motivo? Maheu se encoge de hombros. Giancana podría estar ventilando sus conexiones con la Agencia para de ese modo sacarse de encima al Departamento de Justicia. Obviamente, no se puede confiar en él.

Luego viene la interpretación de Maheu sobre Trafficante. Durante años, Santos fue el número uno de la Mafia para las operaciones de juego ilegal en La Habana, y todavía conserva excelentes contactos allí. Después de la revolución, Castro lo metió en la cárcel. Lo instaló en una suite, con televisor, comida especial, visitas. Suena como una negociación prolongada. Trafficante sostiene que le prometió la luna a Castro, pero desde que regresó a Tampa no le ha entregado nada. Por eso está ansioso por eliminar a Castro antes de que éste se le adelante. Aun así, sospecho que ambos están en negociaciones, y que Toto Bárbaro participa de ellas. No es más que una corazonada, pero he terminado por confiar en mi instinto.

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