El fantasma de Harlot (127 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—Hablas como un partidario de Castro —dije.

—No —dijo Fuertes—; como siempre, mi corazón está dividido.

Debo advertirte que no carece de cierta tendencia latina a la baladronada metafísica.

—El hombre que se pasa la vida en una contienda entre su mano derecha y su mano izquierda —continuó en tono solemne—, se siente interiormente desgarrado.

—¿Por qué no estás con Castro? —pregunté.

—Porque acabó con las libertades. Un hombre como yo, viviendo en La Habana, estaría muerto, o en la clandestinidad.

—Entonces, ¿por qué no estás en contra de él?

Aquí inició una disquisición interesante, aunque demasiado extensa, sobre la naturaleza de la revolución y el capitalismo.

Según Fuertes, el capitalismo es esencialmente psicótico. Vive para el momento. Puede planear con anticipación sólo a expensas de su propia vitalidad; delega todas las cuestiones morales esenciales al patriotismo, la religión o el psicoanálisis.

—Por eso soy un capitalista —dijo — . Porque soy un psicópata. Porque soy voraz. Porque necesito la satisfacción instantánea del consumismo. Si tengo problemas espirituales, puedo ir al cura y obtener la absolución, o le pago a un psicoanalista para que me convenza, año tras año, de que mi codicia es mi identidad y de que me he reincorporado a la raza humana. Puedo sentirme mal a causa de mi egoísmo, pero ya se me pasará. El capitalismo es una solución profunda al problema de cómo mantener una sociedad desarrollada. Reconoce el afán de poder en cada uno de nosotros.

Como te habrás dado cuenta, cuando se sienta en una silla, bebe un vino añejo y puede pontificar, se siente en un estado beatífico. Me habló también de una dicotomía en la que nunca había pensado: la diferencia entre los tontos y los estúpidos.

—Es una diferencia profunda —dijo — . Los tontos son débiles mentales, lo cual es triste, pero definitivo. Los estúpidos, en cambio, han decidido serlo. Ejercen una inteligencia negativa voluntaria. Gratifican su afán de poder obstruyendo los deseos de los demás. Bajo el comunismo, donde presumiblemente el presente se sacrifica en aras del futuro, los estúpidos obturan todos los poros industriales. La desidia y la ineficiencia son sus placeres secretos. En el sistema capitalista, un hombre codicioso pero estúpido se enfrenta a una dolorosa opción. Mientras siga siendo estúpido, no puede satisfacer su codicia. Es por ello que a menudo se ve obligado a abrir su mente a fin de buscar un modo de prosperar. Los hombres que en un sistema comunista serían obstructores, en la sociedad capitalista se convierten en hijos de puta ricos y exitosos.

No creas que aquí acabó todo. Siguió hablando.

—Los cuadros comunistas son indispensables para Castro. Sin ellos, su revolución estaría totalmente desorganizada. Con ellos, tiene una burocracia capaz de administrar el país hasta cierto grado.

—Pero, ¿no estás diciendo que el comunismo es malo para Cuba?

Es difícil conseguir que focalice las cosas.

—No —dijo—. No estoy seguro. Visité Cuba hace seis meses. Las mujeres me impresionaron. Se ven muy bien con sus blusas rojas y sus faldas negras, cantando mientras marchan. Para ellas el comunismo significa solidaridad.

Debo decir que en ese momento pensé en cómo había descrito Howard a esas mismas mujeres. Creo que dijo que eran «cacófonas como un rebaño de cabras».

—De hecho —continuó Chevi—, esas mujeres me parecen conmovedoras. Poseen un sentido de su propia existencia del que antes carecían. Castro es un experto en darle teatro a las masas, un teatro magnífico, grandioso, político. Cuando Batista huyó de Cuba a finales de 1958, Castro no se apresuró en ir a La Habana. Inició su marcha desde la Sierra Maestra, y se fue deteniendo en el camino, en cada ciudad o pueblo grande, para pronunciar un discurso de cuatro horas. Sobre su cabeza daba vueltas un gran helicóptero negro. Fue una idea sensacional. El ángel de la muerte, arriba. La muerte fue un elemento fundamental de su revolución. Por supuesto, las mujeres lo comprendieron de inmediato. Para la mentalidad española, estamos en la tierra para sangrar y morir. Si resulta que hay más médicos, más educación, más decencia en el plano económico, pues estamos ante una trinidad excelsa: la sangre, la muerte y el progreso, un programa revolucionario para los latinos.

—¿Por qué no sucede lo mismo con los exiliados? —pregunté—. Están a la izquierda de Batista, pero también defienden la libertad.

—Sí —respondió—, pero ¿puede lograrse una mejora radical en una economía pobre sin un reino de terror? El único motivo humano más poderoso que la codicia es el terror. Si los exiliados conquistan Cuba, los más corruptos entre ellos, es decir, la mayoría, formarán una red de codicia. Triunfarán sobre los idealistas.

—¿De modo que estás de nuevo con Castro?

—No estoy con ningún bando, y estoy con los dos. Estoy conmigo mismo.

Discutimos el pago. Pide trescientos dólares a la semana, más gastos. Puede que sea demasiado, pero creo que los vale. Evidentemente le gusta vivir en dos mundos a la vez, pero estoy seguro de que podré con él en el caso de que se le ocurra hacer un juego doble.

Necesito tu consejo.

HARRY

La respuesta de mi padre llegó al día siguiente. El sobre decía: SÓLO OJOS ROBERT CHARLES.

Comunicación del 29 de septiembre recibida.

Tu uruguayo me parece un comunista sofisticado, y un traidor redomado. Pero es tan corrupto que el dinero podría mantenerlo a raya. Lo aprobaré sólo si obedeces ciertos procedimientos básicos:

NO más discusiones políticas con él. Podría estar poniendo a prueba tus actitudes para transmitírselas al otro bando.

Limítate, siempre, a objetivos precisos y definidos. Te enviaré instrucciones específicas. No te desvíes. Por supuesto, constataré sus informes valiéndome de todos los medios de que dispongo.

No simpatices demasiado con ese tipo. No importa que le hayas salvado la vida.

Observa fielmente el protocolo del oficial de caso. Jamás lo relaciones con nadie de Zenith o del Cuartel del Ojo sin antes avisarme.

El primer objetivo en que debes usarlo es el cubano gordo —lo llamaremos REENCAUCHADO— al que invitaste a comer.

Para tu amigo charlatán usaremos el criptónimo BONANZA.

HALIFAX

27

Antes de que pudiera tener otra conversación con Chevi, Howard Hunt volvió inesperadamente a Washington y obtuvo la autorización del Cuartel del Ojo para que el Frente regresara a Miami. Como fue Cal quien autorizó el traslado, supuse que mi carta habría contribuido a la decisión, aunque, según me enteré más tarde, la Policía mexicana había descubierto una de las casas francas, por lo que, dada la situación general, la nuestra resultaba inútil.

De modo que Howard trajo a la pandilla de regreso a Miami. Su estado de ánimo era ciertamente sombrío. No recibiría ningún galardón, y Dorothy estaba fastidiada por el desequilibrio que ello había causado en la vida de sus hijos. Tenían que cambiar nuevamente de escuela. Además, Howard debería usar su vivienda de Miami. Para proteger la fachada de don Eduardo, ¿obligaría a sus hijas a que adoptasen otro apellido? Era muy difícil. Los Hunt debían separarse temporalmente. Dorothy alquiló una casa en los alrededores de Washington y Howard conservó su apartamento de Miami. Por supuesto, ahora necesitaban nuevas ficciones para explicar a sus parientes en los Estados Unidos por qué estaban viviendo separados.

Este cúmulo de problemas no contribuía a endulzar su temperamento. Si durante su ausencia yo había considerado que cumplía satisfactoriamente con el trabajo que me habían asignado, Howard pronto se ocupó de demostrarme que estaba en un error. Mi actuación era meramente aceptable. Con respecto al lavado de los fondos para los exiliados, Howard no estaba conforme con las cantidades que había asignado a los mensajeros (le expliqué que esperaba que el pago en efectivo impediría que se siguiera la pista del dinero). Por supuesto, el problema era que había muy pocos mensajeros a quienes confiarles cantidades elevadas. Por lo general tenía que hacerlo yo mismo. Me gustaba ocultar en mi cinturón sumas de varios cientos de miles de dólares. Una noche en particular me pareció muy divertido, mientras me desvestía para Modene, dejarme puesto el cinturón con el dinero. Saber que su levemente misterioso amante llevaba miles de dólares encima logró despertar ciertos ardores en ella, y debo admitir que también en mí. Sí, me gustaba ser mensajero.

Pero Hunt era de la idea contraria. Según él se trataba de un procedimiento peligroso e irresponsable. Si llegaba a saberse, podían robarme, o incluso matarme. Había maneras de transferir fondos por órdenes escritas que podían servir para confundir los hechos. Él contaba con un intermediario más experimentado, un tipo llamado Bernard Barker. Me lo presentaría.

Además, había cometido otros errores. Los miembros menos importantes del Frente, con quienes yo había tratado durante la ausencia de Howard, habían empezado a hacer ciertos planes militares, y los desarrollaron detalladamente. En el curso de estas actividades, miré repetidas veces el mapa de Cuba y empecé a disfrutar con los problemas de logística y estrategia que se presentaban. Sin embargo, Hunt me explicó que había que considerar los planes militares del Frente como un ejercicio inofensivo que no podía más que despertar nuestra fina ironía.

—Reconozco —dijo Hunt— que para algunos de estos cubanos puede ser trágico ignorar su impotencia táctica, y no me resultará agradable explicárselo cuando llegue el momento, pero debes comprender, Harry, que el factor más importante al que nos enfrentamos son los agentes de la DGI enviados por Castro. Es inevitable que descubran los planes del Frente e informen a La Habana. De modo que conviene que hagas hincapié en la información errónea. Esta operación es demasiado importante para dejársela a los generales cubanos.

—Sé que está en lo cierto —dije—, pero me fastidia.

—La ética, Harry, debe estar al servicio del mosaico.

Yo no dejaba de pensar en los barqueros. Una parte de mi trabajo me había obligado a visitar diversos astilleros de Maryland y Key West, y a lo largo del Golfo, desde Galveston a Tampa. Comprábamos lanchas motoras usadas. Todas las noches salían con exiliados cubanos, algunos para colocar explosivos, otros para volver a infiltrarse en Cuba, donde se relacionarían con organizaciones clandestinas. Por el solo hecho de que hablásemos con él, un barquero podría perder la vida. Suspiré. Era difícil saber hasta qué punto la historia es una carta marina que uno puede estudiar, o una marea.

Una mañana, no mucho después del regreso de Hunt, recibí una llamada de Dix Butler. Venía a Miami por poco tiempo. ¿Podíamos comer juntos?

Lo primero que pensé al oír la voz de Dix fue que Modene no debía conocerlo. El amor está siempre dispuesto a explorar el coraje, o falta de coraje, de uno. Incluso cambié una cita que había fijado con Modene para mantenerla alejada de Dix.

Butler bajó del avión un tanto deprimido, y no explicó de inmediato la naturaleza de la misión que lo obligaba a viajar a Miami. De hecho, no salimos del aeropuerto. Bebimos una copas en el bar más cercano.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —pregunté.

—Dos días. He venido a ver a un par de personas.

—¿Puedo preguntarte para quién trabajas?

—Negativo.

Bebimos casi sin hablar. Ninguno de los dos se refirió a Berlín. Nos estábamos comportando como hombres entre quienes nunca había sucedido nada importante. Aun así, su estado de ánimo resultaba amenazador.

En medio de un silencio, le pregunté:

—¿Sigues con Bill Harvey?

—Quizá sí. —Hizo una larga pausa—. Quizá no.

—¿En qué anda Bill?

—Sea lo que fuere, en algo disparatado.

Nos reímos. De manera experimental.

—Supongo que debe de estar en Washington —dije.

—Una suposición factible.

—¿Estás trabajando para él?

—¿Te llamas Arnie Rosen? —Había olvidado lo reservado que Butler podía llegar a ser—. De hecho, fue así como di contigo. Gracias a Arnie Rosen. Pregúntale a él lo que hago. Probablemente lo sepa.

—Supongo que estás trabajando para Bill Harvey.

—Podría decir que no. Mi trabajo es peripatético.

Lucía un costoso reloj de oro y un traje tropical de seda que debía de costar quinientos dólares.

—¿Puedes decirme dónde has estado estos últimos tres años?

—En Laos.

—¿El Triángulo de Oro?

—Sólo un imbécil sigue haciendo preguntas —respondió.

—Si me dijeras para qué estás aquí, podría ayudarte —argumenté.

—No puedes —dijo — . Busco a un par de cubanos que puedan manejar armas, conducir una embarcación, sobrevivir en la jungla, que no teman a nada, y que sepan beber ron. ¿Conoces a alguno?

—Los encontrarás.

—Terminemos esta conversación. —Se pasó la mano por la cara. Cuando volvió a hablar, parecía más amable—. Tengo un par de citas.

—Bien —dije.

Extendió la mano, y se la estreché. No intentó romperme los metacarpos. Se conformó con mirarme a los ojos. Sospeché que había estado bebiendo desde la mañana.

—En esto estamos juntos, ¿verdad?

—Sí —respondí.

—¿Respetas a Castro?

—Creo que sí.

—Odio a ese hijo de puta.

—¿Por qué?

—Soy un año mayor que él y ha hecho más que yo.

Pensé en hacer un comentario jocoso, pero no creí que estuviese con ánimo de oírlo. Guardó silencio unos minutos y luego continuó:

—En un momento dado, hay unos veinte hombres superiores sobre la Tierra. Castro es uno de ellos. Yo soy otro. Dios, o quienquiera que sea, nos ha puesto a los veinte aquí en la tierra.

—¿Para qué? —pregunté—. ¿Para torturarte?

Se echó a reír. Por un instante se puso alegre, como un león al que el viento le trae un inesperado olor a carroña.

—Veo que estás haciendo un gran esfuerzo para no parecer estúpido —dijo.

Cada vez estaba más contento de no haber ido con Modene.

—Pero lo has entendido al revés. Nos ponen sobre la tierra para entretener a los dioses. Con nuestras luchas. Respeto a Fidel Castro, pero me intimida. Tengo una oración: «Ponnos a Fidel Castro y a mí en la selva, y seré yo quien salga vivo».

Después de eso, volvió a guardar silencio. Asumió un aire taciturno. Cuando terminé mi copa y me puse de pie, apenas hizo un movimiento de cabeza.

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