El fantasma de Harlot (131 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—No. No tengo familia en Carolina del Sur.

—Tu novia te llama Tom, pero otras veces te dice Harry.

—Soy Robert Thomas Harry Charles —dije.

—Tienes una novia bellísima.

—Gracias, Regina.

—Si resulta demasiado bella para ti, llámame.

Su casa me pareció abominable. Tenía esa clase de muebles color pastel, alfombras en tonos crema y las paredes empapeladas con motivos de bambú. Había espejos con marcos dorados a la hoja, pero ningún cuadro. Las lámparas de pie eran tan altas como los guardias del palacio de Buckingham, y el bar ocupaba toda una pared. Un espejo oscuro, con motas plateadas, reflejaba las botellas sobre los estantes. Estábamos en Coconut Grove, sobre un suelo que en el pasado había sido una ciénaga.

—¿Ed es tu jefe? —preguntó Regina.

—Sí.

—¿Sabes? Cuando se mudó a la casa de al lado pensé que era marica.

—Ed no parece marica —dije.

—Te sorprenderías de lo fácil que es equivocarse.

—¿Acaso se comporta como un marica?

—En su casa es muy melindroso. Siempre viene a pedirme abrillanta muebles o detergente, aunque puede que lo haga para conocerme mejor.

Me di cuenta de que esa noche no sólo tenía ganas de emborracharme, sino de que lo haría. Más allá de Regina veía la sala de la televisión. Modene estaba sentada sola junto al aparato, estudiándolo, con un vaso de bourbon en la mano.

—Ed no hace más que recibir visitas de cubanos en su casa. Por la noche. Me han dicho que los cubanos son de las dos corrientes, continua y alterna.

—Aun así, se aprecian mutuamente —dije.

—Pobre Ed. Basta mirarlo. Tendría que cuidar de él, pobrecito.

Eso no necesitaba respuesta.

—Me gusta invitar a Ed, y que traiga gente como tú y tu novia. Y a todos les gusta venir. «Gasta los verdes, querida Reggie», me digo. Pero no conozco ni a la mitad de los invitados.

—Voy a servirme otra copa —dije.

En la sala había unas cincuenta personas, y todas parecían corredores de bienes raíces, guardavidas, agentes de seguros, divorciadas. Me di cuenta de que llevaba meses viviendo en Florida y no conocía a nadie que no estuviese relacionado con la Agencia. Un hombre de negocios retirado, amante del golf, con dieciséis de handicap, me empezó a hablar de su deporte, y mientras lo escuchaba y bebía, trataba de calcular la profundidad de la garganta de Regina y si mi lengua sería lo bastante larga para llegar hasta ella.

Modene seguía sola. El arco de su espalda y hombros destacaba contra el reflejo de la pantalla del televisor.

—¿Cómo va? —pregunté.

—Sigue al frente, pero la ventaja ya no es tan amplia —respondió.

En la pantalla apareció una foto de Jackie Kennedy. «La mujer del candidato espera un bebé —dijo el locutor—. Si su marido es elegido, el hijo de la señora Kennedy nacerá en la Casa Blanca.» La foto inmóvil dio paso a la imagen del cuartel general de Kennedy en Nueva York.

—¿Le va bien en el Medio Oeste? —pregunté.

—Calla —ordenó Modene.

Sentí una furia digna de mi padre. Ni siquiera se había vuelto para mirarme.

En un rincón de la sala estaban Hunt, su asistente, Bernard Barker, y Manuel Artime. No tenía ganas de reunirme con ellos, pero tampoco quería hablar con nadie más.

—Se dice —comentó Hunt cuando me acerqué— que el verano próximo los soviéticos le entregarán a Castro unos cuantos MIG.

—En ese caso —repliqué— debemos apresurarnos en llegar a La Habana.

El bullicio de la fiesta protegía nuestra conversación, lo que resultaba ciertamente placentero. Parecía mejor hablar allí que en la cafetería de Zenith.

—¿Podrá Castro encontrar bastantes pilotos cubanos capaces de llevar esos aviones? —preguntó Artime—. Su aviación no vale nada.

—En estos momentos — dijo Hunt— hay en Checoslovaquia oficiales cubanos aprendiendo a pilotar esos mismos MIG.

—Maldito hijo de puta —dijo Barker. Hunt se volvió hacia mí.

—¿Cómo va la elección? ¿Sigue adelante Kennedy? —Nixon parece a punto de darle alcance.

—Ojalá lo haga —dijo Hunt—. Si triunfa Kennedy, será difícil identificar al enemigo.

—Don Eduardo —le dijo Artime—, no estará sugiriendo que algún presidente americano podrá darnos la espalda, ¿verdad? En el debate televisivo Kennedy le dijo a Nixon que el gobierno de Eisenhower no había hecho lo suficiente por Cuba.

—Sí —dijo Hunt—, vi ese ejercicio de mortificación. Pensad en lo que le habrá costado a Nixon. Allí, en el podio, en un programa en directo, Dick Nixon, oficial de acción para Cuba, se tuvo que morder la lengua, mientras el tal Kennedy presumía de que será él quien haga algo por la isla.

—Aun así —dijo Artime—, Castro ya debería estar muerto.

—Soy de la misma opinión —convino Hunt.

—Yo mismo podría matar a Castro —dijo Artime — . Podría matarlo con una bala, un cuchillo, un palo, unos cuantos polvitos en un vaso.

Su voz me irritaba. Artime era muy apuesto, un hombre de buen físico, hombros anchos y bigote, pero su voz me raspaba el oído. Era la voz de un hombre que nunca había reconocido límites, y que seguía empujando. Chevi Fuertes no había sido nada caritativo con Artime cuando me dijo: «No me gusta. Estimula al público leyendo poemas tan sentimentales como malos escritos por él. Emociona a la gente. Parece un boxeador, pero es fraudulento.» «Eres duro con él —dije — . Fue un adolescente frágil. Según me han contado, los compañeros de escuela no hacían más que tocarle el culo.» «En mi opinión ya lo ha superado», dije. «Sí, pero por un precio. Su voz te dice lo que debe de haberle costado.»

—Castro no vivirá —estaba diciendo Artime—. Este mes está vivo, pero para el próximo estará muerto. Y si no, el año que viene. La maldad no puede sobrevivir.

—Brindemos por eso —dijo Barker.

En el otro extremo del salón habían enrollado una alfombra, y unas cuantas personas bailaban al son de un nuevo ritmo. El cantante no paraba de repetirlo:
Bailemos el twist
. Me pareció ridículo. Una rubia joven y vacua, con un hermoso cuerpo bronceado, pedía a viva voz que pusieran el disco de nuevo. Me pareció extraño; las parejas no se tocaban, sino que el hombre y la mujer permanecían separados, moviendo las caderas, como si cada uno estuviese solo, mirándose al espejo. Tal vez estuviera más borracho de lo que pensaba, pero sentí que defendía a un país que ya no entendía.

—¿Has visto cómo se menea esa rubia? —preguntó Hunt con una voz que denotaba desprecio, superioridad y tristeza.

—Sí —respondí—. Se puede silbar mientras lo hace.

No quedé satisfecho conmigo mismo por esta observación, pero a Barker le causó tanta gracia que me pregunté si no lo habría dicho para que se riera. Era un hombre pequeño y robusto, de físico cuadrado. Se estaba quedando calvo. Había trabajado para la Policía de Batista.

—Don Eduardo cree que puedes contarme cosas interesantes acerca de Toto Bárbaro —le dije.

—Es una mierda —dijo Barker.

—¿Qué clase de mierda? —pregunté.

Se echó a reír de nuevo.

—Trabaja para un gángster de Tampa —respondió.

—Ese gángster, ¿no será Santos Trafficante?

—Tú lo has dicho, no yo —dijo Barker, y le hizo una seña a Hunt para indicarle que se iba.

—Tú y Bernie —dijo Hunt— ya podréis hablar en otra ocasión.

Artime también se marchó, y Hunt y yo fuimos a servirnos otra copa.

—Tu chica me parece muy atractiva —dijo Hunt—, aunque algo tímida.

—No, en realidad es una esnob insoportable. No quiere codearse con esta gente.

—Sí —convino Hunt — . A mí tampoco me gustan esta clase de fiestas.

—¿Cuál es la verdadera historia de Bárbaro?

—Ya te diré lo que sé.

Modene apagó el televisor y se reunió con nosotros.

—Vámonos —me dijo — . Nadie sabe quién va ganando, y tardarán horas en anunciarlo.

El estado de ánimo de Hunt pareció cambiar bruscamente.

—En ese caso —dijo—, creo que me quedaré a tomar otra copa por Richard Nixon.

—Podría haberlo imaginado —dijo Modene—. Usted no parece la clase de hombre que votaría a Jack Kennedy.

—No tengo nada en contra de él —dijo Hunt—. De hecho, lo conocí hace años, en una presentación en sociedad, en Boston.

—¿Cómo era entonces? —preguntó Modene.

—Es poco lo que puedo decir —respondió Hunt—. Para empezar, había bebido demasiado, porque se desplomó en un sillón y se quedó profundamente dormido. Os aseguro que en esas facciones relajadas no me pareció ver a un futuro candidato a la presidencia de los Estados Unidos.

—Espero recordar sus palabras exactas —dijo Modene—, porque quiero contarle esa historia a Jack.

Saludó a Hunt con la cabeza. Pasamos junto a nuestra buena anfitriona, Regina, y salimos a la noche.

—Por Dios —le dije—. Eres una esnob incorregible.

—Por supuesto —replicó—. No me rozaría con gente como ésta si vivieran en Grand Rapids.

32

Sin embargo, nuestra noche estaba lejos de concluir.

—¿Ese hombre que habló conmigo al final es tu jefe? —preguntó.

—Trabajamos juntos.

—No parece del FBI.

—No lo es.

—Tú, sí. Por eso estás conmigo. Para enterarte acerca de Sam Giancana.

—Lo que ocurre es que estás molesta porque tu candidato todavía no ha triunfado.

—Por supuesto que estoy molesta. Y borracha. Pero eso en nada cambia las cosas. Quieres saber demasiado acerca de Giancana.

—Me da igual. Ahora lo que quiero es fumar marihuana.

—No mientras haya dudas con respecto a la elección. Hacer el amor ahora sería lo mismo que profanar una tumba.

—Creo que hablas en serio.

Asintió.

—Me voy a dormir —dije.

—No, te quedarás levantado, mirando la televisión conmigo.

—Bien —respondí—, aunque no hagamos el amor, lo mismo fumaré marihuana. Así quiero recibir los resultados.

—Debemos llegar a un acuerdo —dijo—. Yo también fumaré un poco, pero sólo para mirar los resultados contigo.

—De acuerdo —convine—, siempre y cuando no te pongas cachonda.

—Ni hablar. Pero te diré algo acerca de Sam Giancana. Si todavía no me he acostado con él, se debe a una especie de intuición.

—¿A una especie de intuición?

—Sí. Se me ocurrió que si me acostaba con Sam, Jack perdería las elecciones.

—¿Pretendes que te crea?

—Cuando se trata de algo importante, la gente debe cumplir sus promesas. Le dije a Jack que no me acostaría con Sam.

—¿Tan atractivo te resulta Giancana?

—Por supuesto. Es una persona superior.

Esa noche fuimos a mi apartamento y fumamos marihuana. A la una de la madrugada, los analistas de la televisión decían que el escrutinio final dependía de los resultados obtenidos en Texas, Pennsylvania, Michigan e Illinois.

—Illinois parece ser el Estado clave —dije.

Modene asintió.

—Sam dijo que él haría que su Estado se decidiera por Kennedy.

—Suponía que el encargado de eso era el alcalde Daley.

—El alcalde Daley se encargará de ciertas partes de Chicago, y Sam de las demás áreas. Los negros, los italianos, los hispanos y muchos barrios polacos reciben órdenes de la gente de Sam. Tiene bastante influencia en el distrito oeste.

—¿Sam te lo dijo?

—Por supuesto que no. A mí no me hablaría de asuntos como ésos.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Me lo explicó Walter. Walter solía trabajar en la oficina de Eastern en Chicago. La gente de las aerolíneas debe estar enterada de este tipo de cosas para poder llevarse bien con los sindicatos.

—¿Sigues viendo a Walter?

—No desde que volví a ver a Jack —respondió Modene.

—No importa —dije — . Sé que recibes de mí mucho más de lo que él podría darte.

—¿Por qué estás tan seguro?

—¿Por qué otra razón pasas el tiempo conmigo?

—Porque estoy tratando de descubrir si tengo el temperamento adecuado para el matrimonio, y tú podrías ser el indicado, si alguna vez me decido.

—¿Quieres casarte? —pregunté.

—¿Contigo?

—¿Por qué no?

—Puede que no seas el hombre más pobre que conozco, pero seguro que eres el más tacaño. Nos echamos a reír. Cuando nos serenamos, le pregunté:

—¿Realmente quieres que gane Jack?

—Por supuesto. ¿Crees que quiero verme como la amante de un cero a la izquierda?

—¿Es mejor ser la cortesana del rey?

—Eso es absurdo. No me considero una cortesana.

Recuerdo que sentí un júbilo especial.

—Supongo que realmente tienes la esperanza de que se divorcie para casarse contigo. ¿Te ves como la primera dama?

—Deja de ser desagradable.

—Podría reducirse a eso. Primera dama o cortesana.

—No me anticipo a los hechos.

—Porque no puedes. Su mujer está embarazada, y mañana aparecerán juntos en la televisión.

—Nunca me había percatado de lo cruel que puedes llegar a ser.

—Eso es porque me obligas a mirarte a la nuca mientras esperas que otro hombre aparezca en el televisor. Él ni siquiera está en la habitación.

Entonces, la voz proveniente del televisor dijo: «Al parecer, Texas se está inclinando por Kennedy. Quizá la elección de Lyndon Johnson para ocupar el cargo de vicepresidente haya sido acertada».

—Eso habla de lo inteligente que fue al elegir a ese espantoso Johnson —dijo Modene.

—No me interesa. Me irrita tener que mirarte la nuca. Quiero un poco más de marihuana. Y quiero follar.

—Estoy a punto de perder el juicio —dijo—, y tú eres la causa.

—Es la marihuana.

—No. Es porque estamos viviendo una noche histórica, y quiero ser parte de ella. Pero no puedo.

—Ni tú ni yo —dije— somos parte de la historia, en absoluto.

—Yo sí que lo soy, y, por favor, deja de importunarme.

—Vamos —dije—, ¿sabes cuántas amiguitas tiene Jack Kennedy?

—No me importa.

—Una en cada puerto.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

Recientemente Harlot me había enviado unas listas del FBI.

—¿Por qué no me dices cómo lo sabes?

—Quizás haya visto algunos informes —respondí.

—¿Aparezco en ellos?

Se echó a reír al ver la expresión de mi rostro. Me di cuenta de que al tiempo que era muy leal a John Fitzgerald Kennedy, estaba enfadada con él; por eso podía disfrutar de la idea de que ahora era el centro de atención de extraños que observaban sus actividades en informes. Se me ocurrió que no le importaba desvestirse con las persianas abiertas.

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