—Entonces, ¿para quién trabajas, en realidad?
—¿Tan poca imaginación tienes?
Fue un comentario fatal.
—Vete de aquí —me ordenó.
—Lo haré.
—Sabía que lo nuestro acabaría tarde o temprano, pero nunca imaginé que fuese de esta forma.
—Pues has encontrado la manera de hacerlo.
—Eso creo.
—Así es.
Para mi sorpresa, estaba tan enfadado como Modene.
—No intentes llamarme —dijo.
—Jamás lo haría.
—Por Dios, te aborrezco. Eres un gallito pedante.
Cerré la puerta a mis espaldas, y sentí una extraña tranquilidad. Ignoraba si alguna vez volvería a verla, pero no me importó. Acababa de pasar por lo que Kittredge llamaba «el cambio de la guardia». Si existía un gobierno en la psique, acababa de ser derrocado. Estaba seguro de que Modene y yo no nos veríamos por un largo tiempo. Me había llamado «gallito pedante». Su padre debía de ser un hombre implacable, del tipo de los que sacan a los demás corredores de la pista.
Por supuesto, los siguientes fueron días de sufrimiento. Una parte de mí no quería seguir soportando su mentalidad limitada, ni tampoco que Modene me pusiera los cuernos periódicamente, pero el deseo de tenerla me asaltaba de improviso. Ya no podría entrar en un restaurante del brazo de aquella hermosa muchacha.
Sin embargo, existía una línea clara de demarcación. No tenía un verdadero deseo de estar con ella. Incluso estaba cansado del orgullo de tenerla, ya que impedía que me dedicase a cualquier otra cosa. Nuevamente me parecía importante entregarme a mi trabajo. Los meses venideros serían históricos. Para terminar con cualquier duda al respecto, dos semanas después de que le enviara mi cable, Harlot me envió un mensaje:
SERIE: J/39, 268, 469
RUTA: LÍNEA/ZENITH-ABIERTA
A: ROBERT CHARLES.
DE: VISIONARIO 10:23, 3 DE ENERO 1961
TEMA: EFICACIA
Al parecer, las muchachas hablan con mayor libertad con sus amigas que con sus amigos. Te veré luego.
VISIONARIO
Era su manera de decirme que ya no era necesario que me enviase las transcripciones de las conversaciones entre BARBA AZUL y AURAL.
A mediados de enero llegó otra larga carta de mi padre. Su habilidad para encontrar una cura al abatimiento resultaba admirable.
12 de enero de 1961
Hijo:
Ten cuidado con la melancolía, frecuente en los Hubbard. Recibí un fuerte golpe ayer al enterarme de que Dashiell Hammett murió el 10 de enero. Me sentí muy mal. Tocaban en la radio esa horrenda canción nueva
Bailemos el twist
cuando abrí el diario y leí la noticia. De inmediato llamé a Lillian Hellman para expresarle mis condolencias. Era la primera vez que hablábamos en diez años, y creo que se alegró al oírme. No sé si alguna vez te lo dije, pero Lillian también es una vieja amiga. Debo admitir que es una relación peculiar. En los años en que Hammett y yo nos emborrachábamos juntos, ella se enteró de que yo estaba en el servicio secreto, pero no le molestó en absoluto. No creo exagerar si te digo que la señorita Hellman no me dejaba ni a sol ni a sombra, ¡a mí, que era un saco de huesos diez años menor que ella! Algunos Casanovas que he conocido solían decir que es una buena señal para la caza: siempre hay que buscar un buen cristiano. Te comunico un secreto que he aprendido después de muchas batallas: no hay nada mejor que una muchacha judía de carácter fuerte e inclinaciones izquierdistas. Para hombres como yo, no existe mujer mejor.
Si te cuento todo esto es para que te des una idea de la naturaleza de mi amistad con Hammett. Estaba enterado de mi relación con Lillian. Creo que incluso la aprobaba. Era el comunista más extraño que he conocido. La verdad es que Lillian seguía adorando a Hammett, pero hacía tiempo que no mantenían relaciones sexuales debido a lo mucho que él bebía. Pues ya que debía haber otros hombres (Lillian era una mujer de apetito imperioso; yo la llamaba Catalina
la Grande
en su propia cara, cosa que le encantaba), a Dash no le importaba participar en el proceso de selección. Aprobaba nuestra relación. Sin embargo, nunca me hice ilusiones. Era a Dashiell Hammett a quien ella amaba. Él parecía inmortal. No un dios, sino más bien un ángel plateado, un madero depositado sobre la playa de la eternidad. Es difícil creer que haya muerto.
No sólo lo admiraba como escritor, sino también como hombre. Nunca intentaba servirse de mi experiencia para obtener material literario. Creo que respetaba el amnios dentro del cual trabajamos. Le bastaba con que bebiésemos juntos para absorber las complejidades de nuestro código de trabajo. ¡Incluso pudo haberme metido en alguno de sus libros! Un caballero con clase, y lo hemos perdido.
Como te dije en la última carta, he sido sometido a un trato frío. Creo que el momento álgido llegó el 18 de diciembre. Por cierto, me arruinó la Navidad. Pero todos estábamos bajo la misma nube. El 18 de diciembre fue el día en que Dulles, el director general adjunto Cabell —el mayor de sus imbéciles—, y yo nos reunimos con Barnes, Bissell y nuestros oficiales principales para echar un vistazo a la situación de Cuba ahora que Kennedy estaba en el gobierno. Allen quería un resumen de lo bueno y de lo malo para poder hacer frente a cualquier posible crítica.
Hubo una serie de informes desalentadores. Hemos recogido demasiadas redes, y el aprovisionamiento por aire ha disminuido. Estamos usando pilotos comerciales que volaban para la Air Cubana y son incapaces de hacer navegación de precisión. Están tan acostumbrados a una supercarretera de radar entre Miami y La Habana que han perdido todo refinamiento de orientación. Nunca dan en el blanco. De hecho, el mejor resultado obtenido fue una chapuza pergeñada por Su Alteza de Mierda, el general Cabell.
Al parecer, nos preparábamos para enviar unas armas a un grupo, y Cabell quiso saber cuánto espacio de la bodega se había ocupado. La respuesta resultó ser una décima parte de la capacidad. «Eso es un desperdicio —dijo Cabell—. ¡No envíen un avión vacío! Carguen arroz y frijoles, que pueden ser de utilidad para nuestro equipo cubano.»
Se trataba de un lanzamiento preciso en un lugar específico. El grupo que lo recibiría resultaba demasiado pequeño para manejar una carga tan grande. «No quiero oír informes como éste —replicó Cabell—. Debemos emplearnos a fondo en esta misión.»
David Phillips, uno de nuestros expertos en América Latina, le dijo a Cabell: «General, de los últimos seis años, he pasado cuatro en Cuba. El arroz con frijoles es el plato nacional. Puedo asegurarle que no hay escasez de eso». Cabell respondió: «¿Nunca ha oído hablar de una comisión de asignación? Yo no pienso ir al Congreso a explicar por qué enviamos un avión vacío en un noventa por ciento de su capacidad. Carguen el arroz y los frijoles».
Ésa fue la única noche, hijo, en que nuestro avión dio en el blanco. El mensaje por radio era tan frenético que volvió en inglés:
HIJOS DE PUTA, CASI MORIMOS APLASTADOS POR LOS SACOS DE ARROZ. ¿ESTÁIS LOCOS?
Nos aseguramos de que Allen Dulles recibiera una copia del mensaje. Tiene que tolerar a Cabell como su segundo porque el hombre es un general de cuatro estrellas, con lo cual el Pentágono no se muestra tan desagradable con nosotros. Por supuesto, ahora se lo conoce como «Cabell, el general del arroz y los frijoles».
¿Quieres que te cuente alguna otra mala noticia? Las operaciones por mar resultan igual de malas. La guardia costera de Castro se ha apuntado muchas bajas entre los nuestros. El DGI se entera por anticipado de una buena cantidad de los lugares de desembarco elegidos. He hecho todo lo posible para que se equipe un barco nodriza capaz de trabajar más allá del límite de las tres millas de las aguas territoriales cubanas. Podríamos proveerlo de un buen radar. Las embarcaciones más pequeñas serían enviadas sólo cuando el radar nos indicara que no hay moros en la costa. El problema es cómo alistar en poco tiempo una embarcación tan grande.
Ahora una noticia bomba. La invasión principal (esto es absolutamente confidencial) tendrá lugar en Trinidad. Esa pequeña ciudad está en la costa sur, entre Cienfuegos y Sancti Spiritu. El lugar ideal. Cerca hay montañas donde esconderse, en caso de que las cosas se compliquen, pero existen dos capitales provinciales igualmente próximas que pueden ser tomadas en los dos primeros días, si la invasión sale bien. Lo mejor de todo es que en ese punto Cuba es angosta, apenas cien kilómetros de ancho. En poco tiempo podríamos cortar el país en dos.
He aquí otro rumor que no debe ser repetido. Tenemos una nueva operación en marcha. Se llama ZR/RIFLE, y ojalá la hubiéramos desarrollado antes que todos nuestros proyectos con Maheu. Bissell le ha pedido a Helms que comience cuanto antes, y Helms consultó a tu padrino de inmediato. ¿Y a quién propone Hugh para que lo supervise, sino a Bill Harvey? Sorprendente, si se considera su antigua rivalidad.
Termino aquí por el momento. Aunque no me apetece, esta noche debo salir, pero continuaré mañana.
Viernes 13
Anoche fue una gran noche. A Allen (que es un tío sensacional cuando está de buen humor) no se le ocurrió mejor idea que invitar a todos los Kennedy, nuestros nuevos potentados, y a un grupo de los nuestros, a una velada en el club Alibi. Quería crear un espíritu de cooperación entre la Agencia y los flamantes miembros del gobierno, para facilitar la operación sobre Cuba. Creo que lo consiguió. Debo decir que el club Alibi resultó el lugar perfecto, al ser por dentro tan apropiadamente rancio como el club Somerset de Boston, por ejemplo. Los viejos menús sobre las paredes daban la nota: «Sopa de tortuga, veinticinco centavos». Los martinis son buenos. Los Kennedy se sintieron a gusto. Algunos son muy jóvenes e inteligentes, y parecen equipados con un sistema de alarma permanente que les avisa hacia dónde hay que mirar. Caballeros despiertos, de gran prosapia, aunque no carecen de instinto. Aun así, no están preparados para la situación actual. Con todo respeto por la antigua sangre de tu madre, me recuerdan un poco a esos judíos que asisten por primera vez a una reunión de la asociación de antiguos alumnos sobresalientes de su universidad. También había un contingente de mañosos irlandeses, más desconfiados que agentes del FBI, e igualmente robustos, duros, listos a usar los puños en defensa de una causa. Y tan ignorantes que su nueva posición los supera. De modo que la reunión fue una buena idea. Bissell pronunció un discurso óptimo, con ese estilo barroco de arzobispo tan propio de él. Se presentó como el carapálida de los carapálidas. Extendió uno de sus largos dedos, se señaló el pecho, y dijo: «Miradme bien. Este atuendo no impide que me coma los tiburones». Eso causó impacto. Un clérigo distinguido diciendo esas cosas. Era nuestra manera de declarar: «Encomendadnos cualquier misión, hermanos, y la cumpliremos. No tememos a la responsabilidad. Sabemos arriesgarnos. Si queréis mover montañas, no tenéis más que llamarnos». Era notorio que los Kennedy valoraban los antecedentes de Bissell, su educación en Groton y Yale, un doctorado en economía, y el hecho de que estuviese listo para comer tiburones. Además, ha enseñado en el MIT.
Debo decirte que les contamos algunas buenas historias. Cómo conquistar un país con trescientos hombres, a la Guatemala. El espionaje es la segunda profesión más antigua de la Humanidad, les dijo Allen. Continuamente se intercambiaban brindis. Después, Allen me pidió que hablase. El brillo de sus gafas me ordenaba de manera inequívoca que relatase mis hazañas, ya añejas, con las secretarias. En caso de que no lo sepas, allá por 1947 obtuve gran cantidad de información acerca de lo que planeaba el gabinete de Truman porque conocía (en el sentido bíblico) a algunas de las secretarias más importantes. Anoche acabé diciendo: «Por supuesto, ya no hacemos estas cosas». A los Kennedy les encantó. Creo que Allen quería dejar claro que somos la organización indicada para nuestro presidente electo.
Yo no iba a permitir que me encasillaran en el Departamento de las Leyendas como a un ex rey de proezas, de modo que también hice una referencia razonablemente ingeniosa al exitoso futuro que podemos compartir la Casa Blanca y la CIA, ya que a ambos nos gusta la obra de Ian Fleming. «Brindemos por el bueno de Ian Fleming», dije, levantando en alto la copa. Alguien dijo por lo bajo que la obra de Fleming es una porquería (me parece oírte decir lo mismo), y le respondí que Ian Fleming es un gran estilista de nuestra época. Algunos de nosotros, supongo que Dulles, Bissell, Montague, Barnes, Helms y yo, pensamos en los juguetitos propios de Ian Fleming que han salido de Servicios Técnicos, como el depilatorio para sacarle la barba a Fidelito allá por 1959 cuando visitó las Naciones Unidas. En cuanto a efectividad, no fue más que una tontería propia de Dartmouth, pero algunos de los allí presentes sabíamos que me estaba refiriendo a algo más, y logré sugerir la idea. Deben de haber entendido que contamos con tantos recursos como ellos. Comunicamos el concepto de que si un asunto particularmente delicado exige una respuesta rápida, hay que acudir a la CIA, y no, repítase, no al Departamento de Estado.
La cara de Dean Rusk se ponía cada vez más larga a medida que la noche transcurría. Creo que fue el primero en percatarse del talento verdaderamente teatral que tiene Allen para hacer nuevos amigos en tiempos de transición. Rusk parece constipado. Debe de perder media hora cada mañana en el proceso de evacuación.
De todas formas, estoy otra vez en movimiento. Al menos, interiormente. Así es la moral.
Tu buen padre,
el gran HALIFAX
P.D. No me he olvidado de REENCAUCHADO. Me preocupa. BONANZA debería ser capaz de seguir el rastro del dinero de REENCAUCHADO en los bancos de Miami, si es tan sinvergüenza como imagino.
En Montevideo, después de que Kittredge suspendiera nuestra correspondencia, solía ver a Hunt más a menudo, y ahora, distanciado de Modene, volví a comer con él un par de noches por semana. La historia se repetía. El estado de ánimo de Howard no era muy distinto al mío. Dorothy estaba en Washington, y cada noche lo llamaba para hablarle de su madre, que estaba en el hospital a causa de un cáncer inoperable. Además, su vida social, tan importante para él, prácticamente no existía. Por los periódicos, estaba al tanto de lo que sucedía en la sociedad de Palm Beach, pero no asistía a sus fiestas. Lejos estaban las palmeras reales y las poincianas en las grandes fincas, y también las fuentes de azulejos, las urnas de piedra y las balaustradas de los palacios de Palm Beach. No caminaba entre las gardenias y las buganvillas, ni bailaba luciendo su impecable esmoquin sobre suelos de mármol. Tampoco pasaba la tarde en Hialeah contemplando los rosados flamencos que cruzaban el verde césped. No, Howard estaba en Miami para trabajar, y el perfume de las adelfas y las azaleas no llegaba hasta los cubículos de Zenith. Se hallaba en ese momento de su carrera en que el éxito podía encumbrarlo al cargo de oficial mayor o el fracaso poner un obstáculo prácticamente insalvable a sus ambiciones.